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Nos íbamos a la hora de paseo, a las seis de la tarde, a la misma hora a la que tantas veces habíamos formado vestidos de romanos para salir a toda prisa y cambiarnos de ropa en algún bar de Loyola, sólo que esta vez saldríamos del cuartel vestidos de paisano, y sin petate al hombro, porque lo habríamos entregado, igual que los uniformes de faena y de paseo y los correajes y toda nuestra ropa militar, incluidas las botas con doble suela de goma y el pantalón y la guerrera de franela verde oscuro que nos caracterizaban en invierno como cazadores de montaña: las gorras con el cartón de la visera partido y con el forro lleno de tachaduras, las de los nombres de todos los meses que ya habían pasado, las guerreras y los pantalones con toda la mugre de las garitas y los cuerpos de guardia, las botas cuarteadas, sucias de barro seco, hinchadas por la lluvia, los despojos de nuestra vida militar, que iban a amontonarse como montañas de harapos en el almacén de la furrielería, para ser luego contados, clasificados, enviados a la lavandería y repartidos de nuevo a los reclutas que llegaran después de nosotros, según el inmortal principio distributivo formulado por el brigada Peláez, un hombre, una prenda de cabeza, cien hombres, cien prendas de cabeza.

Nos íbamos, ya sí que nos íbamos, nos habíamos desvelado pensándolo la noche anterior, y de eso fue de lo primero que nos acordamos nada más abrir los ojos, y cuando nos pasaron lista en la formación de diana nos habíamos cuadrado con más apática desenvoltura que nunca y habíamos gritado presente con una alegría y una rabia que resonaban en todo el patio del cuartel, pensando siempre que lo que estábamos haciendo lo hacíamos por última vez, embriagados de excitación, de incredulidad, de impaciencia, conteniéndonos la risa y las ganas de barullo y de bronca para que los sargentos no se nos mosquearan del todo, iracundos como estaban, con la seriedad agresiva que adquirían cada vez que se acercaba la licencia de algún reemplazo, como si no pudieran tolerar aquella intromisión de la vida civil que nos arrebataba para siempre del dominio absoluto que habían ejercido sobre nosotros, o como si en el fondo les remordiera la evidencia de que ellos eran los más sometidos, los que no se marcharían nunca, los que tendrían una vida que iba a ser una sucesión insoportable de milis, de guardias, de formaciones, de toques de corneta, de soldados que llegaban y soldados que se iban, de conejos aterrados y bisabuelos con la mirada turbia de alcohol y de porros, enaltecidos por la inminencia de la libertad.

Era el último día, habíamos agotado todas nuestras medidas de tiempo, habíamos resistido y empujado a fuerza de pura obstinación la cuenta atrás larguísima de nuestro cautiverio, día tras día durante trece meses, desde el primer día que terminó en el campamento de Vitoria, el primer rompan filas, el primer grito de aire, cuando imaginábamos despavoridos aquel acantilado y aquel himalaya de días y meses delante de nosotros, aquel océano incierto de tiempo que nos había parecido tan tenebroso y sin orillas ulteriores como el Atlántico a los navegantes antiguos.

Y de todo eso ahora no quedaba nada, o casi, unas horas, de la plana mayor del batallón habían mandado unas cajas misteriosas que contenían nada menos que nuestras cartillas militares, la Blanca de cada uno con su nombre inscrito en ella como una prueba irrefutable de la liberación, pero nadie lo sabía aún, habíamos guardado las cajas en el armario de la oficina por miedo a que estallara un motín de impaciencia si se corría la voz de que ya habían llegado, porque cada minuto era una injuria, un goteo monótono de lentitud y dilación que nos aproximaba tortuosamente al final exacto, a la campanada de reloj en la que para nosotros cesaría la esclavitud y el embrujamiento de tiempo paralizado de la mili.

Pepe el Turuta ya no tendría que mantener por más tiempo la ficción insostenible de que sabía tocarla, Juan Rojo no se había puesto su mono inmundo de cocinero, sino un uniforme de faena impecable, y aguardaba el paso de las horas fumando Winston y dormitando en una secreta covachuela en la que más de una vez había organizado timbas de poker, Agustín y Chipirón habían salido de guardia a las ocho y se habían desprendido del fusil, de los cargadores y del correaje como si se rindieran exhaustos y embotados de sueño a un enemigo benévolo, despeinados, con las pupilas enrojecidas, destemplados por la noche de intemperie en medio de la niebla y la lluvia, la noche de la última guardia, la última noche en vela que pisaban en el cuartel, vigilando el río tras la mirilla de la garita, calentándose a pisotones los pies entumecidos por la humedad y el frío, viendo subir por última vez de la maleza espesa de la orilla aquella niebla que para Agustín había cobrado algunas veces la forma de un monstruo de pesadilla infantil.

