Era uno de los privilegios de la veteranía en la mafia modesta de los escribientes. Para que a uno le dieran el billete gratuito tenía que enseñar el pasaporte en la taquilla de la estación, y era posible que también le pidieran el carnet militar. En San Sebastián, cuando iba a tomar el expreso nocturno hacia Madrid, no las tenía todas conmigo al acercarme a la taquilla. Había soldados en el vestíbulo y algunos policías militares. ¿Me reconocería alguien y me llamaría por mi verdadero nombre justo en el momento en que el taquillero leía mi nombre falso en el pasaporte? Veía tantas películas entonces que la escena sucedía en mi imaginación en términos de intriga cinematográfica. Mi amigo madrileño, que en la vida civil era agente de bolsa, me había dicho que no era nada probable que me pidieran el carnet militar para confirmar mi identidad antes de entregarme el billete, pero no obstante a mí me pareció que cuando el taquillero examinaba el pasaporte se detenía demasiado, y alzaba los ojos del papel para mirarme con fijeza y disimulo, y era posible que se ausentara un momento haciendo como que no ocurría nada, o que oprimiera un botón que había bajo el mostrador, etcétera.
En un instante vi las consecuencias, y se me hizo un nudo en el estómago, como cuando fumaba hachís en ayunas: el calabozo, tal vez el consejo de guerra, justo cuando ya me faltaba tan poco para licenciarme. De no haber sido eso mucho más sospechoso habría retirado el pasaporte con un gesto brusco y me habría ido a hacer auto-stop, porque no tenía dinero para pagarme el largo viaje hasta Madrid y luego a Linares-Baeza. Pero faltaba muy poco para que saliera el tren y había una cola considerable ante la taquilla: el empleado ni siquiera me miró al entregarme mi billete, y yo me lo guardé enseguida en el bolsillo interior de la guerrera, me cargué el petate al hombro y eché a andar con rapidez y alivio hacia el andén. Una voz a mi espalda me paralizó: decía el nombre que no era mío, el que estaba en mi carnet y en mi pasaporte. Al vacío en el estómago se añadió una flojera de piernas y un acceso de sudor en las palmas de las manos. Me volví: alguien de la cola me tendía el pasaporte militar, que yo había olvidado en el mostrador de la taquilla.
Ahora, después de los días de permiso, regresaba en el Talgo de Madrid a San Sebastián, en una tarde nublada y sin embargo luminosa de octubre, con esa luminosidad del aire otoñal recién lavado por la lluvia que da tanta nitidez a los colores húmedos de la lejanía, los ocres y azules, los primeros verdes limpios después de la tonalidad terrosa del verano. Ni en Linares-Baeza ni en Chamartín había tenido miedo al acercarme a solicitar los billetes: el sentimiento de vulnerabilidad y peligro se debilitaba siempre conforme me iba alejando del cuartel y de San Sebastián. Estaba siendo un viaje rápido y tranquilo, a pesar de la tristeza del final del permiso, casi neutralizada por la cercanía de la licencia. Incluso no era desagradable verse de uniforme en el espejo casual de algún escaparate. Unos meses atrás nos habían cambiado la ropa de paseo, y ahora, en vez de aquellos ropones de posguerra, llevábamos guerreras con solapas, camisa caqui, corbata, boina, pantalón recto, zapatos negros charolados: con aquel uniforme le daba a uno la impresión fugaz de pertenecer a otro ejército y casi a otro país, más moderno o más ágil, no tan encanallado ni brutal.
Mientras escribo cobra forma el recuerdo hasta ahora perdido de un viaje feliz: el vagón vacío del Talgo, la perspectiva de pasar seis horas recostado en un asiento muy cómodo, mirando por la ventanilla el paisaje castellano de otoño y la llegada de la noche por los roquedales de Durango, leyendo un libro que acababa de comprar en el kiosco de la estación, de modo que el comienzo del viaje y el de la lectura habían sido simultáneos. Leía, acabo de acordarme, La línea de sombra, de Joseph Conrad, que era una novela de longitud perfecta para la duración de aquella travesía, y no me daba cuenta de lo que advierto ahora, catorce años después, la manera en que la casualidad nos pone a veces delante de los ojos los libros más acordes con nuestro estado de ánimo o más iluminadores en medio de una encrucijada personal.
Tal vez si me acuerdo, contra toda lógica, de cuál era el libro que leí en un viaje de 1980, es porque en él se dilucidaba un tránsito parecido al que yo mismo debería emprender muy pronto, cuando terminara el tiempo suspendido del ejército, que había sido mi prisión, pero también mi refugio, y ya no me quedara más remedio que pisar mi propia línea de sombra, el umbral menos deseado que temido de la vida adulta, de la búsqueda de un trabajo y de la naturaleza verdadera de mi vocación, de las decisiones sentimentales que ya no tendrían ninguna excusa para ser postergadas.
