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Pepe Rifón había ido urdiendo como una célula leninista de la amistad, una comuna golfa a la que cada uno de nosotros aportaba lo que podía y donde todo era compartido, igual las drogas que los paquetes de comida enviados por las familias. Lo único que no llegamos a compartir fue el gofio, aquella pasión de nuestros colegas canarios, Agustín Robabolsos y el tinerfeño diminuto y renegrido al que habíamos dado en llamar Chipirón, que en los festines alimenticios de las camaretas, cuando les acababa de llegar algún paquete de sus islas, abrían las bolsas de gofio y lo tomaban a puñados llenándose la boca con avidez de desterrados que prueban después de mucho tiempo un sabor perdido.

– Miren que son ustedes tontos los peninsulares, no gustarles el gofio, que es la gracia de Dios.

Compartíamos el orujo y los embutidos de Lugo que le mandaba a Pepe Rifón su familia, los borrachuelos, las madalenas y las tortas de aceite y pimentón de mi madre, los mantecados que recibía de su pueblo de la provincia de Sevilla el otro Pepe, el Turuta, los bocadillos de ternera y las botellas de vino que sustraía en la cocina Juan Rojo, y aquellas comilonas tenían en el fondo una solemnidad de celebraciones rituales de la alimentación y la amistad, un simbolismo de pan partido con las manos, de grupo que se fortalece y se protege a sí mismo juntando en círculo, alrededor de la comida, las cabezas y los hombros, de botellas y canutos que se van pasando hasta que se acaba el último trago o sólo queda una colilla ensalivada con filtro de cartón.

De no ser por la mili ningún azar habría podido reunimos. El chicharrero Chipirón gracias a la mili había abandonado por primera vez el trabajo en el campo y su aldea canaria, y se le notaba mucho la exaltación de haberse hecho adulto descubriendo el tamaño del mundo, de haber viajado en avión y visto la nieve, de haber aprendido a emborracharse y a fumar canutos y a decir colega y demasiao; Chipirón nos admiraba como si fuéramos sus hermanos mayores y se envanecía de andar con nosotros, y cuando íbamos por la calle, si se distraía con algo y se quedaba el último, enseguida echaba a correr para no apartarse del grupo, pequeño, entusiasta y atento a todo lo que decíamos y a todos nuestros gestos, como esos niños que se unen orgullosamente a una pandilla de mayores.

Pepe el Turuta era albañil en paro, y había logrado la hazaña de que lo nombraran corneta sin haber soplado ninguna hasta que llegó al cuartel; aprendió a toda prisa cuando se dio cuenta de que aquel era el único camino para escaquearse de las guardias, y la tocaba tan mal que si estaba él de corneta de servicio provocaban más de una confusión sus toques irreconocibles. Pepe el Turuta vivía, como Agustín, entre los trabajos mal pagados, el paro, los porros y la pequeña delincuencia, y tenía una cara que a mí a veces me resultaba inquietante, muy chupada, con los ojos grandes y de mirada muy intensa, con los pómulos salientes y picados de viruela. Aseguraba que antes de ir a la mili era un bruto que no entendía de nada, y que Pepe Rifón le había abierto los ojos a lo que él llamaba las verdades de la vida y de la política.

– Hay que ver, gallego, lo bien que nos lo explicas todo.

– Es natural, mano -decía Agustín-, tienen estudios los dos, por eso son oficinistas, no como nosotros, que no servimos más que para cargar con el chopo, mano.

– Eso lo serás tú, Robabolsos, que yo tengo el grado de corneta titular.

– Miren el Turuta, que toca diana y no parece sino que tocó silencio y nadie se levanta.

– A callarse los dos -interrumpía Juan Rojo-. Aquí el único con un destino chachi es el menda.

– Pero si tú eres un cortijero -Pepe el Turuta siempre le llevaba la contraria-. Si ni siquiera te has montado nunca en el Talgo.

– Porque viajo en avión, chaval, como los señores.

En Agustín había una pereza de niño aletargado y grande, y hablaba siempre muy despacio y con los ojos entornados, enrojecidos por la falta de sueño y la extenuación de las guardias. «Mano», decía, con su habla caribeña, «me quedo en la garita mirando el río, cuando sube la niebla, y me figuro que sale de ella un monstruo muy grande todo chorreando de barro y es que me estoy quedando dormido». Nunca nos dijo con exactitud cuál era su oficio en Las Palmas: el Turuta decía que se dedicaba a dar tirones, le llamaba Robabolsos y Agustín hacía ademán de enfurecerse y de saltar sobre él para que se callara, pero enseguida desistía y se encogía de hombros con una sonrisa soñolienta:

– Y qué si le ligo el bolso a una guiri, qué daño le hago yo a nadie, godo grifota, Turuta de mierda.

