Igual que había en el ejército una intoxicación de las palabras, un mundo inexistente que sólo se sostenía en pie en virtud de una inercia alimentada por artificios verbales, por una retórica del heroísmo y de la patria sin el menor vínculo con ningún hecho real, también existía una intoxicación y una irrealidad de los números, una aritmética tan perfecta como el despliegue en marcha de una formación y más o menos igual de inoperante. Si en las maniobras se simulaba la guerra y en los desfiles la marcialidad, en mi cubil de la cocina yo simulaba exactitudes contables, no porque alguien me hubiera hecho cómplice de una malversación, sino porque las premisas administrativas del ejército eran tan rígidas y tan arbitrarias que sólo mintiendo resultaba posible cumplirlas, y porque parecía que la utilidad de los números, como la de las palabras, no era explicar el mundo, sino confirmar las previsiones de la superioridad, imagino que al modo de los informes soviéticos sobre el cumplimiento de los planes quinquenales. Si entraba en la oficina y me veía muy absorto con la calculadora y los papeles, el brigada Peláez se complacía en ilustrarme con nociones sencillas y prácticas sobre mi trabajo:
– No te líes, paisano, imagínate que todo es cien. Cien hombres, por ejemplo, cien sanjacobos. Pues un hombre, un sanjacobo. O un plato de lentejas, o un bollo de pan, según… ¿Me ves la idea?
– Sí, mi brigada.
– Pues aplícate y hazme bien todos los números y en cuanto salgamos de cocina convenzo al capitán para que te mande de permiso. Ya sabes tú que a mí no se atreve a negarme nada…
Acabé encontrándole un placer ensimismado y abstracto a aquella tarea, parecido al de quien se aficiona a hacer solitarios, y como estaba provisionalmente relevado de las formaciones y me pasaba solo la mayor parte del día, amurallado tras mi máquina de escribir, mis formularios, mis libros de contabilidad y mis hojas de calco, vivía al margen del tiempo y de los horarios del cuartel, de los que sólo me llegaba una lejana noticia por los toques de corneta. Copiaba listas y expedientes, inventaba cantidades y las multiplicaba por otras cantidades fantásticas, ordenaba en el carro de la máquina los impresos y las hojas de calco de modo que al mecanografiar las copias cada cifra coincidiera exactamente en el casillero que le correspondía.
Ya de noche, cuando salía al patio trasero a donde daba la cocina, me sorprendía la quietud como aterciopelada del aire, el azul oscuro del cielo, liso y despejado por primera vez después de semanas de lluvia. Sobre el olor a humedad y a niebla del río ahora empezaba a atisbarse un perfume próximo de noche de verano. En el radiocassette de uno de los cocineros, mi colega Juan Rojo, sonaban a todo volumen las rumbas carcelarias de Los Chichos. Llegaban de la calle Pepe Rifón, Agustín, Chipirón y el Turuta, liaban un canuto y nos lo íbamos pasando sin mucho disimulo sentados en los peldaños del patio, aliviándonos luego el hambre y la sequedad de boca que nos dejaba el hachís con pepitos de ternera y pimientos asados que proveía Juan Rojo y litronas frías de cerveza. Estaba empezando junio y habíamos llegado al cuartel hacía tanto tiempo que se nos debilitaba la memoria, en la medianoche de un remoto noviembre. Pero el porvenir, aunque ya no faltaba mucho para que ascendiéramos a bisabuelos, nos parecía igual de lejano, como viajeros en alta mar hipnotizados por un horizonte invariable. El hachís, la cerveza y la lenta digestión del hartazgo nos sumían en una nostalgia modorra, en una resignación apoltronada a aquel cautiverio que ya había adquirido la forma cotidiana de nuestra vida de siempre. Imaginando el día en que por fin nos entregaran la cartilla militar Agustín Robabolsos, con los ojos brillantes y la voz muy lenta, hablaba de ella con la misma efusión de posesivos y diminutivos canarios que si se acordara de una novia:
– Ay blanca, blanquita mía, qué besos te voy a dar cuando te tenga conmigo, blanquita.
XIX.
