– Y lo peor de todo es lo de la pobre Lali -dijo, tras un suspiro largo, guardándose en el bolsillo del mandil el pañuelo con que se había limpiado una lágrima-. Con lo alegre y lo charlatana y lo amiga de todo el mundo que ella es, y allí sola, todo el día, en ese piso, sin poder salir hasta que no llega Pepito, sin poder hablar con nadie, muerta de miedo cada vez que llaman a la puerta o suena el teléfono, no vaya a ser uno de esos terroristas. Si por lo menos Dios quisiera mandarles familia. Siempre que hablo con ellos les pregunto lo mismo, Pepito, ¿hay novedad?, y él, mamá, qué cosas tienes, como si eso fuera llegar y pegar, también tenemos nosotros que disfrutar de nuestra juventud…
Durante toda la visita me habían envuelto en una hospitalidad arcaica y sofocante, más o menos la misma que mi madre o mi abuela dedicaban a cualquier invitado, preguntándome por mi familia, a la que conocían entera, por mi trabajo en la oficina del cuartel, por la opinión que tenían los mandos superiores sobre su Pepito, al que imaginaban, sobre todo el padre, como a una especie de líder en la sombra, de héroe replegado en una posición en apariencia secundaria, pero decisiva, en aquella guarnición fronteriza de los Cazadores de Montaña. No pararon de insistir hasta que bebí el último sorbo de un gran vaso de duralex lleno de café con leche hasta el mismo borde, y luego la madre sacó del aparador un plato de galletas de coco, una botella de anís y otra de coñac. Con el cerebro nublado por aquellos venenosos alcoholes y la boca llena de galleta rancia y de pasta de coco les conté más o menos lo que deseaban oír, lo bien mirado que estaba en todo el regimiento el brigada Peláez, la habilidad y la eficacia con que durante un mes entero había dirigido prácticamente él solo las cocinas: el traslado a un destino mejor y el ascenso no podían tardar…
– Tampoco hay que pasarse de ambiciosos, que la avaricia rompe el saco -dijo el padre, tan animado como yo por el Anís del Mono y el coñac Ciento tres-. Si ha llegado tan joven a donde ha llegado bastante tiene por ahora, ¿no te parece a ti?
Ya era de noche cuando logré salir de la visita, tambaleándome un poco, con la boca pastosa, con una caja de cartón atada con cuerdas bajo el brazo, olorosa y grávida de embutidos que yo iba a llevar al otro extremo de la península como un correo del zar, como un Miguel Strogoff de los electrotrenes y los talgos que guardara en su macuto de lona verde el tesoro de las nostalgias alimentarias y familiares del brigada Peláez, el consuelo nutritivo para su destierro.
Oscurecía, pero aún no estaba encendida la luz en el vagón casi desierto del Talgo, que ahora avanzaba más despacio, frenando gradualmente. Cerré el libro, queriendo administrar las pocas páginas que me quedaban. Estábamos entrando en Vitoria, en una barriada de bloques de ladrillo y muros de hormigón inundados de los usuales carteles y pintadas. Carteles borrados por la lluvia, rasgados, arrancados, cubiertos por otros carteles hostiles, convertidos en una costra belicosa e ilegible, en una confusión de consignas, caras y gritos tan enredados entre sí como los trazos de las pintadas, los rojos y negros en espray, las tachaduras violentas, las maldiciones, las amenazas, los vivas y mueras, los goras y los ez: en todos los túneles, en todas las paredes de hormigón, en todas las tapias del País Vasco se prolongaba aquel friso de carteles pegados y arrancados y pintadas en euskera y en español que se tachaban las unas a las otras o crecían como lianas encima de las anteriores, como una hiedra feraz que iba cubriéndolo todo, introduciéndose en todas partes impulsada por el propio dinamismo de su crecimiento.
En la estación el gran letrero luminoso de Vitoria-Gasteiz ya estaba encendido. Habían cambiado la hora unos días antes, y los anocheceres aún sobrevenían inesperadamente. Miré hacia el andén y fue como si retrocediera en un espejismo de recuerdo y amargura instantánea a mi primera llegada a Vitoria, hacía ya más de un año: una muchedumbre de reclutas, con petates al hombro y ropas desaliñadas de paisano, se ordenaba en filas bajo los gritos y los empujones de policías militares con cascos y correajes blancos, con porras blancas que agitaban para establecer distancias o corregir posturas de desobediencia o torpeza: los reclutas no sabían cubrirse, ni obedecer la orden de firmes, ni permanecer en fila con la cabeza alta y sin guardar las manos en los bolsillos. Era raro pensar que lo que para mí terminaba estaba a punto de empezar para ellos: miré algunas de sus caras, tras el cristal de la ventanilla, caras de cansancio, de miedo, de desamparo, de chulería, idénticas a las que me habían rodeado cuando llegué por primera vez a la estación de Vitoria. Pensé en lo que les aguardaba esa noche, el olor fétido de las cocinas, los gritos de los veteranos, el viento en las explanadas, la humedad fría de las sábanas en las literas, la luz rojiza que permanecía toda la noche encendida en los barracones. Me alegré de que el Talgo apenas se detuviera en la estación, librándome así de un sentimiento insoportable de piedad y dolor, de pura rabia por lo que yo había pasado en el campamento de Vitoria y por lo que a aquellos reclutas les quedaba que pasar: tanta angustia y tanta humillación, tanta crueldad sin recompensa ni alivio.
