Se pasó la mano por la cara, se puso en pie, me hizo un gesto rápido para que no me levantase a saludarlo, sacó el cinto con la pistola del cajón y no acertaba a abrochárselo, chasqueó la lengua, como si le hubiera entrado de pronto una sed sin consuelo, y antes de que se fuera yo ya sabía lo que iba a decirme:
– Paisano, en todos los trabajos se fuma. Si hay algo urgente me llamas a la sala de suboficiales. Y vete preparando tú también…
XVIII.
La cocina tenía una trepidación de fábrica y una oscuridad de fragua de Vulcano en la que se fraguaba la montañosa cuantía de los alimentos consumidos a diario en el cuartel. La cocina era un reino de fogones de gas y de marmitas inmensas en las que borboteaban guisos de judías con chorizo y garbanzos con callos y mares de pochascao caliente y espeso como lava. Del camión de la panadería se derramaban a primera hora de la mañana aludes de bollos y en el almacén se erigían cordilleras de sacos de patatas, de judías y lentejas, torreones y muros de latas de pina, de leche condensada y de melocotón en almíbar. En las cámaras frigoríficas había una avenida de cuartos traseros de vacas argentinas colgadas del techo y montañas de cajas de cartón que resultaban contener millares de conejos sacrificados y congelados en la República Popular China veinte años atrás, y convertidos ahora cada noche en una cena perpetua de conejo con tomate, de conejo reseco con sabor a momia china.
En medio del descontrol y el mangoneo de la cocina se presenciaba a veces una celebración tan desaforada de la comida y la bebida como en un cuadro de festines de Brueghel o en un bodegón holandés del siglo XVII, y no era infrecuente que algún novato recién destinado a ella después de las hambres del campamento cayera víctima de una indigestión de chuletones de cerdo con patatas o de un delirio alcohólico provocado por el abuso de las litronas frescas de cerveza que estaban a disposición de cualquiera en las cámaras.
Había un mareo de abundancia y desperdicio, una ciénaga de sobras en las marmitas y en los altos cubos de basura de goma negra coronados de moscas, un aire húmedo y caliente de trópico culinario, una humareda perpetua de grasas que se adhería a todo, como el salitre del mar, y que volvía resbaladizas las baldosas sanitarias del suelo, siempre encharcadas de pochascao o de caldo o de agua sucia y a veces sanguinolenta, mezclada con el serrín y con el barro que traían de la lluvia exterior las botas de los soldados, o con la pringue rojiza de los filetes de hígado que por diversión se tiraban unos a otros o lanzaban contra las paredes tan sólo por asistir al espectáculo de aquella materia movediza y viscosa desprendiéndose poco a poco de los azulejos, cayendo de pronto sobre la cabeza de alguien como una de esas criaturas repulsivas de la ciencia ficción.
Aquel olor de la cocina, que para fortuna mía sólo he vuelto a percibir desde entonces cuando paso junto a la salida del ventilador de un bar inmundo y me atufa una humareda de calamares y boquerones refritos en aceite ya negro, se nos pegaba enseguida al pelo y a la ropa a todos los que trabajábamos allí, de modo que ya no lo notábamos en los cocineros, que al principio nos hacían retroceder en cuanto se nos acercaban. Los soldados destinados a cocineros gozaban de una cierta opulencia física, casi de una grasienta autoridad, no ya porque comieran y bebieran todo lo que les daba la gana, sino porque además recibían como sueldo en metálico la cantidad íntegra que el ejército destinaba a nuestro sostenimiento, que eran cinco mil pesetas, diez veces la asignación mensual que cobrábamos en mano los demás soldados, con excepción de los cabos, que ganaban quinientas setenta y cinco, diferencia notable.
Los cocineros estaban todos blancos y gordos, con la piel como aceitosa, y aunque se ducharan y se pusieran el uniforme de paseo o se cambiaran de civil seguían desprendiendo aquel olor de las cocinas, y ni siquiera los lujos que les permitía su sueldo llegaban a resarcirlos de aquel estigma que sólo ellos no notaban. Fumaban Winston pata negra y bebían whiskies y ginebras de marca, pero si le ofrecían a uno un cigarrillo o una copa, a lo que éstos sabían, en vez de a tabaco rubio americano, a whisky escocés o ginebra inglesa, era a aceite refrito y agua sucia de los fregaderos, al humo y a la mugre de la cocina del cuartel.
Entraba uno de servicio en la cocina y los primeros días todo lo encontraba nauseabundo, no sólo los olores, sino el tacto de las cosas, la película de mugre, la superficie pegadiza que adquiría todo, lo mismo la tela del uniforme que las hojas de papel de calco, hasta las teclas de la máquina de escribir se pegaban en las yemas de los dedos, todo tenía como un brillo vidrioso de transpiración.
