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Según el reglamento militar de entonces, en el ejército no había más días de permiso que los oficiales, que eran quince, así que por definición cualquier otro permiso, al ser legalmente imposible, no existía. Esta primera negación de la realidad, aunque insostenible, era mantenida a rajatabla, con el resultado de que en ninguna parte había constancia cierta del número de soldados que estaban en el cuartel. Sólo a los que disfrutaban de permiso oficial o estaban claramente enfermos o en prisiones militares se les reconocía la ausencia: los que no estaban, pero hubieran debido estar, eran los como presentes, y su estado intermedio entre la presencia y la ausencia daba origen a frecuentes confusiones administrativas, pero tenía una ventaja económica gracias a la cual se cubría en parte otra de las discordancias entre las normas militares y la realidad.

Según aquéllas, la cantidad de dinero necesaria para la manutención de un soldado ascendía, con puntillosa exactitud, a ciento veintiocho pesetas. En la realidad, y en 1980, y aun ciñéndose a una austeridad alimentaria de ermitaños, ese cálculo era ampliamente absurdo. El único remedio para que el hambre no se adueñara de la clase de tropa sin modificar las normas intocables era simular que había en el regimiento más soldados de los que de verdad había. Los como presentes, los cepés, compartían con otros seres intangibles el hábito de no alimentarse, pero las ciento veintiocho pesetas de su manutención ingresaban en la caja de las compañías y en la tesorería general del cuartel, aliviando la penuria de los que para nuestro infortunio sí estábamos presentes, y supongo que también nutriendo un flujo de dinero sin control ni consistencia oficial, al menos en lo que a mí concernía, en los documentos que el brigada Peláez y yo manejábamos.

Me pasaba las horas haciendo números que siempre eran números falsos. Multiplicando la cantidad falsa de soldados que iban a comer al día siguiente por la falsa asignación de ciento veintiocho pesetas obtenía una suma de dinero ampliamente ficticia, pero que determinaba sin misericordia todos mis cálculos posteriores, pues esa suma era la que oficialmente se gastaba aquel día, sin que pudiera sobrar ni faltar una peseta: que las cuentas tenían que cuadrar siempre, aunque fuera a martillazos, era otro de nuestros aprendizajes como oficinistas militares.

En mi cubículo mezquino yo me enfrentaba cada día a la cantidad falsa de dinero que se iba a gastar, y la comparaba con el menú previsto. Mi siguiente tarea era desglosar los ingredientes de cada comida, consignar las cantidades necesarias y los precios por kilos o por litros, de todo lo cual carecía de nociones precisas, que en cualquier caso no me habrían servido de nada, pues ni con la mejor voluntad había forma humana de que las cantidades y los precios coincidieran al céntimo con el presupuesto. Los primeros días fueron aterradores: iba como alma en pena haciendo preguntas que nadie me contestaba, cuántos kilos de garbanzos y de callos se habían gastado en un primer plato de garbanzos con callos, cuántas patatas, cuánto aceite, cuántos ingredientes más, cuál era el precio de cada cosa. Tenía que averiguar también lo que se llamaba muy técnicamente el «valor calórico-energético de la papeleta de rancho», pues tan rígida como la asignación diaria de ciento veintiocho pesetas era la dosis de proteínas, calorías e hidratos de carbono que las ordenanzas militares preveían para nuestra adecuada nutrición.

Los cocineros veteranos me miraban con lástima. Salcedo estaba de permiso, y Pepe Rifón poco podía auxiliarme. En cuanto al brigada Peláez, aquella selva de números lo aterraba más que a mí: cada día era preciso elevar al coronel un informe económico y culinario exhaustivo, firmado por el brigada y por el capitán, y ese informe era enviado a continuación al gobierno militar, donde se reunía con los demás informes de las guarniciones de la provincia antes de que lo enviaran a la Capitanía General de Burgos.

– Lo miran todo, paisano, repasan todas las cuentas con unos cerebros electrónicos que tienen, y al que le falte un dato o se equivoque en algo se le cae el pelo.