Antes de llegar a San Sebastián tomé la precaución más bien cinematográfica, como de intriga ferroviaria, de encerrarme en el lavabo del tren para romper en trozos pequeños el carnet militar y el pasaporte falsos y arrojarlos adecuadamente al retrete. En la compañía, cuando guardaba en mi taquilla el paquete del brigada, me costó algún trabajo que mis amigos no me lo requisaran, ni que le practicaran tampoco, como sugirió Pepe el Turuta, una apertura sutil por la que fuese posible extraer siquiera una muestra mínima de aquellos embutidos que desprendían un aroma tan suculento a matanza y a tienda de ultramarinos. Al día siguiente, con motivo de la llegada sin novedad del valioso paquete, Pepe Rifón y yo fuimos invitados a cenar en casa del brigada Peláez.
– Ah, y cuidadito -nos advirtió, nada más recogernos en su coche a la salida del puente sobre el Urumea, vestidos de paisano los tres, por supuesto-. Nada de mi brigada por aquí y mi brigada por allá y a la orden mi brigada. Fuera del cuartel, y más en mi casa, os ordeno que me llaméis Pepe, ¿me veis la idea?
– Sí, mi brigada…
No era sólo por campechanía por lo que nos excusaba el tratamiento: también por un sentido de precaución que rozaba la paranoia. En la desoladora barriada de bloques industriales donde vivía, muy a las afueras de San Sebastián, nadie lo había visto nunca de uniforme, pero su acento andaluz lo delataba como posible policía, o en cualquier caso como funcionario gubernamental, y en su escalera ni a él ni a su mujer les dirigía nadie la palabra. Temía que si por un descuido uno de nosotros le llamaba «mi brigada» alguien lo escuchara por casualidad y diera el soplo a los etarras. Incluso en el coche iba vigilándolo todo, mirando de soslayo hacia la izquierda si otro coche lo adelantaba, fijándose en el espejo retrovisor por miedo a estar siendo perseguido.
Sus miradas de soslayo, sus gestos de precaución y de astucia, tenían sobre todo, al menos para Pepe Rifón y para mí, una eficacia cómica, porque nos hacían pensar irresistiblemente en el inspector Clouseau o en Anacleto agente secreto, pero el peligro y el miedo eran reales y también acuciantes. En décimas de segundo alguien podía venir casualmente por detrás y disparar una pistola, y nadie se acercaría luego al cuerpo caído y con un charco de sangre alrededor de la cabeza ni recordaría nada, a pesar de que el pistolero se había marchado a pie: cualquier mañana, al girar rutinariamente la llave de contacto en el coche, a uno podía reventarlo una explosión, y los vecinos ni siquiera abrirían las ventanas, para estar así más seguros de que no presenciaban nada comprometedor.
La tarde de octubre ya se cerraba en oscuridad y en niebla húmeda y llovizna de invierno cuando llegamos al bloque donde vivían el brigada y su mujer. Era un barrio que parecía haber sido abandonado por los constructores antes de acabarlo del todo, todavía con grandes zanjas que eran lodazales, calles sin asfaltar y farolas rotas que no debían haber funcionado nunca: uno de esos lugares en los que a la desolación de lo muy nuevo se yuxtaponen rápidamente las injurias de la decrepitud. El Urumea y las vías del tren pasaban muy cerca, dando a los bloques de pisos un fondo de niebla y de haces de cables. Desde la terraza mínima del piso del brigada Peláez, que su mujer, Lali, tenía poblada de macetas, se veían los muros oscuros, las alambradas y los torreones de la prisión de Martutene, célebre por una fuga de etarras que se escondieron para huir en el interior de los grandes altavoces del equipo de música de un cantante euskaldun.
Mientras salíamos del coche y caminábamos hacia el edificio la cara del brigada Peláez se iba poniendo tan plomiza como la barriada: cambió en un instante, nada más introducir el llavín en la cerradura de su piso y entrar en un vestíbulo diminuto que estaba presidido por una gran estampa con marco dorado de la Virgen del Rocío. La cara del brigada Peláez rejuveneció con una sonrisa que nosotros no habíamos visto en el cuarteclass="underline" parecía, cuando estaba en su casa, que la cara se le llenaba y se le redondeaba de felicidad, y las venitas moradas de la nariz y de los pómulos ya no le resaltaban tanto, ni los cañones pelirrojos de la barba escasa y siempre mal afeitada.