Pepe no creía que se pudiera transigir, no aceptaba la menor indulgencia con la deslealtad hacia las ideas de uno o hacia sus orígenes de clase. Ahora, cuando pienso en él, me lo imagino siempre solo. Los muertos se quedan solos porque seguir viviendo es irse del pasado, atravesar una por una y sin detenerse nunca las habitaciones sucesivas del tiempo. Vuelve uno la espalda porque ha creído escuchar unos pasos o una voz que lo llamaba y no ve a nadie en las estancias vacías, que sólo están habitadas algunas veces en los sueños. Los pasos que uno oía eran ecos de los suyos, y las voces sonaban en su imaginación o en su recuerdo, que según voy dándome cuenta a medida que escribo vienen a ser lo mismo.
Debe de haber por ahí fotos en las que estemos juntos, fotos cuartelarias en blanco y negro que sin duda parecerán tomadas años antes de su fecha real, porque las fotografías en las que aparece un muerto siempre tienen como un anacronismo añadido, una vocación de antigüedad sepia y mal recordada. No conservo ninguna, y sin embargo tengo muy presente su cara, el pelo castaño oscuro, la barba corta y poblada, que le hacía parecer mayor de lo que era, como a todos nosotros, las gafas de montura sólida, la expresión seria, la sonrisa difícil, la ironía muy afilada, pero formulada siempre en voz baja y con una suavidad en la que influía sin duda el tenue acento gallego.
Pepe Rifón era de la provincia de Lugo, de un pueblo de montaña casi en la linde de Asturias, Fonsagrada, donde yo lo visité una vez, meses después de que nos licenciáramos, en el verano de 1981. No logro acordarme de nuestra despedida: nos diríamos adiós de cualquier modo, con la distracción de la mayor parte de los actos comunes, con la seguridad insensata de volver a vernos que tiene todo el mundo cuando se despide, como si la muerte no existiera o no pudiera afectarnos precisamente a nosotros. Tenía veintitrés años, uno menos que yo, le faltaban unas cuantas asignaturas para licenciarse en Matemáticas y se encontraba en libertad provisional, acusado de un delito de agresión a la Policía o a la Guardia Civil. Había ingresado en el campamento de Vitoria al mismo tiempo que yo, y también lo destinaron a San Sebastián y a la segunda compañía, pero hasta que entró en la oficina yo apenas había reparado en él, entre otras cosas, según empecé a darme cuenta un poco más tarde, porque casi no había reparado en nadie.
Pepe Rifón poseía una capacidad extraordinaria de sigilo o de mimetismo, de no hacerse demasiado visible: se escondía en el número y en la uniformidad de los soldados como entre los árboles de un bosque. Jamás había frecuentado a los universitarios de la compañía, hacia los que manifestaba una hostilidad ecuánime, más o menos idéntica a la que sentía hacia cualquiera que hiciese gala de un simulacro de superioridad intelectuaclass="underline" reírse de las jergas vacuas de los literatos, de su descarado clasismo, de su gravedad impostada y ridícula, era una de las aficiones permanente de mi amigo Pepe, que de vez en cuando me incluía a mí también entre los destinatarios de sus burlas:
– No sé cómo os las arregláis, pero siempre se os abre el periódico por las páginas culturales.
Yo estaba convencido de poseer y practicar siempre una aguda capacidad de observación, pero él me hizo descubrir que en realidad me había pasado meses en el ejército sin enterarme de prácticamente nada de lo que ocurría a mi alrededor. Seis años en la universidad, dedicados a leer libros y a ver películas en cineclubes universitarios y a discutir sobre libros, películas y política con personas que hacían más o menos lo mismo que yo me habían influido mucho más de lo que yo estaba dispuesto a reconocer, segregándome de la vida común, o haciéndome creer que esa vida era la de los universitarios y los aspirantes a intelectuales de izquierda con los que yo trataba.
Es muy posible que sin el sarcasmo permanente de Pepe Rifón yo no hubiera aprendido a desprenderme de la infección de intelectualismo que padecía. Le debo un instinto de irreverencia hacia las sacralidades culturales, una conciencia irónica del influjo tan débil que pueden tener el arte y los libros sobre la realidad, que es del todo soberana y ajena a ellos y tiende a no notar que existen, a despecho de las hipertrofiadas vanidades de los artistas y los literatos. De pronto comprendía con más asombro que remordimiento que en mi reclusión habitual en mí mismo había no sólo timidez y predisposición hacia la soledad, sino también una dosis inadvertida de soberbia, una falta de atención desdeñosa e inepta hacia el mundo real y las personas que me rodeaban. En eso me parecía, y más de lo que yo pensaba, a Salcedo: justo por ese motivo era imposible que entre Salcedo y yo pudiera arraigar una amistad más cálida.
