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Me admiraba de Salcedo su idea sarcástica y nada sentimental del mundo, el desapego y la fría comicidad con que lo miraba todo, lo mismo las películas que las convicciones políticas o los comportamientos humanos, incluido el suyo. A mí el brigada Peláez me daba risa, pero también me daba lástima, y no podía evitar que me inspirara algún afecto: Salcedo le dedicaba un meticuloso desdén.

Pero yo creo que los dos, aunque maldecíamos el cuartel, habíamos encontrado un acomodo que nos hubiera sido difícil confesar, una complacencia nada honrosa en aquella vida en suspenso, en aquel aplazarlo todo para una fecha de varios meses después, quedándonos así en un estado de perfecta justificación, de coartada sin resquicios. El ejército nos había arrancado a la fuerza de la vida real, de las ciudades donde vivíamos y de la gente vinculada a nosotros, pero aquella usurpación también nos concedía un respiro que nosotros mismos no nos habríamos sabido ganar: lo que quedaba en suspenso también dejaba provisionalmente de agobiarnos.

Nos asistía siempre una disculpa indiscutible, una absolución automática para nuestras cobardías o nuestras incertidumbres. Estábamos en la mili, no podíamos hacer ni decidir nada mientras que no la termináramos, nos estaba permitido no angustiarnos aún con las perspectivas del porvenir, la previsible falta de trabajo, las inseguridades íntimas sobre la vocación y el amor que ahora aplazábamos o resolvíamos gracias al desdibujamiento de todo que nos imponía la distancia.

Me quedaba solo en la oficina porque Salcedo estaba de permiso o con un rebaje de fin de semana y la soledad exageraba el efecto de la lejanía, su dosis de desarraigo y lucidez y su intoxicación lenta de tristeza, sus rachas graduales de abatimiento y euforia. En el medio al que uno pertenece su presencia se confunde con los acontecimientos y las figuras exteriores, y sus estados de ánimo suelen entrecruzarse con los de quienes le rodean y contener impurezas que los modifican y enturbian su percepción. Cuando se está solo durante mucho tiempo, cuando se deambula un día entero por una ciudad desconocida sin mantener con nadie una verdadera conversación, la figura de uno, en vez de confundirse con el fondo que le es extraño, resalta más nítidamente contra él.

Así iba yo por San Sebastián los fines de semana, una solitaria figura militar contra el paisaje plano de las calles y la horizontalidad gris del Cantábrico, como si me moviera delante de una de esas transparencias obvias de las películas antiguas, solo, aislado y resguardado por mi uniforme, tan ajeno a la ciudad y a la gente que tenía a mi alrededor como un buzo o como el piloto de un batiscafo, peregrinando a la luz rosada de los atardeceres sin lluvia o en la opacidad húmeda y dramática de las mañanas de temporal que se oscurecían de pronto como si estuviera a punto de caer la noche.

Comía en algún restaurante barato de la parte vieja, leía el periódico sentado tras los cristales de una cafetería de la Avenida o del Bulevar, viendo con igual indiferencia la lluvia y las cargas de la policía contra los piquetes de abertzales que rompían a pedradas o con bates de béisbol escaparates y cabinas telefónicas, deambulaba entre los anaqueles de una librería en quiebra que estaba liquidando sus existencias a mitad de precio, pero en la que yo no compraba nada, porque los bolsillos grandes e innumerables del tres cuartos me permitían esconder en ellos cualquier libro por voluminoso que fuera.

Deliraba un poco de tanto andar y de estar siempre solo, olía con idéntica resignación y codicia los aromas de los restaurantes y los perfumes de las mujeres, iba al cine, todas las tardes, algunas veces salía de una película para meterme en otra, como una beata a la que no le basta la misa de precepto, no paraba de ver películas y de pensar en ellas, respiraba películas, me aprendía diálogos de memoria, estaba enfermo de cinefilia, de cinefalia, de Hitchcock y de Nicholas Ray, de François Truffaut y Víctor Erice y Jean Luc Godard, salía de los cines con palidez de cinéfilo, que es esa palidez irradiada por la luz lunar de las películas en blanco y negro, de cinéfilo y cinéfalo de uniforme, para mayor oprobio, de ermitaño y fantasma de la ópera y holandés errante de las salas en las que asistía a un estreno prácticamente subterráneo el grupo espectral de los cinéfilos terminales de San Sebastián: yo fui uno de los cuatro o cinco espectadores de la primera proyección de Arrebato, de Iván Zulueta, con mi tres cuartos y mi gorra con la visera de cartón, con un ejemplar de El cine según Hitchcock guardado como un breviario en uno de aquellos bolsillos que eran los sacos sin fondo de mis robos miserables en la librería en quiebra.

