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Ahora lo encontraba más parecido a la foto nupcial que sus padres tenían colgada y enmarcada en la salita con tanta reverencia. Cuando su mujer salió a recibirnos el brigada Peláez le puso la mano alrededor de la cintura como si fuera a guiarla en un paso de baile y se besaron en la boca. Nos la presentó con un gesto de orgullo.

– Anda que no tenía yo ya ganitas de conocer a los dos escribientes -dijo ella con la musicalidad y la sorna de un acento cerrado de la bahía de Cádiz-. Mi Pepe es que no para de hablarme de ustedes…

Lali, la Lali, como la llamaba su suegra, era gordita y joven, como diez años más joven que él, gordita y recogida, saludable de carnes, con una cara redonda como las que gustaron hasta los años cincuenta, la boca pequeña y carnosa y unos hoyuelos en los mofletes que al brigada Peláez debían de volverlo loco, por el modo en que se los había pellizcado nada más llegar a casa. Tenía el pelo corto, las manos breves y gordas, como almohadilladas, también con hoyuelos en los nudillos, y llevaba sobre el escote pudoroso, aunque sugerente, de pechos redondos y apretados, una medalla de oro de la Virgen del Rocío, de la que era muy devota, tenía imágenes de ella repartidas por toda la casa. A Pepe Rifón y a mí nos explicó que se encomendaba a la Virgen del Rocío todas las mañanas, en cuanto el brigada Peláez salía de casa, para que a él no le pasara nada y le dieran cuanto antes el traslado a la bendita Andalucía, nos dijo, a su Algeciras de su alma.

Se llamaban entre sí con diminutivos cariñosos, sin importarles que nosotros estuviéramos delante, se llamaban Cari y Cuqui, Pepín, Nini, mi amor, amorcito, y en cuanto él llegaba a casa después de una ingrata jornada en el cuartel y de un viaje de regreso por carreteras suburbiales ella le sacaba la bata y las zapatillas de paño, las dos a cuadros que hacían juego, y le servía una copa de Carlos III, o un descafeinado con leche y una aspirina, si es que él llegaba con un poco de frío, como era lo más común, por culpa de aquel clima en el que no descampaba nunca, en el que la humedad calaba los huesos y lo reblandecía y lo enfermaba todo, así tenía el cerebro toda aquella gente.

Con la bata y las zapatillas el brigada Peláez era aún más diminuto, igual que su Lali con la bata de boatiné y las zapatillas acolchadas y con un pompón rosa, los dos como a escala del piso exiguo en el que vivían, que sin embargo estaba atestado de muebles, los muebles de su boda, los muebles descomunales y barrocos que compran los pobres al casarse, o que sus padres se entrampan para regalarles, la mesa de comedor, las sillas de patas torneadas, el aparador que ocupa una pared entera, la cama de matrimonio y el armario de tres cuerpos, la fotografía de la boda impresa en lienzo para imitar una pintura, las cristalerías y mantelerías y juegos de café, y en medio de todo el brigada Peláez y Lali moviéndose siempre un poco de costado, aislados del mundo, del paisaje exterior de bloques de pisos, zanjas y muros de cemento con pintadas abertzales, acogiéndose a una confortable soledad de recién casados permanentes en lo que ella no habría duda en llamar un nidito de amor, un nido sofocado y cálido, forrado de plumón, de goma-espuma de bata doméstica, de guata y fieltro de zapatillas de paño, alimentado por un aire que ni siquiera olía como el aire exterior.

En casa de Lali y del brigada Peláez olía a ambientador de pino, a sutiles productos de limpieza, a armario ropero y a guisos gaditanos o jiennenses, y ella decía que el aburrimiento de tanta soledad iba a ser su perdición, porque ya ni la tele la distraía, de manera que empezaba a picotear y no paraba, y tampoco iba a ponerse a plan, encima de todo, con aquella tristeza y sin hablar nunca con nadie, como tuviera que alimentarse de jamón york a la plancha y acelgas hervidas se moría de pena, igual que los geranios del balcón, que estaban mustios de no darles nunca el sol. ¿Era verdad lo que a ella le habían contado, le preguntó a Pepe Rifón durante la cena, que en Galicia también estaba siempre lloviendo?

– Claro, mujer -intervino el brigada, chispeante y más feliz aún tras varias copas de Fino Quinta-. De tanto como llueve a los gallegos les dan dos cosas: morriña y saudade. ¿Me equivoco, Rifón?

– No, mi brigada.

