Formábamos a las seis en punto, después del toque de oración, y salíamos del cuartel con nuestras ropas de paisano en un macuto, cruzando a toda prisa el puente sobre el Urumea, siempre con el miedo instintivo a que nos ordenaran quedarnos, a que por algún motivo fuesen canceladas las horas de paseo, como ocurría en los casos de disturbios muy graves, cuando sonaba de pronto el toque de generala, que era el de máxima alerta, y temíamos que aquella vez sí que iba a empezar de verdad un golpe de estado.
En uno de los bares de Loyola teníamos alquiladas taquillas, (todo el mundo lo hacía, aunque estaba prohibido desde que un comando etarra robó varias docenas de uniformes) y allí nos cambiábamos de ropa, en unos almacenes traseros a los que se había trasladado intacto el olor a calcetines y a sudor de hombres solos de los dormitorios del cuartel. Al vestirnos de paisano también nos uniformábamos, con pantalones vaqueros, zapatillas de lona, camisetas ajustadas, chubasqueros, igual que las generaciones de veteranos que nos habían precedido. Salíamos de aquel bar transfigurados, más ligeros, con una sensación eufórica de libertad en los talones, disfrutando del placer de hundir las manos en los bolsillos de los vaqueros, de caminar hacia la ciudad o subir al autobús con un sentimiento de confabulación entre pandillera y delictiva.
Si llevábamos dinero lo primero de todo era hacer un fondo común, que Pepe Rifón administraba, para pagarnos las cervezas y el hachís. Lo vendían en la plaza de la Constitución o en la Trinidad individuos patibularios que a mí me daban mucho miedo y que seguramente traficaban también en heroína. Entonces aún se veían muy pocos yonquis, o al menos yo no estaba acostumbrado a reconocerlos. En la Constitución, bajo los soportales, en la escalinata de la biblioteca pública, había cuévanos de oscuridad donde una vez vi un antebrazo pálido y descarnado, de lividez quirúrgica, al que se ceñía un trozo de goma.
Otras veces íbamos a buscar a un camello a un bar de la Parte Vieja que se llamaba el Moka. El Moka era uno de los bares más raros en los que yo haya estado en mi vida. Por lo pronto no tenía barra, sino una especie de vitrina de cajero en el centro del local, rodeada por un pequeño mostrador, dentro de la cual estaba el camarero, sirviendo cafés y cañas como si vendiera tabaco en un estanco. Todo alrededor, en el espacio poliédrico, las paredes estaban cubiertas de espejos que se repetían los unos en los otros, y en cada uno de ellos se multiplicaban las caras y las figuras de los clientes del café Moka, sus signos masónicos de reconocimiento, sus miradas de vidrio.
En el Moka el comercio invisible de la heroína era como una danza de fantasmas repetidos en los espejos, moviéndose en apariciones y huidas simultáneas, y las caras expectantes y ansiosas se duplicaban aritméticamente en un delirio visual que acentuaba el efecto del hachís y se volvía baile de vampiros por la luz fluorescente que bañaba el lugar, una luz de nevera que hacía aún más pálidas las caras más pálidas de San Sebastián y subrayaba el dibujo de las venas en los brazos, el brillo de las tachuelas y de los colgantes metálicos y el color negro de las ropas que vestían los yonquis y las yonquis, los reflejos de piel de reptil de las cazadoras y las botas de cuero de los yonquis más pijos.
El café Moka tenía en la puerta un letrero caligráfico de los años cincuenta, una dignidad ajada de espejos y mármoles que conocieron tiempos mejores: contaban que había sido un sitio de mucho prestigio en San Sebastián, una tienda de toda la vida en la que se molía para los clientes el mejor café o se les servía humeante, aromático y negro en pequeñas tazas de porcelana, pero ahora era una lonja de los venenos más letales y una ruina invadida por los primeros zombis de la década. El camarero, fortificado en su taquilla circular, hacía como que no se enteraba de nada, servía y cobraba los cafés y no miraba a nadie a los ojos ni decía más que el precio de cada consumición. Era un señor pálido, como el local y sus clientes, con una palidez contagiada por las fluorescencias de porcelana, mármol, cristal y azulejo que brillaban difundiéndose a su alrededor, con un brillo mate en la cara y en la piel de los brazos, ese brillo muerto que solía tener antes la piel de los camareros en algunos cafés demasiado sucios y antiguos en los que no entraba casi nadie, bares de paredes verdosas con pintura plástica y vasos en forma de tulipa para el café con leche.
