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Al Monstruo de las Galletas un día los cocineros lo enviaron a buscar algo a la cámara frigorífica, y cuando entró en ella la cerraron por fuera, partiéndose de risa mientras se escuchaban muy débilmente los golpes desesperados que daba en la puerta de acero tan impenetrable como la de una cámara blindada. Cuando abrieron, al cabo de unos minutos de mucha guasa, el Monstruo de las Galletas estaba blanco de frío y de terror, hacía un ruido siniestro con los dientes y tenía las cejas nevadas de escarcha.

No se lavaba nunca ni se cambiaba de ropa, e incluso en la densidad de hedores de la cocina llevaba distinguiblemente el suyo propio. Otra vez le dio por maquinar o secundar con entusiasmo la broma de bañarse en una de las marmitas de pochascao antes de que se encendieran los fogones para calentarlo a la hora del desayuno. Chapoteaba, empapado en lo que parecía cieno marrón o rojizo, hacía reverencias ante los aplausos de quienes rodeaban la marmita, y alguno de ellos le arrojaba un chusco pétreo y el Monstruo de las Galletas cerraba los ojos, tomaba aire, se tapaba la nariz y se sumergía como en una piscina, y cuando volvía a emerger y abría los ojos y la boca el velo líquido de pochascao se le escurría sobre la cara y la pechera ya empapada del uniforme mostrando otra vez su cara rugiente de bruto:

– ¡Soy el Monstruo de las Galletas!

Pero se acercaba la hora de servir el desayuno, y los cabos de cocina urgían a los cocineros para que la broma terminara y pudieran encenderse los fogones bajo las marmitas, así que alguien tuvo la idea de encenderlos sin que el Monstruo de las Galletas hubiera salido de la suya. El pochascao empezaba a calentarse, los pinches de cocina acercaban a los grifos las ollas de aluminio en que lo transportarían hasta el comedor, y desde el patio llegaba por segunda vez el toque de fajina, anunciando que las compañías ya estaba formadas para el desayuno. El Monstruo de las Galletas, que no había notado nada, seguía dándose volatines y chapuzones, lanzando grititos como de no atreverse a nadar en un agua muy fría, y las carcajadas arreciaban en torno suyo, animándolo a exagerar sus bufonadas, sin que se diera cuenta de que los demás ya no se reían de lo mismo que él. Lo comprendió muy poco después, cuando el calor ya fue evidente, miró alarmado a su alrededor, limpiándose los churretones de la cara, intentó salir sin conseguirlo, porque se escurría en el metal liso de la marmita y se quemaba las manos, gritó y berreó y sólo cuando alguien dio la alarma de que se acercaba el brigada Peláez consideraron los veteranos que ya podía darse por agotada aquella broma.

Los primeros días la cara del brigada iba ganando una tonalidad congestiva de desastre inmediato: nada salía bien, el pochascao se quemaba y no había quien pudiera bebérselo, las lentejas estaban duras y tenían piedras, la paella valenciana del primer domingo fue una masa impenetrable en la que las cáscaras de los mejillones aparecían incrustadas como restos fósiles en un plegamiento geológico. A la una de la tarde, la hora de llevarle la prueba al coronel, el brigada temblaba, no tenía más remedio que tomarse una copita de coñac, para aplacar los nervios, y a continuación masticaba unos granos de café, no fuese el coronel a sospechar de su aliento. Se ajustaba el cinturón, buscaba la pistola por los cajones o entre las carpetas del armario, hasta se peinaba las cejas con saliva, llamaba al jefe de cocina para que trajera la bandeja, una taza pequeña de caldo, un cuenco con no más de tres cucharadas del potaje del día, un muslo bien escogido y bien dorado de pollo, lo que correspondiera en el menú.