Empezaríamos a descubrir muy pronto una variedad nueva de impaciencia, una forma más intolerable y aguda de exasperación, la del principio de los últimos meses, la del final próximo y sin embargo inaccesible, como un asidero que los dedos extendidos casi rozan y no pueden alcanzar. En muy poco tiempo se licenciaría el reemplazo anterior al nuestro, y Salcedo, que pertenecía a él, abandonaba parcialmente su circunspección para mirarnos con cierta sorna a Pepe Rifón y a mí y repetirnos las bromas de los veteranos, usando la tercera persona, según el privilegio hereditario de los bisabuelos:
– Conejos -nos decía, con toda seriedad-: El bisa que suscribe tiene el honor de comunicaros que aquí os vais a quedar, en el Regimiento de Cazadores de Montaña Sifilia 67, a hacerle compañía al monolito, al Urumea, al Chusqui y al brigada Peláez, a quien Dios guarde muchos años. A mí me jodería…
Al principio de todo, en el campamento y luego en el cuartel, el bloque formidable de tiempo que veíamos ante nosotros nos había inducido a consagrar instintivamente a la conformidad todas nuestras energías espirituales. Para no claudicar a la desolación absoluta, para sobrevivir sin más, habíamos segregado dosis excepcionales de fatalismo y resistencia, como esas sustancias químicas anestesiadoras que segrega el cuerpo de quien ha sufrido un accidente.
Contábamos días y semanas, borrábamos con saña el recuadro entero de un mes en los almanaques que todos guardábamos o en la lista de meses que todos habíamos escrito en el interior de la gorra, pero en el fondo nuestro instinto nos hacía vivir como si aquello tuviera que durar siempre, pues aquel era el único modo de lograr una cierta adaptación.
No se puede vivir desesperado un minuto tras otro, no es posible mantener sin destruirse uno mismo una rebeldía frontal contra una maquinaria invencible en la que uno además cumple enseguida y sin darse cuenta una tarea de rueda mínima en el engranaje. Algunos desertaban, o enloquecían, o se les escapaba un tiro en la garita de guardia y los mandaban al calabozo, o tenían la desgracia de caerle mal a un oficial sádico que les amargaba la vida, o pagaban con un consejo de guerra y un año atroz de prisiones militares un minuto en el que ya no pudieron contener la rabia.
Los demás aguantábamos, buscábamos un acomodo, aprendíamos a soportar el tiempo, el tiempo muerto de la mili, las horas en las que nada ocurría, las cuatro horas del turno de guardia de un centinela, las cuatro horas de descanso entre guardia y guardia, las dos horas nocturnas de la imaginaria, el día entero que pasaban los cuarteleros en la puerta de la compañía, como ujieres antiguos, sin otra obligación que la de esperar a que llegara un superior y dar entonces el grito de atentos, en caso de que no hubiera otro militar de más rango en el interior.
– ¡Compañía, el capitán! -gritaba el cuartelero cuando lo veía acercarse, y entonces el cabo de cuartel o el sargento que hubiera de servicio ordenaban firmes, y todo el que hubiera allí adentro tenía que quedarse inmóvil, congelado, en suspenso. El capitán avanzaba por el pasillo, entre las camaretas de literas, el cabo de cuartel o el sargento se le acercaban desde el fondo, se detenían con un taconazo a unos pasos de distancia, se cuadraban, daban la novedad, que era decir que no había novedad, y entonces el capitán le decía que nos mandara descanso, y otra vez recobrábamos el movimiento, como si durante unos segundos la presencia del capitán nos hubiera hipnotizado y paralizado y sólo con su beneplácito hubiéramos podido regresar a la vida animada.
Pero muy pronto ya no seríamos capaces de aguantar, tal vez porque a lo largo de los meses se había ido agotando el efecto del anestésico moral que todos segregábamos por instinto o que nos era inoculado, y porque desde hacía mucho ya no nos quedaba que aprender, ninguna de las leyes inusitadas y bizarras de comportamiento o de lenguaje que tan extrañas nos parecieron al llegar, ningún pormenor de los rituales del ejército, tantas veces repetidos por cada uno de nosotros que ya se nos gastaba el automatismo, como se nos gastaban las gorras y las botas demasiado usadas.
De nuevo la duración de una hora podía ser asfixiante, otra vez nos herían como bofetadas las chulerías y las sinrazones a las que ya creíamos estar acostumbrados. Nuestras astucias de supervivencia y escaqueo se nos revelaban pueriles, y volvía el miedo que nos pareció olvidado: para no olvidar dónde estaba uno bastaba asomarse al patio a las seis de la tarde. Entonces salían durante media hora los arrestados a calabozo, que se llamaba carcelariamente el maco, sucios y barbudos, con las guerreras de faena sin cinturón y los faldones de las camisas por fuera, pálidos, sin gorra, guiñando los ojos por el sol, arrastrando sobre la grava las botas sin cordones, rodeados por un círculo de soldados de guardia, cada uno con un cargador completo en el cetme y el dedo índice en el gatillo, como si en vez de arrestados a calabozo tuvieran bajo custodia a turbulentos asesinos.