De nuevo, después de tantos meses de embotamiento y costumbre, me parecía estar presenciando por primera vez el espectáculo intolerable de la humillación y el abuso, pero ya me faltaban fuerzas para resignarme, y la rabia volvía a doler como una herida abierta, despertando en mí reacciones de un odio morboso que seguramente no era mucho menos envilecedor que el sadismo de algunos militares. Para Pepe Rifón ese odio poseía una legitimidad ideológica: que un individuo de uniforme, perteneciera a la policía o al ejército, fuese, como él decía, ejecutado, era un hecho político, un acto de una justicia tan indiscutible como la ejecución de un oficial de la Gestapo en la Francia ocupada. ¿No era Euskadi, como Galicia, un país ocupado por un ejército extranjero…?
Me señalaba, desde la ventana de nuestra oficina, las furgonetas de la Policía Nacional estacionadas a un costado del patio del cuartel, las furgonetas marrones con las ventanas y los faros protegidos por rejillas metálicas que de pronto se ponían en marcha con un rugido de motores y sirenas, mientras corrían hacia ellas, armados con cetmes y escudos, policías de los grupos especiales antidisturbios, que por algún motivo estuvieron acuartelados en las dependencias del ejército aquel verano, tal vez porque habían llegado como refuerzos de la dotación habitual y no tenían sitio en los cuarteles de la policía. Ostentaban en general un aire de chulería como de gitanos o andaluces de zarzuela, en parte porque casi todos ellos eran andaluces y extremeños, con duras facciones cobrizas de campesinos y ademanes de legionarios, neuróticos por la tensión de los largos encierros y de las órdenes súbitas de entrar en acción, con tatuajes en los brazos, obsesionados, como todos nosotros, por la idea de marcharse cuanto antes de allí, por el peligro cierto de sucumbir a un atentado.
Veíamos a las furgonetas y a los jeeps salir a toda velocidad y atravesar en formación de convoy el puente sobre el Urumea, las alarmas azules destellando aunque fuera pleno día, el cañón de un cetme asomando por la ventanilla trasera, y ya sabíamos que en el Bulevar o en la Avenida estarían saltando a trizas escaparates de cafeterías y tiendas que no hubieran secundado con la debida rapidez alguna orden de huelga general y que arderían en los puentes pilas de neumáticos y autobuses enteros mientras cuadrillas de jóvenes con chubasqueros de plástico, zapatillas deportivas y pañuelos palestinos embozándoles las caras gritaban consignas de apoyo a ETA o quemaban banderas españolas o colgaban de los cables ikurriñas con fotografías de etarras muertos y crespones negros.
Fue un verano de humo de neumáticos quemados y de botes de gas lacrimógeno, de manifestantes y policías irrumpiendo en una doble estampida entre los bañistas que tomaban el sol en la playa de la Concha, provocando una confusión de gritos, sombrillas derribadas, remolinos de arena, golpes a ciegas de porras de goma, huidas de pánico hacia el mar. En los barrios de San Sebastián y en los pueblos más radicales del interior de la provincia surgía, para entusiasmo de Pepe Rifón, una mezcla incendiaria de amotinamientos y fiestas patronales, y la barbarie vernácula, beoda y masculina que suele desatarse en tales ocasiones se manifestaba igual en asaltos al balcón del ayuntamiento para arrancar del mástil la bandera española que en encierros de vaquillas.
Era un ritual automático, un juego sanguinario y tedioso de banderas erigidas y banderas arrancadas que se repetía en todas las fiestas de verano tan puntualmente como una antigua tradición cerril, lo mismo en la fachada del ayuntamiento de Bilbao que en la de una aldea del interior de Guipúzcoa, la bandera española junto a la ikurriña, la Guardia Civil o la Policía Nacional protegiendo el edificio, las tribus de vándalos con las caras tapadas tirando piedras o escalando la fachada para arrancar la bandera española, y entonces, como estaba previsto, los guardias cargaban contra la multitud, lo mismo contra los amotinados que contra cualquiera que pasara por allí, y la batalla campal duraba hasta después de medianoche, con calles vacías y asoladas por botes de humo, lunas de escaparates y cabinas telefónicas destrozadas y cubos de basura y coches ardiendo con un siniestro resplandor de catástrofe.
