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Había mañanas en las que ir a buscar el periódico era una modesta delicia, uno de esos placeres de orden menor, como en prosa, que uno suele buscarse hasta en las circunstancias menos favorables de la vida. Recién terminado el desayuno, el estómago lleno y caliente por el tazón de pochascao y el bollo de pan recién hecho y untado en mantequilla, salíamos calmosamente del comedor, y mientras los demás se apresuraban para recoger las armas y estar debidamente pertrechados antes de la formación de las ocho, después de la cual entrarían de guardia o pasarían horas de aburrimiento haciendo instrucción en el patio, yo me iba tranquilamente por los soportales hacia el vestíbulo noble del cuartel, con mi gorra echada hacia atrás, mi cigarrillo en la boca y mis manos en los bolsillos, si bien en un estado instintivo de alerta que en menos de un segundo me haría ponerme derecha la gorra, tirar el cigarro y adoptar un aire fugaz de marcialidad si un superior se me acercaba.

Con una mezcla de desdén y de lástima distinguía a los conejos recién llegados al cuartel, con sus uniformes de faena demasiado nuevos y limpios y sus caras de extravío y de susto, agrupándose ovinamente entre sí, obedeciendo las órdenes con ademanes de muñecos articulados. Era consciente de que me veían como a un veterano, con mi barba y mi gorra de visera partida y el andar agalbanado que ellos aún tardarían meses en saber imitar, y en secreto, indignamente, me halagaba la superioridad que me reconocían, sobre todo aquellos que sabían mi cargo y que entraban a veces en la oficina con respeto medroso, dirigiéndose a Salcedo, a Rifón y a mí con no menos mansedumbre que si le estuvieran hablando a un oficial, en voz baja, con la gorra en la mano, sin levantar los ojos.

Nadie se resiste a disfrutar de ciertos placeres muy viles, a condición de que sean fáciles de obtener y ofrezcan a la vanidad alguna recompensa. Yo veía formar a las ocho de la mañana a los conejos asustados y su desvalimiento me hacía más confortables y valiosos los privilegios que se me habían concedido. Llamaba a la puerta de aquel almacén inexplicable y diminuto que estaba bajo la escalera, como un cuarto de escobas, y el soldado ermitaño que habitaba tan solitariamente allí me abría, sin molestarse en esconder la revista que estaba repasando, me decía hola, me entregaba el Diario Vasco, me decía hasta luego y antes de que yo me fuera ya se había embebido de nuevo en su lujuria soñadora de felaciones y yuxtaposiciones en cuatricromía, ya algo mustias por el mucho roce de las manos y el constante servicio que se requería de ellas.

Cuanto más temprano hojea uno el periódico más intenso es su olor y más se disfruta de leerlo, como de un pan o de una torta recién comprados al amanecer en una panadería. Yo regresaba a la oficina mirando por encima el periódico, o me detenía en otras dependencias a saludar a algún conocido de mi gremio, escribientes y furrieles que nos hacíamos consultas técnicas y conversábamos sobre nuestras tareas tan especializadas que nadie más podía entender, estableciendo entre nosotros una malla de favores, saberes prácticos, astucias burocráticas y resabio hacia nuestros superiores que debía de parecerse un poco a las relaciones profesionales entre los mayordomos ingleses de entreguerras.

A lo mejor, si tenía tiempo de sobra, me paraba a tomar un café en el Hogar del Soldado, que a pesar de su nombre tan acogedor era un lugar no menos inmundo que un bar de carretera, un cocherón con mesas de fórmica y serrín hediondo en el suelo donde los domingos por la tarde el televisor atronaba con transmisiones futbolísticas y los soldados de servicio o que estaban arrestados a no salir del cuartel atrapaban curdas tremendas de calimocho y de cubata, sin que faltara algunas veces, viniendo de mesas apartadas, un tufo denso de humo de hachís. En el Hogar pegaba la hebra con algún oficinista o albañil o guarnicionero escaqueado, o con alguno de los golfos que estaban destinados como camareros en las salas de oficiales y suboficiales, y que en razón de ese puesto se enteraban de todos los chismes internos de la oficialidad, trapicheaban en alcoholes de garrafa y cigarrillos de contrabando y contaban con detalles las proclamas fascistas o las borracheras de los mandos alcohólicos.