Vivía en suspenso, lejos de todo, fortalecido, para aguantar el ejército, de paciencia y cinismo, alimentándome de películas, de libros, de imaginaciones y recuerdos, con una predilección por la irrealidad que yo aún no sabía que iba a ser uno de los rasgos más indudables de la década de los ochenta. No sabía nada, no estaba seguro de nada, ni de mis sentimientos ni de mis propósitos, me abandonaba a las circunstancias como se abandona un soldado en un desfile al ritmo de la marcha y a las voces de mando, y algunas tardes lluviosas de sábado o de domingo, encerrado en la oficina, leyendo a Borges o a John le Carré, o inmóvil frente a la máquina de escribir en la que había introducido una hoja en blanco, conocía una forma impura, huraña y tramposa de dicha que apenas duraba unos minutos, una libertad enclaustrada y secreta que me alejaba sin sufrimiento ni nostalgia de todo aquello a lo que pertenecía.

Bastaban unos timbrazos del capitán, un toque de corneta, el vendaval de un sargento entrando en la oficina para que yo tuviera que esconder el libro y todo aquel simulacro de soberanía y quietud se quebrara. Una noche, el sargento Martelo, que tendía siempre a aparecer en los momentos más improbables, llegó casi a las once para dictarme una orden de arresto a prevención contra un infeliz al que había sorprendido fumando en una garita. Tenía prisa, miraba por encima de mi hombro lo que yo escribía, como si no se fiara de que fuese a copiar exactamente lo que me dictaba, apenas terminaba yo de escribir arrancaba el oficio y las copias de la máquina, examinándolas una por una y un poco de través, igual que miraba a los soldados. Aquella noche, antes de irse, la mueca rígida con la que sonreía se acentuó cuando me dijo que tenía buenas noticias para mí:

– Mañana os mandan otro oficinista que es más rojo que Salcedo y tú juntos. Así que no te digo nada: cuidadito.

XVI.

Me lo he preguntado con mucha frecuencia a lo largo de todos estos años, cada vez que presenciaba o descubría algo que me importaba mucho, cada vez que sentía rabia o entusiasmo por algo o abandonaba una opinión sostenida durante mucho tiempo o veía derrumbarse dentro o fuera de mí alguna de mis verdades más sagradas: qué habría pensado Pepe Rifón, cuál habría su actitud, cómo me habría juzgado, en qué medida y hacia dónde habría ido cambiando él también, cuánto se parecería a quien era a principios de la década, en el cuartel de cazadores de montaña de San Sebastián, cuando lo destinaron como nuevo escribiente a la oficina de la segunda compañía y nos hicimos instantáneamente amigos, y ya no dejamos de discutir acerca de todo y de disfrutar de la amistad hasta algún tiempo después de que nos licenciáramos.

He pensado muchas veces que lo más probable es que hubiéramos dejado de ser amigos: al marcharnos del ejército una parte de las cosas que más nos unían desaparecieron, no sólo la proximidad constante, sino también un cierto número de palabras y hábitos que al exagerar la identificación de quienes los comparten pueden sugerir afinidades engañosas. También yo cambié mucho más rápido de lo que seguramente él habría estado dispuesto a aceptar, no ya en los demás, sino en sí mismo, porque sus convicciones políticas eran mucho más precisas y más arraigadas que las mías, de una solidez inflexible, de un radicalismo que incluso entonces, en aquel tiempo de ideologías más firmes que las de ahora, me sorprendía por su integridad, y al principio hasta me hacía desconfiar y me daba algo de miedo: yo nunca había tratado a nadie que simpatizara abiertamente con ETA.

Su calma nunca alterada en el curso de una diatriba era la de quien descartó hace tiempo la posibilidad de la duda. A nadie aplicaba más estrictamente sus normas morales que a él mismo. Sus juicios políticos eran inapelables, de una fijeza en línea recta: como solía ocurrir, reservaba su desprecio más enérgico no para el enemigo frontal, el fascismo o el capitalismo, sino para las personas y las organizaciones de izquierda cuya tibieza él consideraba un signo de capitulación. La inteligencia y el sarcasmo, y también un instinto muy saludable de arraigo en las cosas reales, en la amistad y en los placeres de la vida, salvaban a Pepe Rifón de convertirse en un fanático, en uno de aquellos dañinos trostkistas y maoístas que a lo largo de los setenta habían exacerbado en la izquierda una tendencia universal al sectarismo y a la excomunión, y que en la década siguiente no tuvieron el menor escrúpulo en constituirse en intelectuales o ideólogos del PSOE, partido en cuyas jerarquías continuaron su vocación excomulgadora, sólo que ahora acusando de rojos más o menos a los mismos a los que llamaban revisionistas diez años atrás.