– Y dale con mi brigada y mi brigada. Aquí no somos más que tres amigos. ¿Y sabéis una cosa? -el brigada guardó silencio, para provocar una cierta expectación, bebió un sorbo de vino y se quedó mirando la copa-. Os voy a echar mucho de menos cuando os vayáis…

Cenamos con un hambre devoradora y soldadesca, con una cuartelaria avidez excitada por la abundancia de tapas y entremeses que Lali desplegó ante nosotros en su gran mesa de comedor, sobre un mantel de hilo que seguramente no habrían usado ni tres veces desde que se casaron. Por culpa de las cervezas y del Fino Quinta ya estábamos prácticamente borrachos antes de sentarnos a cenar, y al brigada se le encendía la cara y se le soltaba la lengua, nos repetía que le llamáramos Pepe y le habláramos de tú, nos contaba maldades y chismes de todos los mandos del cuartel, del teniente Castigo, al que calificó de niñato de mierda, de Martelo y Valdés, que nos la tenían jurada a los dos, a Pepe Rifón y a mí, que ya nos habrían mandado al calabozo o a hacer guardias si no fuera porque él, nuestro brigada, nos defendía siempre delante del capitán, y el capitán, bien lo sabíamos nosotros, no hacía nada sin consultarle a él, Peláez, le había dicho, tú me respondes de estos chicos, y él le había contestado, mi capitán, por mis dos escribientes yo pongo la mano en el fuego…

Cenábamos con la felicidad de los hambrientos, de quienes llevan un año entero soportando las comidas infames del cuartel y de los bares de soldados. Lali nos rellenaba los platos con muslos de pollo en salsa y guarnición de champiñones y el brigada las copas con Rioja tinto, y los dos nos animaban con machacona hospitalidad a seguir comiendo, a no dejar ese poquito de nada, a mojar trozos de pan en la salsa, para algo estábamos en confianza, a apurar luego un tazón de arroz con leche espolvoreado de canela, y un café, y una copa de coñac, que según el brigada era muy digestivo, tanto que nada más apurar la primera nos apresuramos a beber una segunda, y habríamos continuado hasta dar fin a la botella de no ser porque Lali, que era la única que conservaba la cabeza lúcida, señaló el reloj y nos advirtió que iban a dar las diez, y que si no salíamos corriendo en ese mismo instante no llegábamos al toque de retreta.

– Hay que ver, cari -le dijo con guasa a su marido-, parece mentira que tú seas el superior jerárquico y que por culpa tuya les vayan a meter un arresto a estos muchachos.

Le ayudó a quitarse la bata y las zapatillas, le trajo sus zapatos, su cazadora de invierno, con el cuello de piel, porque ya refrescaba, le encontró las llaves del coche, que él buscaba entre los muebles con ineptitud de sonámbulo, con una sonrisa feliz en su cara abotargada por la comida y la bebida, sobre todo la bebida, porque comer, lo que se decía comer, explicaba Lali, no comía casi nada, picaba apenas, como un pajarito.

Volvimos a Loyola dando bandazos en el coche del brigada Peláez por una carretera oscura y afortunadamente casi vacía. Condujo tan rápido que aún nos quedó tiempo para tomar una última copa en el mismo bar donde Pepe Rifón y yo nos habíamos vuelto a vestir de uniforme. Ya le temblaba un poco la mano, y su piel adquiría de nuevo, bajo las luces crudas del bar, una palidez violácea. Tenía los ojos turbios, brillantes y sentimentales cuando propuso un último brindis, y apoyaba firmemente el codo en la barra, como anclándose a ella: de pronto era un hombre envejecido, bebedor y más bien patético, y al brindar con él nos transmitía toda la congoja de una despedida que al brigada le importaba mucho más que a nosotros. Nosotros, al fin y al cabo, nos íbamos: él se quedaba, a él le quedaba más mili que al monolito, que al palo de la bandera, que a los reclutas que esa misma noche estaban durmiendo por segunda vez en los barracones de Vitoria.

– Os voy a echar de menos -repitió después, cuando se iba en el coche-. Pero me alegro mucho de que os falte ya tan poco tiempo para iros de aquí. ¿Me veis la idea?

XXII.

Ya sí, ya era verdad, aunque costara tanto creérselo, nos íbamos, estábamos a punto, rozando el instante de la huida, de la autorizada deserción final, aproximándonos al cumplimiento del deseo más fieramente sostenido, irnos, marcharnos, abrirnos de allí, nos faltaban unas horas, no meses ni semanas ni días, horas, minutos que iban devanándose en los relojes desde antes del amanecer, la madrugada invernal del último día, el último toque de diana, el último despertar angustioso, la última carrera hacia el patio arrastrando las botas sin atar, subiéndose los pantalones, abrochándose de cualquier modo la guerrera, la última formación bajo los soportales, porque estaba lloviendo, y la lluvia chorreaba en los canalones y resonaba en la oscuridad todavía nocturna igual que el invierno anterior, pero ya nunca más volveríamos a oírla ni a oler la humedad y la niebla del río, y ni siquiera oiríamos esa noche los toques de retreta y luego de silencio, pues nos habríamos ido varias horas antes.