En los estrados donde actuaban las orquestas de baile aparecía de pronto un grupo de encapuchados que levantaban los puños y ondeaban la ikurriña con el hacha y la serpiente enroscada de ETA y que después de los gritos de rigor animaba al público ya enfebrecido a cantar el Eusko Gudariak. Otras veces un certamen de bertsolaris o un baile eran interrumpidos por otros individuos también encapuchados o con las caras tapadas por medias, que disparaban pistolas al aire o derribaban a tiros las botellas de una caseta abertzale, se abrían paso entre el público golpeando furiosamente y al azar con porras de goma iguales que las de la policía, incendiaban una ikurriña y se marchaban luego en coches sin matrícula dando vivas a España: eran los miembros del Batallón Vasco-Español, una organización fascista a la que el sargento Valdés se jactaba públicamente de pertenecer, sobre todo cuando llegaba a la compañía después de haberse tomado varios cubatas en la sala de suboficiales:
– Hay que hacer algo, cono, hay que enseñarle a esa gente a respetar la bandera de España.
Yo tenía la impresión de que entre unos y otros nos iban a arrastrar a todos a un desastre de banderazos y de trágalas, de banderazos de ikurriña y banderazos de bandera roja y gualda, de abertzalismo y españolismo, de oír vivas roncos al ejército español y goras a Eta militarra proferidos por amables matrimonios de San Sebastián que caminaban en las manifestaciones, detrás del pelotón de los bárbaros, tan untuosamente como si salieran de misa. En medio de nuestras discusiones le recordaba a Pepe Rifón aquel dictamen de Flaubert contra las banderas, sucias todas de mierda y sangre, y él se revolvía enseguida con su cólera tranquila, me acusaba de no entender nada, de haberme contagiado de nihilismo y de elitismo burgués: no eran iguales las banderas de los explotadores que las de los explotados, no se podía comparar la violencia defensiva de ETA con la permanente agresión del Estado, las brutalidades de la policía, las torturas en los cuartelillos de la Guardia Civil, las provocaciones perfectamente calculadas del Batallón Vasco-Español…
Advertíamos algunas noches, después del toque de silencio, cuando la compañía llevaba largo rato a oscuras y sólo se escuchaban en ella los ronquidos usuales y los pasos lentos del imaginaria, que entraba alguien, el Chusqui, y pasaba entre las camaretas llamando en voz baja a algunos soldados, los protegidos del sargento Martelo, el bocazas Lacruz y el sinuoso Ceruelo, y éstos se levantaban y se vestían rápidamente y en silencio, pero no con el uniforme de faena, sino con ropas civiles. Salían del cuartel por alguna de las puertas traseras, nos contaban nuestros amigos que estaban de guardia, y en la calle ya los esperaban uno o dos coches civiles con los faros apagados.
Una mañana, de vuelta a la oficina después de recoger el Diario Vasco, Pepe Rifón me señaló una noticia que venía en primera página: la noche antes, en las fiestas de un pueblo, la gente se había enfrentado a unos provocadores del Batallón Vasco-Español, poniéndolos en fuga a todos, salvo a uno que resultó más belicoso o temerario, y que acabó arrojado al río después de que lo obligaran a soltar la pistola que esgrimía dándole un mordisco en el brazo. Aquel día el sargento Martelo no se presentó en el cuarteclass="underline" llamó por teléfono para ordenarnos que le hiciéramos un parte de baja. A la mañana siguiente llegó aún más cabizbajo y hosco de lo habitual, con unas gafas oscuras, más opacas que las Rayban que usaban todos siempre, y estuvo mucho rato encerrado en la oficina del capitán. Con la valija diplomática bajo el brazo Pepe Rifón estuvo rondando un rato por las inmediaciones, como si aguardara con cierta urgencia al capitán para pasarle un papel a la firma.
– Ahora te fijas en la pistolera de Martelo cuando salga -me dijo conspirativamente-. Está vacía.
Martelo salió del despacho del capitán con la cara del color de la cera, moviéndose por nuestra oficina con una inquietante agitación de escualo, apretando los dientes y respirando por la nariz con un ruido exagerado que le daba de pronto un aire de puerilidad, un descrédito de adolescente mal criado y rabioso: tras los cristales de las gafas se entreveía un ojo hinchado y negro, y en su antebrazo izquierdo tanto Pepe Rifón como yo distinguimos con nitidez, espiándolo mientras fingíamos trabajar con diligencia y mansedumbre, las señales moradas de un mordisco.
En Martelo había algo más peligroso que su fanatismo ideológico militar: un rencor absoluto. El capitán era hijo y nieto de generales con largos apellidos compuestos, y cultivaba en sus modales y en el cuidado de su uniforme una mezcla de energía y dandismo, de autoridad sin gritos e indolencia benévola. Algunas veces, cuando yo entraba en su oficina, lo encontraba leyendo, y no el Diario Oficial, sino un libro, lo cual ya era inusitado, y le gustaba preguntarme algún dato menor de historia o de literatura, sin duda para hacerme saber que tenía presente mi condición de licenciado universitario, y que él de algún modo la compartía. No niego que esas preguntas me envanecían tontamente un rato, produciéndome la emoción abyecta de merecer la confianza de un superior.