Éramos, ya digo, en aquel mundo de jerarquías inapelables y castas cerradas, como los mayordomos y ayudas de cámara y criados sin graduación de nuestros jefes, y ocupábamos una posición mixta de subordinación hacia ellos y de privilegio con respecto a nuestros iguales que nos permitía enterarnos de lo que otros no veían, pues nos situaba en un lugar de testigos con frecuencia inadvertidos, como esos criados de las películas y de las novelas que sirven el jerez o van ofreciendo una caja de puros sin que el aristócrata que retira la copa de la bandeja y se lleva el cigarro a los labios advierta su presencia eficaz y servil. En el ejército español, a principios de los ochenta, los militares podían permitirse aún el lujo Victoriano de no ver a quienes les servíamos, y nosotros, en correspondencia, observábamos cosas que ellos hubieran querido mantener secretas y sin embargo no se daban cuenta de que nos las mostraban, no por distracción, sino por una incapacidad congénita de reconocer en sus inferiores la misma plenitud de presencia que se reconocían entre sí.

En el Hogar del Soldado, algunas mañanas, antes de las ocho, yo veía a un comandante grande y calvo, con la cara redonda y una barriga poderosa, que tenía fama de benevolencia, y que rompiendo todos los principios jerárquicos se tomaba en la barra reservada a la clase de tropa notorios vasos de coñac, si bien a una hora a la que casi nadie podía verlo, pues el Hogar estaba oficialmente cerrado hasta las diez. Aquel comandante, que se llamaba Díaz Arcocha, ascendió pronto a teniente coronel y fue el primer intendente de la policía autónoma vasca: me acordé de él, de su cara grande, congestionada y bondadosa, del modo en que se apoyaba en la barra desierta del Hogar del Soldado para beber su coñac en vasos de café con leche cuando leí años más tarde que un comando terrorista lo había asesinado a tiros en San Sebastián.

Con mi periódico bajo el brazo, como un funcionario marrullero y gandul, yo iba subiendo las escaleras hacia la compañía mientras casi todos los demás las bajaban a saltos con los cetmes al hombro. Cruzaba el pasillo entre las camaretas, ahora sólo ocupadas por los soldados aún más holgazanes que yo a los que les había tocado limpieza, y abría con cierta brusquedad la puerta de la oficina, donde la laboriosidad matinal ya empezaba a organizarse: Salcedo cumplimentando los libros de entradas y salidas y revisando el contenido de la valija diplomática, Pepe Rifón cortando cartulinas para fichas, o sacando punta a un lápiz, el brigada Peláez repasando las listas de ascensos, condecoraciones y traslados del Diario Oficial, en las que tampoco esta vez aparecía su nombre, aunque ya le iba tocando, nos aseguraba, lo iban a condecorar enseguida, automáticamente, en cuanto cumpliera los veinte años justos de servicio, a no ser que siguieran empeñándose en no reconocerle los primeros que cumplió en calidad de corneta, pasando más hambre que un caracol en un espejo, según propia confesión, llevándose más palos que los mulos más viejos y con más mataduras de los establos militares.

Ladeaba la cabeza, miraba tristemente por la ventana, donde estaba lloviendo, repasaba a toda velocidad los documentos que le mostraba Salcedo, haciendo como que los sometía a un examen implacable, encendía un pitillo, se rascaba la cara, que siempre estaba muy pálida y como sin afeitar del todo, con cañones de barba rojiza dispersos por la débil quijada, y decidía que en todos los trabajos se fuma, y que ya iba siendo hora de tomarse un respiro en aquella trepidación matinal.

– Y luego dice la gente que los militares no trabajamos. ¿Qué te parece, paisano?

– Una calumnia, mi brigada.

Fue el brigada Peláez quien se encargó personalmente de la parte más delicada del entrenamiento de Rifón, la que atañía al suministro nunca ostensible de cafés y copas de coñac a las horas más o menos variables del día en que había menos peligro de que sonaran los timbrazos de llamada del capitán o de que las irrupciones mulares de los sargentos nos importunaran la tertulia. Al brigada, que era un cero a la izquierda en la compañía, y que por lo tanto no sabría nada de los antecedentes del nuevo oficinista, la llegada de Pepe Rifón le pareció una novedad estupenda cuyo mérito no le costó nada atribuirse a sí mismo.

– Te lo dije, paisano, este gallego tenía cara de listo y de buena persona. Con nada que le explique me ve enseguida las ideas.

– Sí, mi brigada.

– ¿Tú sabes lo que les pasa a los gallegos, paisano, por qué están siempre tan tristes?