Salcedo tenía una presencia severa y fornida: Pepe Rifón se movía despacio, con la cabeza baja, con agilidad silenciosa, habituado al recelo del activismo clandestino, o a ese sigilo con que tienden a cultivar sus debilidades y sus vicios ciertas personas con demasiada cara de bondad que padecen el sino de despertar la envidia comparativa de las madres de todos sus amigos y viven en el peligro continuo de defraudarlas. Pepe Rifón tenía una cara abrumadora de buena persona, de honrada docilidad, hasta de mansedumbre, cara de no haber roto un plato en su vida, de no sacar nunca los pies del tiesto, pero había hecho amistad con algunos de los chorizos más inquietantes de la compañía, que lo trataban con respeto y hasta con devoción, a pesar de sus gafas, sus estudios y su cara de buena persona, y liaba porros con una pericia que no igualaba ninguno de ellos.
Juiciosamente usaba para fumar una de esas boquillas que retienen parte de la nicotina y del alquitrán. El acto de introducir en la boquilla el filtro de un ducados, o de extraerlo después, era uno de los gestos que lo definían: nunca nos damos cuenta, pero en cada uno de nosotros hay un gesto, uno solo, que nos define tan exactamente como una rúbrica o una huella digital. Contando los cigarrillos que fumaba, deshaciendo un grumo de hachís sobre las hebras de tabaco como si utilizara una balanza de precisión, ahorrándose parte de la nicotina gracias a la boquilla, Pepe daba una impresión de administrar razonablemente sus vicios, y yo no llegué a averiguar hasta qué punto aquella mesura era un rasgo de su carácter o una de las astucias aprendidas en el ejercicio de la clandestinidad, o en el de su destino de buena persona.
A Pepe Rifón, como a mí, lo habían mandado a Cazadores de Montaña para vigilarlo o para castigarlo, pero su izquierdismo les debió de parecer a los militares más eficaz que el mío, de modo que durante los primeros meses en el cuartel no dejó de hacer guardias. Es posible que cuando lo destinaron a la oficina no fuese por un impulso de clemencia, o porque los desarmara el tono apacible de su voz y su aire de mansedumbre, sino para mantenerlo apartado de las armas, según la idea paranoica que los militares de la Segunda Sección tenían entonces de los soldados con antecedentes políticos.
Era verdad lo que me había dicho el sargento Martelo: Pepe Rifón era más rojo que Salcedo y yo juntos. Militaba en el nacionalismo radical gallego, y yo creo que pertenecía al comité central o al comité ejecutivo de un partido muy próximo a Herri Batasuna, más o menos su equivalente en Galicia. El año antes la policía lo había detenido en el curso de una manifestación independentista y no autorizada en Santiago de Compostela. Al ser procesado bajo una acusación grave de agresiones contra la autoridad, perdió la prórroga de estudios y tuvo que incorporarse inmediatamente al ejército.
No era un insensato, ni uno de aquellos extremistas de izquierda que aspiraban a alcanzar cuanto antes la palma revolucionaria del martirio, pero tampoco se sentía intimidado por la segura vigilancia a la que estaría sometido. Yo admiré enseguida su temple, que resaltaba más por comparación con mi extrema pusilanimidad, no sólo la que me acongojaba en el cuartel, sino la que me había impedido sumarme de verdad a la resistencia antifranquista después de aquellos aciagos quince minutos de marzo de 1974 durante los cuales participé activamente en ella. Cuando yo salí de la Dirección General de Seguridad estaba tan asustado y tan escarmentado que me juré a mí mismo no arriesgarme nunca a volver a una celda, así durara el franquismo medio siglo más. Pepe consideraba su detención y su posible condena como accidentes de la lucha política que en vez de disuadirlo de persistir en ella fortalecían su seguridad de haberse entregado a una causa justa. ¿Era democrático un estado que lo enviaba a uno a la cárcel por manifestarse en favor del derecho más elemental de todos, el de la autodeterminación de los pueblos?
Yendo con él, en San Sebastián y en Bilbao, tomé vasos de vino en bares que tenían las paredes decoradas con grandes fotografías de terroristas encarcelados o muertos e ikurriñas con crespones negros o con insignias etarras. Para no extenuarnos en diatribas políticas derivábamos la conversación hacia las películas y los libros, pero en ese reino en apariencia menos vidrioso también surgía muy pronto alguna obstinada discordancia: yo detestaba a Bernardo Bertolucci, que tantos años después aún me sigue encrespando; Pepe encontraba reaccionario y despreciable a Woody Allen, en quien resumía su odio a la cultura norteamericana, a las neurosis de los ricos y a las tonterías del psicoanálisis, así que se había salido de Annie Hall aproximadamente con la misma indignación con la que yo me salí de la megalomanía entre estalinista y viscontiana de Novecento.