– Aficionados -dictaminaba con desdén Juan Rojo-. Aprendices. Membrillos…

Juan Rojo era de Linares: a la germanía de la droga le agregaba el sello indeleble de su acento de la provincia de Jaén. Hinchado y muy pálido, con la piel aceitosa, como todos los cocineros, tenía una mirada rápida de ojos rasgados y una sonrisa desconfiada y en guardia: era esa vigilancia de quien teme siempre que irrumpa la policía o se desencadene una reyerta, esa atención permanente y furtiva a las esquinas, a lo que está detrás de uno, a las puertas que pueden abrirse. Estábamos una tarde de agosto en la playa de la Concha, esperando en vano que apareciese alguna chica con las tetas desnudas (el ayuntamiento acababa de aprobar en sesión plenaria el top-less), cuando Juan Rojo nos señaló con disimulo a dos individuos que tomaban el sol cerca de nosotros, altos los dos, bronceados, con bigote, con gafas oscuras:

– Os juro por mis muertos que esos dos son maderos. Ni en bañador se me despintan.

A Pepe Rifón no le costaba nada añadir un sentido político al odio que nuestros amigos sentían hacia quienes ellos llamaban los maderos y los picoletos. Era tan fácil, y vivíamos todos tan agobiados por el autoritarismo militar, que a mí también se me contagiaba aquella beligerancia, hasta el punto de que ya no me indignaba cuando al comprar el periódico veía en primera página la foto de un policía o de un guardia civil asesinado. Como muchas personas de izquierda en esa época, Pepe Rifón creía en las virtudes revolucionarias o subversivas de la delincuencia común, y se mostraba orgulloso de que tuviéramos aquellos amigos tan chorizos, en los que encontraba un romanticismo de marginalidad y lealtad del que según él carecían las personas cultivadas.

El chorizo empezaba a ser entonces, en el tránsito de los setenta a los ochenta, el Buen Salvaje que parecen necesitar siempre los intelectuales de izquierda, y la simpatía incondicional que mi amigo Pepe Rifón sentía hacia Juan Rojo era la misma que empezaba a surgir entonces en las canciones y en el cine hacia los nuevos héroes de la droga, de la navaja y el atraco, una admiración frívola y moralmente abyecta a la que va siendo hora de atribuirle su parte de responsabilidad en algunos de los horrores de la década.

Pero Pepe Rifón no llegó a conocer las devastaciones apocalípticas de la heroína ni el encanallamiento ni el miedo que las agujas hipodérmicas y las navajas iban a sembrar en la noche de las ciudades a lo largo de los ochenta. Aquel verano había en las vallas publicitarias un anuncio gubernamental que decía: La droga mata; en una de ellas alguien había añadido con espray rojo: Eta, mátalos. Pasábamos cerca y Juan Rojo sentenció:

– Más mata la madera.

Yo creo que él traficaba en heroína. Lo vi de vez en cuando con un tipo pelirrojo, muy flaco, encorvado, con los ojos vidriosos, un soldado de otra compañía que pasó varios meses en el hospital militar convaleciendo de un ataque de hepatitis. Si Pepe el Turuta o Agustín le ofrecían un Fortuna Juan Rojo hacía un gesto de asco y sacaba su paquete de Winston de contrabando: «Yo no fumo tabaco de pobres.» Bajo la bocamanga sucia de su mono de cocinero llevaba una esclava de plata. Cuando íbamos a buscar hachís era él siempre quien escogía al camello y cerraba el trato. Se apartaba de nosotros, caminando con una oscilación especial, entre desafiadora y perezosa, lo veíamos mover las manos, hablar en voz baja, examinar muy rápido algo que le enseñaba el otro, entregar el dinero y recoger el envoltorio de papel de plata con ademanes invisibles de tan veloces y disimulados, como los de un ilusionista o un tahúr.

Las noches tibias y húmedas del final de aquel verano las recuerdo perdidas en una somnolencia de hachís, en el sonambulismo de los bares y los callejones de la Parte Vieja de San Sebastián, como una película algo desenfocada en la que sólo la música mantiene una presencia exacta, no desgastada por el tiempo: en las máquinas de los bares y en los radiocassettes del cuartel oíamos las rumbas lumpen de Los Chichos, con sus historias de cárceles, de condenas injustas, de amores desgarrados con mujeres de la calle y duelos de honor a navajazos. Pero nos gustaban también el Walk on the wild side y el Rock'n'Roll Animal de Lou Reed, y nos arrebataba la furia con que cantaba Gloria Patti Smith, y la guitarra y la voz de Eric Clapton en el estribillo de Cocaine. Si escuchábamos Una gaviota en Madrid, de Juan Carlos Senante, a Agustín y a Chipirón se les saltaban las lágrimas, y a los demás nos entraba una emoción vaga de destierro y ganas de volver. Pero en casi todas nuestras sensaciones de entonces latía la intensidad y la rareza del hachís. Me acuerdo de ir notando el efecto de un porro sentado en un pretil del puerto de los pescadores y de ver en la distancia, sobre la playa de la Concha, un castillo de fuegos artificiales que se duplicaba en el agua quieta y lisa de la bahía, en silencio y muy lentamente, como si lo estuviera viendo desde el fondo del mar.