Durante un mes entero el brigada Peláez y yo teníamos que quedarnos en aquel reino plutónico, que era otro de los mundos escondidos del cuartel, y que estaba al margen no ya de las normas militares comunes, sino de la propia arquitectura del edificio, en un callejón que no era visible desde el patio central y no tenía nada que ver con las geometrías nobles y la épica del monolito en el que cada viernes por la tarde se depositaba una corona de laurel. La cocina tenía una crudeza y una obscenidad como de funciones orgánicas, una materialidad de cosas cortadas, ensangrentadas, asadas, hervidas, de desperdicios pudriéndose en cubos enormes de basura y humaredas sofocantes de salchichas al vapor o boquerones fritos.
La cocina era el estómago insaciable y el intestino y el almacén y muladar del Regimiento de Cazadores de Montaña Sicilia 67, pero administrativamente, en lo que a mí me tocaba, era un laberinto de números, de formularios, de ficheros, de cuentas que había que llevar al día y al céntimo y sobre las cuales yo lo ignoraba todo, sin que en esa ignorancia pudiera echarme una mano el brigada Peláez, que sabía de todo aquello aún menos que yo, y que cuando los dos nos encontramos el primer día en el despacho pequeño y sucio que iba a ser nuestra oficina durante aquel mes de suplicio y vimos el desorden de papeles y libros de contabilidad dejado por nuestros predecesores se me quedó mirando con cara de tragedia, sin hacer nada, sin sentarse aún, rascándose con las uñas amarillentas el mentón mal afeitado:
– Paisano, de ésta nos hunden. Tú acabarás en el calabozo, y yo en un castillo.
Era un cubil más que una oficina, un cuarto sin ventanas, con el suelo de cemento húmedo que rezumaba esa materia hedionda que estaba en todas partes, en grados mayores o menores de condensación, con un tubo fluorescente en el techo que había adquirido al cabo de años de no ser limpiado nunca una opacidad grasienta. La puerta se abría y entraba del exterior un vaho de marmitas, y con él un cocinero que solicitaba instrucciones urgentes que el brigada no era capaz de dar o un proveedor hercúleo con mandil de lona y botas de marinero que traía el albarán de entrega de una carga de sardinas y exigía que alguien le firmara un recibí, dejando al irse un charco de agua en el suelo y un intolerable olor a lonja de pescado. El brigada Peláez, muy pálido, diminuto y como amedrentado y desmejorado en presencia de aquel fornido pescadero euskaldun de manos rojas y enormes y mejillas rosadas, examinaba muy lentamente la factura, haciendo como que repasaba cada concepto y cada cifra con la punta del lápiz, adoptando una expresión ambigua, entre de reprobación desconfiada y reflexiva conformidad, y por fin pedía un bolígrafo y trazaba aquel garabato suyo de no comprometerse guiñándome un ojo sin que el proveedor lo advirtiera.
– ¿Tú sabes lo que he firmado, paisano?
– Ni idea, mi brigada.
– Pues imagínate yo.
No sabíamos ni entendíamos nada ninguno de los dos, pero aquello no parecía que le importara a nadie, ni había nadie que nos explicara nada. Era, la primera mañana que llegamos allí, el brigada con su autoritarismo escaso de guarda forestal y yo con mi uniforme desastrado, mi barba, mi gorra partida y mi carpeta bajo el brazo, como encontrarse delante de los mandos de una locomotora en marcha, arrastrados por una furia que al parecer a nosotros nos correspondía dominar, resbalando sobre la grasa del suelo -los veteranos patinaban con cierta solvencia sobre ella-, sofocados de humos, aturdidos por los gritos de los cocineros y los borboteos de los guisos. En la cocina, que aun estando dentro del recinto del cuartel parecía un lugar ajeno a sus normas, reinaba un aire golfo de patio de Monipodio, y las bromas que se les hacían allí a los novatos eran las más bárbaras de todas. Entre los soldados con destino de barrenderos y de pinches había uno que sin disputa lograba la hazaña de ser el más sucio de todos nosotros, un conejo que nada más llegar había sentado plaza de bufón, sin duda con la idea de hacerse simpático a los veteranos, y al que todos, empezando por él mismo, llamaban el Monstruo de las Galletas. El Monstruo de las Galletas era uno de esos graciosos que sin transición se convierten en peleles y en víctimas de las bromas que ellos mismos han alentado, ofreciendo un espectáculo en el que uno no sabe distinguir entre la vergüenza ajena y la pura lástima. Era muy feo, con el pelo tieso como las cerdas de un cepillo, la nariz carnosa y aplastada, la boca muy grande, el entrecejo peludo, todo lo cual ya ayudaba a su bufonería y al escarnio al que regularmente era sometido, muchas veces con su colaboración, y otras a pesar de sus gritos de protesta y hasta de sus lágrimas de miedo infantil.