Lo revisaba todo, lo probaba él mismo, aunque sin gana, le daba náuseas la comida, a él, que apenas comía nada en circunstancias normales, como un pajarito, me contaba que le decía su mujer, encendía un cigarrillo, lo apagaba enseguida, no fuera a caer ceniza en algún plato, y cuando ya estaba todo dispuesto llamaba al soldado que haría de camarero o portador de la bandeja, y que no podía ser cualquiera, no al menos un guarro evidente, porque hacía falta que vistiera con cierta propiedad la chaquetilla blanca y los guantes blancos con que se presentaría delante del coronel. Y así salían, como portadores del viático, en una procesión mínima y solemne, atravesando la suciedad y el desorden de las cocinas y luego los callejones posteriores del cuartel, el brigada Peláez delante y el soldado con la bandeja unos pasos tras él, cruzando luego bajo los soportales del patio central, los dos con la cabeza alta, sin mirar a los lados, caminando con un ritmo regular, el brigada más miedoso e inseguro de sí a cada paso que lo acercaba a las habitaciones del coronel y el soldado camarero aflojando por cansancio o desgana la solemnidad con que sostenía la bandeja, incongruente en la mezcla de su indumentaria, chaquetilla y guantes blancos y pantalón y botas de faena. Cuando empuñaba el pomo de bronce dorado de la puerta del coronel al brigada Peláez le sudaban de miedo las palmas de las manos.

– A la orden de usía, mi coronel. ¿Da usía su permiso?

Todo llegaba frío, desde luego, por culpa de la distancia entre la cocina y el despacho del coronel, y además porque éste a veces tardaba un rato en recibir al brigada Peláez y al soldado camarero, y los dos se quedaban de pie en la antesala, callados y aburridos como en la antesala de un consultorio médico, el brigada vigilando al soldado para evitar que en un descuido se, zampara parte de la prueba. Después de tanta congoja resultaba que el coronel no tocaba la comida, o picaba distraídamente algo con el tenedor, y despedía enseguida al brigada con un gesto de impaciencia, como a un sirviente de no mucho rango:

– Gracias, Peláez, muy rico todo, que les aproveche a los soldaditos.

Mientras tanto, encerrado en el cubil que tanto me hacía añorar el confort de la oficina de la compañía, yo me dedicaba a un ejercicio diario de contabilidad fantástica, a una novela de kilos y litros y millones de pesetas y céntimos y comensales y dosis de calorías, proteínas e hidratos de carbono que era, en su totalidad y en cada uno de sus detalles, rigurosamente falsa, de una falsedad, en lo que a mí concernía, del todo desinteresada. Corría la voz de que un capitán y un brigada que no fueran especialmente avispados podían comprarse cada uno un coche al terminar un buen mes de cocina, pero sí eso era así yo no me enteré de nada, y si el brigada Peláez hubiera contado con esas expectativas económicas no es probable que hubiera recibido el encargo con aquella cara de tragedia.

Ningún dato de la realidad interfería mi trabajo. Por las noches, después de la lista de retreta, los cabos de cuartel de cada compañía me llevaban a la oficina un estadillo con el número de soldados que al día siguiente asistirían a cada una de las tres comidas, y sumándolos todos yo debía calcular las raciones que se prepararían y el dinero disponible, a razón de ciento veintiocho pesetas por soldado, que era la cantidad diaria que a cada uno se nos asignaba para nuestra manutención.

Pero aquel dato ya era falso, en primer lugar porque no había modo de saber exactamente cuántos soldados se presentarían de verdad en el comedor, y en segundo lugar porque en el número reflejado en aquellos estadillos se incluían no sólo los soldados presentes en el cuartel, sino aquellos otros a los que los oficinistas llamábamos C.P., o como presentes, y que si se mira bien rozaban la categoría de lo fantasmal, porque no estaban presentes ni ausentes, que son las dos únicas posibilidades de estar que hay en el mundo, o al menos en el mundo civil.

La categoría del C.P. era uno de los misterios más comunes y significativos del ejército español, y desde luego el concepto más difícil de comprender y de manejar que se encontraba un escribiente novato. A los oficinistas veteranos se les distinguía sobre todo por la soltura con que hablaban de sus C.P. En algunas compañías el número de cepés casi igualaba al de soldados presentes, dando lugar a una fantasmagoría administrativa de la que sin embargo nadie se extrañaba. Si estar presente es encontrarse en un lugar y ocupar por lo tanto un cierto volumen de espacio y estar ausente es no estar, los como presentes no estaban, pero constaba que estaban, obedeciendo al principio de que si las cosas han de ser obligatoriamente de una cierta manera no pueden ser de otra, aunque en realidad lo sean.