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En San Sebastián llovía como ya no volvió a llover nunca más en la década, como en ese pasado de lluvias suaves y eternas que recuerdan siempre nuestros padres. Llovía sobre la bandera roja y amarilla, sobre las formaciones diarias y las paradas semanales de homenaje a los Caídos, cuando el páter, vestido con manteo y teja de cura ultramontano, asistía rezando el padrenuestro a la ceremonia de la corona de laurel en el monolito, llovía sobre los soldados de guardia que rondaban la puerta del cuartel con impermeables de hule y pasamontañas, llovía con una densidad y un silencio de niebla sobre las laderas del monte Urgull y del monte Igueldo y sobre esa isla de pizarras boscosas que hay en el centro de la bahía de la Concha, llovía sobre los caminos rurales por donde patrullaban unidades antiterroristas de la Guardia Civil y sobre las calles de la Parte Vieja donde la policía nacional no se atrevía a aventurarse.

Yo me iba a pasear a San Sebastián y entraba a un cine para escaparme del aburrimiento de la lluvia, y cuando terminaba la película y ya era noche cerrada aún estaba lloviendo, y las gotas de lluvia relucían en el vapor amarillo que rodeaba las farolas de hierro sobre los puentes borbónicos del Urumea. Si me despertaba en mitad de la noche oía el rumor de trueno lejano que tienen los mercancías nocturnos disuelto entre el ruido de la lluvia que chorreaba en los aleros y resonaba bajo las arcadas del patio. Los sargentos entraban a galope en la oficina y se sacudían la lluvia de los uniformes como un caballo se sacude las crines, dejando al irse un charco de agua y de barro en las baldosas. El brigada Peláez apuraba de un trago su copita matinal de coñac y me contaba que de tanta lluvia y de no ver el sol a su mujer, que era de la bahía de Cádiz, le estaba entrando una depresión invencible, y se pasaba los días sentada frente al balcón de aquel piso de Martutene desde el que sólo veía barrizales y bloques de viviendas oscurecidos por los humos industriales y la lluvia perpetua.

– Paisano, está claro que en las provincias vascongadas no hay más que dos estaciones: el invierno y la del tren… ¿Me ves la idea o no me ves la idea?

Llovía monótonamente, rencorosamente, como si lloviera por orden de la autoridad gubernativa. La humedad de la lluvia corrompía las mantas y los uniformes amontonados en el almacén de la furrielería, hinchaba las maderas de las ventanas, se introducía lentamente hasta desprender la pintura de los muros y dar un olor a moho a todos los lugares cerrados, a las ropas civiles que guardábamos en las taquillas. Una mañana de lluvia, como todas, el capitán me llamó con urgencia a su despacho a través de los dos timbrazos que sonaban en nuestra oficina y a mí el corazón me dio un vuelco, temiendo, como temía siempre, que me fuera a ser anunciado un castigo o una desgracia: en los timbrazos había intuido una urgencia dictada por la ira.

– A la orden, mi capitán. ¿Da usted su permiso?

El capitán me indicó sin ceremonia que entrara. Estaba de pie, de espaldas a la ventana, tras la mesa donde una vez yo había visto cierto informe clasificado como de alto secreto. Vi de soslayo un método de inglés y un libro muy grueso de cuyo título aún me acuerdo: Psicología de la incompetencia militar. Ya dije que el capitán era sólo un par de años mayor que yo, pero no podía aproximarme a él sin un sentimiento de inferioridad y temor -también, inexplicablemente, de vaga admiración-. En una posición de firmes correcta, aunque relajada (ya no era un conejo) esperé sus órdenes o sus preguntas. Yo creo que entonces ya noté un olor a enmohecimiento más intenso de lo que era habitual en el cuartel.

– ¿Eres tú quien me limpia la oficina todas las mañanas?

– Sí, mi capitán (de nuevo tuve miedo: tal vez iba a acusarme de mirar en sus papeles).

– ¿Todas las mañanas, todos los días?

– Sí, mi capitán. Es lo primero que hago.

– ¿Y barres bien, y lo limpias todo?

– Todo, mi capitán.

– Pues entonces no puedo explicármelo…

El capitán me hizo un gesto para que me acercara al otro lado de la mesa, justo debajo de la ventana, donde estaba el filo de la alfombra bajo el que yo solía almacenar regularmente el polvo que barría de cualquier modo una o dos veces por semana. La madera de los postigos estaba hinchada, la ventana cerraba mal, y el agua de la lluvia fluía subrepticiamente hacia la alfombra y la había empapado. La había empapado tanto, había humedecido durante tanto tiempo toda la suciedad que yo guardaba debajo de la alfombra, que el tejido lanoso de ésta se había ido pudriendo y convirtiéndose, mezclado con el polvo, en un humus negro y fértil, en un lecho de estiércol donde florecía, justo a los pies del capitán, borrando el dibujo de la alfombra, una colonia de hongos blancos y apiñados, grandes, jugosos, de una blandura viscosa, como los champiñones que se crían en las oscuridades de los sótanos.

