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Su propio sadismo lo excitaba, y ya no podía contenerse, lo emborrachaba y lo enloquecía la evidencia de su fuerza y la debilidad inerme del soldado que estaba frente a él, pues nada enciende más la crueldad de los canallas que la indefensión absoluta de sus víctimas, la potestad que eso les entrega de abusar de ellas hasta quedar exhaustos.

Nosotros asistíamos callados e inmóviles a aquella minuciosa vejación, y los gritos del sargento Valdés no daban tanto miedo como el ruido excitado que hacía al respirar. Poco a poco, el soldado había recuperado la verticalidad, y aunque lo veía de espaldas yo notaba que ya no estaba borracho, que agrupaba obstinadamente sus fuerzas para no caerse, para no responder, para no buscarse una desgracia cuando le faltaban uno o dos días para irse de allí y no ver nunca más la expresión desencajada del sargento Valdés.

Después de la orden de rompan filas el grito de ¡aire! estalló como si no hubiera ocurrido nada. El sargento Valdés le ordenó al soldado que se quedara en posición de firmes en el patio, y nadie tuvo el coraje de permanecer a su lado, o de hacerle un simple gesto de camaradería. Después del toque de silencio el sargento bajó al patio: desde la ventana de la oficina, con la luz apagada, lo vi acercarse a largas zancadas a la silueta que permanecía vertical y solitaria en medio de la casi oscuridad.

No lo golpeó: vi que hacía un gesto, ordenando algo, y que el soldado se arrodillaba, parecía que iba a tenderse, como en una actitud oriental de sumisión, pero enseguida comprendí lo que el sargento le había ordenado. Estaba haciendo flexiones, y en el silencio del patio se oía la voz del sargento, un, dos, un, dos, un, dos, cada vez más rápida, aunque el soldado era incapaz de sostener el ritmo, se quedaba aplastado contra el suelo, levantaba el cuello a la altura de las botas del sargento, era incapaz de no apoyar las rodillas y los codos para incorporarse. Cerré la ventana de la oficina y me negué a seguir mirando. A la mañana siguiente el bisabuelo castigado por Valdés tenía las dos manos vendadas: la grava del patio le había destrozado la piel.

Unos meses más tarde el sargento faltó durante varios días del cuartel. No tenía permiso ni había llamado para decir que estuviera enfermo. Nadie, ni sus compañeros de machadas en las fiestas de barrio y en los clubs de putas, sabía nada sobre su paradero. Lo encontraron en el apartamento de seductor macarra que tenía alquilado en un bloque de las afueras, tendido en la cama, desnudo, con la cabeza destrozada por un tiro. Se conjeturó la posibilidad del suicidio, o de un atentado terrorista. Pero ni apareció la pistola ni se supo nunca quién lo había matado.

XX.

A medida que se iba acercando el final cada uno buscaba con mayor vehemencia sus huidas secretas y sus paraísos artificiales, que tenían esa intensidad neurótica de los paraísos excesivos pero insuficientes a los que suelen entregarse quienes viven encerrados durante mucho tiempo. En los últimos meses de la mili la pornografía, el hachís y el alcohol revelaban sus máximas cualidades intoxicatorias, estableciendo una niebla de inexactitud entre el mundo real y la mirada de los veteranos más dañados por el abuso, por la mezcla continua entre el agotamiento de las guardias y la embriaguez de porros o cubatas, entre la ansiedad obsesiva de que el tiempo pasara y la saturación del aburrimiento y de la obediencia.

Al cabo de tantos meses de abstinencia sexual y onanismo de retrete en un lugar de varones solos -el hábito soldadesco de la masturbación era otro de los rasgos recobrados de la adolescencia- a las mujeres se las veía con una distancia aterrada y hambrienta como de internado de curas, o con una rapacidad en gran parte exagerada o fingida de masculinidad bruta y cinegética. Las mujeres de las revistas sucias nos envolvían la imaginación en sueños de lujuria que acababan siendo tan fantasmagóricos como las visiones lúbricas de San Antonio: cuando íbamos solos por la calle o nos desvelábamos de noche en nuestras literas teníamos algo de ermitaños rudos y sucios, pero en manada tendíamos a adquirir una agresividad de sementales ficticios, esa predisposición de crudeza o violencia sexual que parece innata en los grupos de varones jóvenes vestidos de uniforme y que suele desatarse en todas las guerras.