Pero aún no había llegado la hora de enfrentarse a nada, ni siquiera a la formación de retreta de esa misma noche ni a los ladridos o relinchos del sargento de semana: el tren y el libro me envolvían en una burbuja perfecta de tiempo, y el uniforme y la documentación falsa que llevaba me permitían sentirme aislado y protegido incluso de mi propia identidad. Me gustaba ser el resumen de mí mismo que el revisor o algún otro viajero verían al cruzarse conmigo, un soldado joven y barbudo, sentado junto a una ventanilla, que leía con aire de ensimismamiento y pereza una novela titulada admirablemente La línea de sombra.
Del macuto provenía un tenue y suculento olor a morcilla, a chorizo, a manteca y a lomo. Aprovechando el permiso yo había ido a visitar a los padres del brigada Peláez, y había pasado con ellos algunas horas de una tarde que tenía la penumbra y la lentitud de las tardes antiguas, de las visitas a las que mi madre y mi abuela me llevaban en la infancia.
Los padres del brigada eran tan diminutos como él, aunque no tan viejos como yo los había imaginado. Los había imaginado, no sé por qué, decrépitos, y encontré una pareja de sesenta y tantos años, la mujer con un mandil, una blusa de lana oscura, la cara enjuta y el pelo teñido de negro, el hombre un jubilado pulcro, peliblanco, algo más carnoso que ella, con boina, con las mejillas rosadas. Parecían los padres de alguien más joven que el brigada Peláez, y no de un militar, sino de un trabajador del campo, un mecánico o un empleado de algo: en la salita angosta y decente en la que me recibieron, había, encima del televisor, una foto del otro hijo que tenían, más joven que mi brigada, más corpulento y saludable. Pero quien ocupaba el lugar de honor, en otra foto enmarcada, clavada en la pared sobre el sofá de plástico marrón, era el brigada Peláez, en uniforme de gala, con guantes blancos y espadín, unos años antes, bajando la escalinata alfombrada del altar de la iglesia de Santa María del brazo de una mujer gordita y sonriente, envuelta en tules blancos de novia.
– Mi hijo segundo no quiso tener carrera, como el mayor -me dijo no sin cierta melancolía el padre-. Vive con más comodidad, y no tiene que aguantar los traslados y los desarreglos que aguanta mi Pepito, pero yo te lo digo como lo siento, y eso que a los dos los quiero igual, no es lo mismo haber llegado a brigada de Infantería que quedarse en dependiente de una farmacia.
– No tendrá tanto mérito -lo interrumpió la madre, sin duda con un deseo de ecuanimidad hacia sus hijos-, pero tampoco tiene el peligro que corre Pepito en esa tierra de brutos, que paso un mal rato cada vez que pongo el telediario y me entero de que han matado a otro militar. Se me para el corazón, no respiro hasta que no estoy segura de que no ha sido a mi hijo.
– Anda tú, mujer, que el Pepito bien que sabe defenderse, no estoy yo muy seguro de que saliera con bien el que se atreviera a sacarle una pistola. Menudo nervio tiene ése cuando se le sube la sangre a la cabeza…
– No se crean, que tampoco las cosas están allí tan mal como dicen en la televisión y en los periódicos -yo intentaba tranquilizarlos, aunque no parecía que el padre lo necesitara, tan seguro estaba de la arrogancia y el coraje de su hijo mayor-. Nosotros la verdad es que no notamos nada, hacemos vida normal, como aquí, más o menos.
– Pues claro, mujer, son militares, hacen su trabajo, cumplen con su deber
– dijo el padre, mirándome a mí, como para que confirmara delante de su mujer lo que él sostenía-. A Pepito desde chico se le venía viendo la vocación, como si lo llevara en la sangre. Al padre del brigada Peláez se le ensanchaba el pecho de orgullo y se le encendía el color de la cara cuando hablaba de su primogénito: se le notaba que se contenía, sin embargo, que no quería parecer dominado por la vanidad delante de mí, o tal vez que por pudor, o por delicadeza hacia el segundo hijo, prefería no mostrar del todo la amplitud íntima de su satisfacción. La mujer tenía, como tantas de su edad y de su clase, un aire de bondad y fatiga, de resignación y sufrimiento: al sonreír educada y tristemente a lo que yo le contaba ladeaba un poco la cabeza y se frotaba las manos sobre el regazo, con el gesto que ponían todas esas mujeres para escuchar relatos de enfermedades o desgracias.