– Pues no me lo explico, mi capitán, habrán salido esta noche, como ha llovido tanto…

– Es lo que había pensado yo.

– Si usted me da su permiso, ahora mismo limpio esos hongos.

– Casi mejor le dices al furriel que se lleve la alfombra, y que la tiren al incinerador…

La alfombra hedía a putrefacción cuando la desprendimos del suelo, igual que el cieno del río cuando bajaba la marea. Durante muchos días quedó un hedor de alcantarilla en el despacho del capitán. Aquel fin de semana procuré limpiarlo un poco más a conciencia, como lo hacía Salcedo en los tiempos de Matías, pero yo jamás hubiera podido competir con él, con su pulcritud implacable, con su paciencia y su tranquila destreza para el trabajo material. En el campamento a mí me arrestaban siempre por lo mal hecha que estaba mi litera. Salcedo dejaba la suya tan lisa y tan perfectamente doblada como la cama de un hotel de lujo, tan intacta en apariencia como si nadie hubiera dormido nunca en ella: el embozo con una curvatura perfecta, una franja blanca y horizontal sobre las mantas remetidas bajo el colchón para conservar todo el calor, la almohada mullida, hinchada, como si fuera un almohada de plumón y no de goma-espuma. Los dos hacíamos la litera al mismo tiempo, después de la formación de diana y antes de la del desayuno, pero la mía era siempre un desastre y la de Salcedo un milagro instantáneo de perfección, y a mí casi me daba rabia verlo tan concentrado y tan eficaz incluso a esa hora inhumana, metódico en sus gestos mientras yo me enredaba en los míos, ajeno al escándalo de gritos y de ruidos de armas que sucedía a nuestro alrededor, muy tranquilo, tarareando algo, con un indicio de sonrisa en su expresión tan adusta.

Salcedo detestaba el tabaco y los bares, se ensimismaba en los aparatos gimnásticos como un músico en su violoncelo, corría kilómetros a campo través sin perder el resuello, y cuando salíamos juntos, en lugar de visitar los bares de soldados de la Parte Vieja, llenos de humo, de ruido, de serrín mojado y de cáscaras de mejillones, dábamos caminatas de varias horas a lo largo de la orilla del mar, remontando primero el Urumea desde Loyola hasta su desembocadura, recorriendo luego la costa desde el puente de Kursaal hasta el Peine de los Vientos, por el Paseo Nuevo y la Concha y la playa de Ondarreta. En los días de temporal nos asomábamos con una sensación de pavor y de vértigo a las barandillas del Paseo Nuevo, veíamos crecer las olas y aproximarse a nosotros como si el mar se levantara verticalmente, retrocedíamos corriendo justo cuando estallaban en altos chorros de espuma contra los bloques de hormigón, barrían toda la anchura del paseo y alcanzaban con su embate los pinares bajos del monte Urgull. A mí, que no había visto nunca un mar tan bravo, se me contagiaban los términos de aterrada admiración que usaba Salcedo:

– Te cagas.

Los golpes de las olas hacían temblar el asfalto bajo nuestros pies. Junto al Peine de los Vientos, en aquella punta rocosa de la que surgen como vegetaciones mineralizadas los vástagos de hierro de Eduardo Chillida, había unos respiraderos o sumideros enrejados en el suelo de adoquines, y el aire subía por ellos a presión cada vez que rompía una ola como la respiración monstruosa de un minotauro sepultado.

A mí la disciplinada austeridad de Salcedo me chocaba un poco, pero me acostumbraba bien a ella, en parte porque a los dos nos resultaba muy útil en el trabajo de la oficina, pero sobre todo porque era un contrapunto a mi tendencia personal hacia lo desastroso, hacia el desorden, la dilación y la pura indolencia. Entre nosotros hubo enseguida algo semejante a esas amistades inglesas de las que habla Borges, que empiezan por excluir la confidencia y terminan omitiendo el diálogo. Conversábamos mucho en aquellas caminatas invernales a lo largo de la orilla del mar, vestidos de uniforme, con las cabezas bajas y las manos en los grandes bolsillos de los tres cuartos, pero nuestras conversaciones eran sobre todo acerca de películas y de libros, o de las minuciosidades y las idioteces de la administración militar, y casi nunca hacíamos referencia a la vida que nos esperaba a cada uno fuera del cuartel. íbamos juntos a un locutorio telefónico para hablar con nuestras familias o nuestras novias -él pensaba casarse cuando terminara la mili-, pero al salir de la cabina no intercambiábamos ningún comentario sobre la llamada a larga distancia que cada uno acababa de hacer.