Había chicas que buscaban a los soldados, que rondaban el puente sobre el Urumea los fines de semana y los bares de bocadillos de Loyola. Solían ser muy jóvenes y se vestían con impudor y vulgaridad, con pantalones muy ceñidos al culo y blusas con escotes anchos, con tacones baratos y muy altos que se les torcían con facilidad y enseguida les dejaban marcas rojas en los gruesos pies hinchados. No venían del centro de San Sebastián, desde luego, ni pertenecían a familias vascas: las mujeres de clase media y familia vasca a los soldados no nos veían. Aquellas chicas eran hijas de emigrantes extremeños o castellanos que vivían en barriadas industriales, así que tal vez lo que las empujaba hacia los soldados era un sentimiento parecido de marginalidad. Se pintaban los labios de un rojo muy fuerte, leían los horóscopos de las revistas baratas de chismes y televisión, se mordían las uñas, frecuentaban las discotecas periféricas y fumaban Fortuna.

No eran prostitutas, pero exigían sin miramiento ser invitadas a todo, y al final recompensaban a sus benefactores con una dosis de erotismo sofocado y mezquino, como de veinte años atrás, un filete o un lote en la oscuridad de una discoteca, una paja rápida en las últimas filas de un cine. De alguna se contaba que un veterano recién licenciado la dejó embarazada, y que su padre, al saberlo, le había dado una paliza y la había echado de casa. La que parecía la reina de todas ellas era una gorda con el pelo pajizo y los ojos empequeñecidos por unas gafas con muchas dioptrías, con muslos anchos y grandes tetas de adolescente crecida demasiado pronto, con voz grave de mujer adulta y carcajadas chillonas que algunos domingos por la tarde estallaban en un cine frecuentado por militares: decían que aprovechaba los autobuses que volvían a Loyola en las horas puntas llenos de soldados para restregarse, sin mediar palabra, contra alguno que le gustara mucho, y que en el cine era capaz de masturbar a dos soldados al mismo tiempo mientras miraba la película con su expresión boba de cegata y se reía a carcajadas chillonas de lo que estaba viendo, sin prestar más que una atención eficaz, despegada y mecánica a los beneficiarios de su arte manual.

Es posible que se tratara de una leyenda, de uno de tantos embustes inventados en la vagancia del cuartel y transmitidos por Radio Macuto: la mili era una fábrica de sueños de mala calidad, de sueños baratos y muy usados de heroísmo o de lujuria o de hombría, contaminados de la prosa ínfima de los consultorios y las narraciones eróticas de las revistas, sumergidos todos e hirviendo sin sosiego en el gran sueño unánime de marcharse de allí. Había quien alcanzaba, como Salcedo, la maestría suprema de estar solo en medio del tumulto y quien lograba el gozo inverso de no apartarse nunca de las experiencias gregarias, y en ambos casos se notaba un principio de anormalidad y alucinación que de un modo u otro y en grados diversos padecíamos todos.

A primera hora del día, entre la formación de diana y la del desayuno, apenas treinta minutos en los que había que lavarse y que hacer la litera, yo me las arreglaba para terminarlo todo muy rápido y así me quedaba tiempo para leer, sentado en mi camareta, sin enterarme de nada de lo que ocurría a mi alrededor, un capítulo de la segunda parte del Quijote. Cada mañana ese capítulo era un desayuno vigorizador de ironía y de literatura, y cuando sonaba la corneta para formación yo apuraba leyendo hasta el último instante y guardaba el libro en la taquilla o en uno de los grandes bolsillos laterales de mi pantalón de faena. Era un Quijote de Austral que llevaba acompañándome muchos años, de la Austral Antigua, la de tapas blancas y sobrecubierta gris, y ya tenía los filos del lomo gastados y el papel empezaba a ponerse amarillo: me acordaba del primer Quijote que leí, que tenía letra así de pequeña y olía de un modo parecido, al papel viejo, a polvo de papel.

Vivía, como todos, entre la soledad acentuada por el sentimiento de destierro y un gregarismo adolescente y cuartelario, la jactancia obtusa de haber ingresado por fin en la casta de los bisabuelos. A los conejos recién llegados Pepe Rifón y yo los hacíamos alinearse delante de la puerta de la oficina para irles entregando sus nuevas acreditaciones y nos permitíamos la canallada menor de exigirle a cada uno cincuenta pesetas por plastificarles el carnet militar: con el dinero que obteníamos invitábamos a tabaco rubio, a cañas y a hachís a nuestros amigos, incluso a raciones de mejillones al vapor en El Mejillón de Plata, que era un bar para soldados de la Parte Vieja, un bar enorme y sucio con paletadas de serrín húmedo en el suelo, con ceniceros en forma de mejillón en las mesas y las paredes decoradas con cáscaras de mejillones.