En el Moka estábamos de paso, como todo el mundo, enseguida nos íbamos a fumar tranquilamente a las oscuridades del puerto viejo o de la plaza de la Trinidad, donde siempre había conciliábulos sigilosos de melenudos que se iban pasando sacramentalmente en la penumbra la brasa roja del porro. En la plaza de la Trinidad, tan frecuentada de camellos y drogotas, a mí me atosigaba el peligro de una redada de la policía, peligro que a mis amigos, aun siendo evidente, ni se les pasaba por la imaginación, y sobre el que yo no me atrevía a insistir mucho, por miedo a que me calificaran de cenizo o de cobarde.
Ahora comprendo que en mi calidad de fumador de hachís y huésped del hampa donostiarra yo era tan pusilánime y tan incompetente como lo había sido años atrás durante mi fugaz incursión en la lucha antifranquista, y albergaba una confusión parecida de disgusto hacia algo que en el fondo me repelía y de remordimiento por el hecho mismo de que me desagradara, a causa de lo que yo creía entonces que era una falta de coraje vital. Por entonces Manuel Vázquez Montalbán citaba mucho un mandamiento de Arthur Rimbaud según el cual había que cambiar la vida y cambiar la Historia, pero yo me sentía tan al margen de la una como de la otra, y de hecho, por no gustarme, ni siquiera me gustaba Rimbaud, ni lo entendía, y menos aquella escuela de discípulos suyos visionarios y místicos de las drogas que iba de Antonin Artaud al fraudulento Carlos Castaneda.
Pensaba siempre que los otros eran más audaces, más entregados a la vida que yo, que iban mucho más lejos del último paso que yo me atrevía a dar, fuera en el sexo, en el disfrute de la música, en el alcohol o en las drogas. Me gustaba beber y en los últimos cursos de la universidad me había habituado al hachís, pero jamás acababa de abandonarme a aquella inconsciencia temeraria que tanto se celebraba entonces, a aquellas tentativas de desarreglo sistemático de todos los sentidos que pregonaban rimbaudianamente los músicos de rock y los gurús de las revistas más modernas, en las que se difundía una acracia oscurantista y agresiva, un underground mugriento, una cultura o contracultura de la embriaguez y de lo monstruoso.
Era incapaz de abandonarme porque en lo más hondo de mí me daba mucho miedo ese desorden y lo encontraba repulsivo. Jamás conseguí aficionarme a los tebeos underground ni a los Sex Pistols ni al doctrinarismo de la promiscuidad sexual, que en los últimos setenta había hecho estragos hasta en mi pueblo, donde un vivales recién llegado de Barcelona se acostó durante varios meses con quien le dio la gana sin más mérito ni argucia que predicar como el evangelio los principios revolucionarios de Wilhelm Reich.
Ahora recuerdo con gratitud aquella cobardía, que era un instinto saludable de conservación, pero que tantas veces me hizo infeliz ahogándome en sentimientos de culpa y como de parálisis vital. En la universidad había tenido un amigo aspirante a pintor que no se enfrentaba a un lienzo a menos que estuviera ciego de hachís y de whisky. Tenía varios romances sexuales simultáneos con varias mujeres y procuraba no acostarse nunca sereno ni antes del amanecer: confieso que al mismo tiempo me daba envidia y me amedrentaba, y me hacía pensar que tal vez si yo no había hecho nada serio en la literatura era por falta de aquellas experiencias radicales que él vivía. «Tío», lo recuerdo diciéndome, con el habla gangosa que nos daba a todos el hachís, «a ti lo que te hace falta es bajar a los infiernos, como Jimi Hendrix y Rimbaud, como todos los grandes. ¿No te gusta tanto Jim Morrison?».