El capitán tenía veinticinco años, estudiaba inglés y seguramente se complacía imaginando que era un militar europeo, un oficial británico con botas de montar, pantalón abolsado y cinta roja sobre la visera de la gorra; el teniente Postigo o Castigo era un temible niñato, un pijo al que le temblaba siempre la mandíbula, como revelando el latido de una impaciencia feroz por ser unos centímetros más alto y ascender en el escalafón lo más rápido posible («de los tenientes y de los chinos», recitaba el brigada Peláez, «pueden esperarse los mayores desatinos»); el sargento Valdés, con su tamaño de boxeador y sus balandronadas de macarra, era una mala bestia, pero una mala bestia feliz, que exultaba una violenta arrogancia física, una satisfacción de ser quien era y como era muy parecida al narcisismo subnormal de un campeón culturista.
Comparado con ellos, Martelo poseía como una parodia de vida interior. A diferencia del tumultuoso Valdés era capaz de una contención helada, incluso de unas ciertas maneras: Valdés, como los demás sargentos, como el Chusqui y mi brigada Peláez, era un plebeyo, y estaba destinado por tanto a las lentitudes humillantes de la carrera de suboficial, pero Martelo pertenecía por su nacimiento a la otra casta, la de los oficiales, era hijo de un general del Estado Mayor, y a la edad que tenía, veintiséis o veintisiete años, debería ser ya capitán: pero había sido desde niño un estudiante pésimo, me explicaba con sorna malévola el brigada Peláez, tan torpe para los libros como para la gimnasia, y después de que lo humillaran varias veces con calificaciones ínfimas en las pruebas de acceso a la academia de oficiales, su padre, el general, le obligó a presentarse a las de sargento, y tal vez apeló en último extremo al peso de su influencia para que lo aprobaran.
Al sargento Martelo las cartas de su padre le llegaban a la oficina en sobres timbrados y por el conducto reglamentario. Desgarraba el sobre al abrirlo, miraba la carta con expresión torcida, la rompía en pedazos y la tiraba enseguida a la papelera. Una noche, en invierno, Salcedo, tras encerrarse bajo llave en la oficina, rescató una de aquellas cartas y tuvo la habilidad y la paciencia de reconstruirla pegando los fragmentos sobre una cartulina: era un catálogo de recriminaciones e insultos, pero estaba redactada con toda la frialdad formularia de un escrito oficial. Cuando el brigada Peláez o algún sargento poco belicoso se ponían a calcular el tiempo que les faltaba para ser destinados fuera del País Vasco, el sargento Martelo los interrumpía con un exabrupto glandular de heroísmo:
– Aquí se viene voluntario, mi brigada, con dos cojones, a defender a España, a meterles una pistola por el culo a estos terroristas.
A mí al principio, recién llegado yo a la compañía, la intensidad del odio con que me miraba y me hablaba el sargento Martelo me habían dado tanto miedo como una navaja que alguien esgrimiera cerca de mi cara. Poco a poco me di cuenta de que en aquel odio no había nada exactamente personal, porque Martelo odiaba a todo el mundo con el mismo encarnizamiento que a mí. Estaba claro que Valdés, por ejemplo, odiaba a los vascos y a los rojos, según propia confesión, y que el resto del mundo, en el que tampoco se fijaba mucho, le daba más o menos iguaclass="underline" Martelo odiaba a los vascos y a los rojos, pero también a los fascistas, que no le parecían lo bastante fascistas, a los civiles, por ser inferiores a los militares, a la mayor parte de los militares, por falta de verdadero espíritu militar, a su padre, por reprocharle siempre que se hubiera quedado en sargento, y a sí mismo sobre todas las cosas, por no haber sido capaz de alcanzar el rango que le correspondía. El rencor no era un rasgo o una debilidad de Martelo: era la forma misma que había adquirido su alma, la sustancia de la que estaba hecha su identidad personal.
Viéndolo acompañado por la breve cohorte de chulos y chivatos que se encerraban con él en el cuarto de los sargentos y que algunas noches lo acompañaban vestidos de paisano (el Chusqui era su obtuso edecán), Pepe Rifón y yo imaginábamos que ésas serían exactamente las caras y los ademanes de una cuadrilla de pistoleros fascistas saliendo en busca de presa, repitiendo un modelo invariable en todos los trances más negros del siglo, camisas negras italianos, bestias alemanas de las SA, falangistas españoles de 1936, colaboracionistas franceses con brazaletes de la Gestapo, ejecutores chilenos, argentinos o uruguayos en la gran marea de horror de los años setenta, que aún duraba por entonces: grupos de hombres jóvenes, aficionados a la crueldad y a las armas, intoxicados de jactancia masculina y de odio, viajando en automóviles sin identificación a altas horas de la noche, guardando pistolas y porras bajo las ropas civiles.