Con mis hojas y mis cuadrantes de menús, mis estadillos falsos de soldados, mi tabla de contenidos energéticos y una calculadora de manubrio yo libraba quijotescamente una batalla fracasada contra columnas de números que amenazaban con derrumbarse sobre mí como las pilas de latas de conservas y sacos de judías del almacén. Había que cuadrarlo todo, cada día, y a mí no me cuadraba nada, y como en mi calidad de escribiente de cocina estaba dispensado de asistir a la formación de retreta me quedaba combatiendo con los números y los formularios hasta la una o las dos de la madrugada, como un contable enloquecido e insomne. Al capitán era inútil consultarle nada; en cuanto al brigada, su anonadamiento y su pavor aún me ponían más nervioso:

– Esmérate, paisano, rellénalo todo bien, que me mandan a un castillo.

Cuando más desesperado estaba un colega oficinista vino a salvarme, aquel maoísta del que Pepe Rifón se pasó toda la mili sospechando que era un confidente. Nos encontramos en la barra del Hogar, en un rato de escaqueo, y cuando él quiso derivar la conversación hacia asuntos políticos, como era su costumbre, yo le hice aún menos caso que otras veces, no ya por precaución, sino porque estaba obsesionado con los números de la cocina y casi deliraba con alucinaciones aritméticas. Mi colega maoísta se echó a reír cuando le conté la desesperación en que me encontraba y me dio un remedio instantáneo para ella, basado en su propia experiencia, porque unos meses antes a él mismo le había tocado el turno de escribiente de cocina:

– Invéntatelo todo -me dijo con perfecta seriedad-. Es la única manera de que cuadren las cuentas.

– ¿Al céntimo?

– Al céntimo. Invéntate las cantidades y los precios. Mucha azúcar y mucho aceite, por ejemplo. Si hay natillas, cien kilos de azúcar, a cien pesetas el kilo, ya tienes justificadas diez mil pesetas. Aceite hace falta todos los días. También lo pones a cien pesetas el litro, para que cuadre más fácil, o a doscientas, según.

– ¿Pero cuánto vale un litro de aceite?

– Ah, yo eso no lo sé, ni falta que me hizo cuando estaba en cocina.

– ¿Y cómo voy a saber yo los ingredientes de cada comida?

– También te los inventas, así en general. Por ejemplo, que hay judías con chorizo. Doscientos kilos de judías, o trescientos, según la cantidad que haya presupuestada ese día. Cien kilos de chorizo. Y ya está, sin meterte en dibujos. La misma palabra lo dice: judías con chorizo. Pues judías y chorizo y punto. Ah, y un apartado de «condimentos y especias», para cuadrarlo todo hasta la última peseta. Que te sobra una de esas cantidades molestas, sesenta y siete, o diecinueve con cincuenta, pues pones al final, «condimentos y especias, 67 pesetas», y ya tienes hechos tus números y puedes irte a beber cubatas.

– Pero es muy fácil que me pillen. Nadie se va a creer esas cantidades. Y el valor calórico-energético…

– Y una leche. Tú cuádrales las cuentas y les dará igual todo.

De modo que le hice caso y me puse a inventar, al principio con miedo, con prudencia, todavía con cierta torpeza de aprendiz en mis invenciones, con tentativas de aproximación a la verosimilitud, ya que no a la realidad, y lo que antes me costaba diez horas y terminaba en fracaso ahora lo concluía frívolamente en hora y media, disimulando ante el brigada, eso sí, para no alarmarlo, entregándole con miedo cada informe diario, cada una de las sumas de disparates colosales perfectamente mecanografiados en impresos con muchos apartados y casillas, con cuatro o cinco copias en papel carbón. El brigada lo miraba por encima y hacía un gesto de aprobación, lo guardaba en su carpeta y se lo llevaba a la firma al capitán, y yo temía que éste montara en cólera y lo rasgara en pedazos al leer, por ejemplo, que el día anterior se habían consumido mil quinientos litros de aceite y otros tantos kilos de boquerones, así como doscientos de harina y dos mil docenas de huevos, por ser boquerones rebozados, pero el capitán tampoco se fijaba demasiado, le aburrían los papeles, así que firmaba el informe y lo hacía remitir con un oficio al coronel, quien a su vez lo enviaba al gobierno militar con otro nuevo oficio, y de allí iba mi hoja de barbaridades a la capitanía general de Burgos, empaquetada entre otras hojas de otros cuarteles, imaginaba yo, en convoyes de legajos y libros militares de contabilidad, para ser sometida al escrutinio de aquellos cerebros electrónicos que tanto miedo le daban al brigada Peláez, y en cuya memoria de rudos ordenadores de ciencia ficción anticuada la suma de todos los embustes y disparates y chapuzas de todos los escribientes de cocina de la sexta región militar alcanzaría magnitudes pavorosas.