Vi cuadrillas así unos meses más tarde, cuando ya me había licenciado del ejército, la noche helada del 23 de febrero de 1981, agrupándose bajo un balcón de Granada del que colgaban la bandera roja y amarilla y la roja y negra de Falange, y me pregunté dónde estaría, qué estaría haciendo en ese mismo instante el sargento Martelo.
Dónde estará ahora mismo, mientras yo escribo y me acuerdo de él, catorce años más tarde, ya entrado en los cuarenta, calvo o con muy poco pelo, pues ya entonces lo tenía escaso, más bien gordo, sin duda, porque a pesar del uniforme y de la energía gimnástica que todos ellos afectaban se le veía blando de carnes, con una de esas caras redondas y de barba débil que incluso cuando ya se han descolgado mantienen una incongruencia de tersura infantil. Es posible, si se quedó en el ejército, que sea todavía brigada, él que tanto desprecio sentía hacia mi brigada Peláez, y que el transcurso del tiempo y el peso tremendo de tantos años de rutina militar le hayan embotado la furia nazi y mitigado su rencor hacia todo el mundo y hacia todo. Pero hay personas capaces de consagrar la vida íntegramente y sin desmayo al ejercicio del resentimiento.
Sobre el porvenir del sargento Valdés no tengo que hacerme ninguna pregunta: supe que murió, y cuando me lo contaron el final de la mili estaba todavía demasiado cerca como para no sentir el alivio de una postergada venganza. Me acordaba de aquel soldado que por culpa del sargento Valdés fue sometido a un consejo de guerra y cumplió un año de prisión militar, y regresó al cuartel con la cabeza rapada y sin la mitad de los dientes, hinchado, con una blancura lívida de difunto, tan ausente de todo como si se moviera por los pasillos enlosados y enrejados de un hospital psiquiátrico.
Me acordé de una noche, a finales de julio, delante del monolito, recién empezada la formación de retreta. Los bisabuelos de la compañía, el reemplazo de Salcedo, estaban a punto de licenciarse, así que vivían en un estado permanente de euforia alcohólica, en un delirio histérico de impaciencia, de felicidad aplazada, de atrevimiento y pavor: en el Hogar del Soldado trasegaban litros de cubata, de lumumba y de calimocho, pero los que entraban de guardia cumplían sus últimas horas de garita con una precaución maniática, con una atención supersticiosa a todos los detalles, para no quedarse dormidos y que los sorprendiera en una ronda el oficial de guardia, para que no se les disparara el cetme, para que nadie los pudiera acusar de negligencia o indisciplina.
Valdés estaba de sargento de semana: el cabo de cuartel dirigió la formación, pasó lista, nos leyó las efemérides militares y el menú del día siguiente, incluyendo el valor calórico-energético de la papeleta de rancho, falsificado sin duda por mi sucesor como escribiente de cocina, nos dio la orden de firmes y luego la de girar a la izquierda, a fin de que el sargento, tras recibir las novedades, pudiera mandarle que nos mandara derecha y descanso. Bajo la luz de los reflectores, velada tenuemente a esa hora por la niebla del río, los mismos movimientos y las mismas órdenes se repetían como ecos en todas las compañías formadas en el patio.
El cabo de cuartel mandó firmes y se cuadró ante el sargento Valdés con un taconazo. Cuando más inmóviles estábamos alguien dio un traspié y se salió de la primera fila, canturreando algo: un bisabuelo borracho, con uniforme de paseo, con la boina torcida. Yo estaba varios puestos atrás, en una fila contigua a la suya, y lo había visto oscilar de espaldas, moverse inquieto, rascarse la nuca. También vi acercarse al sargento Valdés y oí el crujido de las suelas de sus botas en la grava: su cabeza y sus hombros sobresalían por encima de la estatura del soldado borracho, que intentó retroceder volviendo a la posición de firmes. Tenía dificultades para mantener el equilibrio: Valdés lo derribó de una bofetada. Todos lo vimos apoyar en la grava las rodillas y las palmas de las manos para ponerse en pie y escuchamos el ruido de su respiración mientras se levantaba. Valdés esperó a que estuviera de pie para darle in puñetazo en el estómago. Se le habían hinchado las venas del cuello y gritaba acercándose mucho a la cara del otro, que tenía la espalda encorvada y parecía no poder sostenerse sobre las rodillas. Le llamaba maricón y borracho, le ordenaba que se pusiera firmes, le golpeaba el pecho con el puño cerrado, le daba patadas en los tobillos, cada vez más fuera de sí, desafiándolo, diciéndole que si tenía cojones se defendiera, poniéndole la cara, anda, decía, si eres tan valiente pégame, borracho, maricón, que sois todos unos maricones, y le pegaba otra patada más fuerte, y adelantaba el pecho hacia él, con la camisa abierta, como presentándolo a las balas, venga, respóndeme, pídeles ayuda a tus amigos, míralos, gritaba ahora hacia nosotros, nadie sale en tu defensa, todos son tan maricones como tú.