Saltábamos los unos sobre los otros en las camaretas, lunáticos y trastornados como machos cabríos, y parecía que al empujarnos soltábamos chispas de pedernal y que un instinto incontrolado nos empujaba al mogollón, al amontonamiento soldadesco de codazos y patadas. Estallaban de pronto en remolinos feroces peleas de una rabia infantil, resonaban a todo lo largo de los dormitorios portazos y gritos, órdenes burlescas, patadas o redobles frenéticos en la chapa de las taquillas, literas de conejos volcadas, alaridos roncos de triunfo. Algunos mandos inferiores preferían entonces no hacerse visibles; a otros se les despertaba la mal contenida chulería: por el patio, bajo la lluvia fina y helada de las diez de la mañana, pasaba el Chusqui caminando en su desfile solitario y perpetuo, la gorra sobre los ojos, las botas con tachuelas y cordones de un dandismo facha, el mentón levantado, los brazos oscilando rítmicamente a los costados, un, dos, er, ao, la mano derecha entreabierta y rozando la pistolera negra, las piernas un poco arqueadas, la expresión leñosa; entonces, por una ventana abierta del Hogar del Soldado, o más arriba, desde la galería a la que daban nuestros dormitorios, salía una voz agresiva, sarcástica y triunfal, una voz de bisabuelo ronco y vengativo que enunciaba la misma maldición repetida cada tres meses, cada vez que le llegaba la licencia a un reemplazo:

– ¡Chusqui, aquí te vas a quedar!

Allí se iban a quedar todos, sepultados bajo un porvenir del que nosotros ya habríamos huido, allí se iban a quedar los conejos que nos miraban con caras de miedo, de envidia y de tristeza, los padres, los abuelos, los recién ascendidos bisabuelos, que en cuanto nosotros nos marcháramos heredarían el privilegio de hablar de sí mismos en tercera persona, los sargentos mulares, los bíceps legionarios y tatuados de Valdés y el bilioso patriotismo de Martelo, el páter con su sotana y su manteo de capellán castrense o su sonrisa moderna de cura de paisano, según, el teniente Castigo con sus botas y sus correajes impecables, su suavidad de ofidio y su pijerío venenoso de veintiún años, el brigada Peláez con sus carajillos furtivos y su nido secreto de amor conyugal en una torre de pisos de Martutene, el capitán y su indolencia de falso militar inglés, de capitán en una película inglesa de militares cultivados, el monolito con la lápida de homenaje a los Caídos por Dios y por España, el cuadro con el retrato y el testamento del difunto caudillo que amarilleaba en todas las dependencias, la bandera que era izada y bajada cada día con solemnidades de guardia de honor como la enseña de un fortín en territorio enemigo, el cieno y la niebla y la humedad del Urumea, las colinas verdes y el cielo liso y gris y los caseríos pardos de Guipúzcoa, los caminos rurales en los que se cruzaban carretas de bueyes y land-rovers de la Guardia Civil, la ciudad entera de San Sebastián, los abertzales y los policías, los terroristas y los matones del Batallón Vasco-Español, todos se iban a quedar allí, hincados y grapados a la tierra, como la bandera y el monolito, y uno, que ya se marchaba, aunque le seguía pareciendo imposible, agregaba siempre: «a mí me jodería», repitiendo también por última vez las fórmulas de germanía soldadesca a las que tan fácilmente se había acostumbrado y que muy pronto iba a olvidar, como esas personas que no recuerdan nada de un idioma que hablaron en la infancia.

No había ningún gesto que de repente no fuera el último, y todas las costumbres que parecieron tan sólidas se deshacían en nada ante la evidencia de la última vez: la última formación para el desayuno, la última taza de pochascao espeso y caliente, la última vez que retumbaba el comedor entero cuando nos poníamos de pie porque había sonado la corneta, el último cigarrillo encendido de camino hacia la oficina diminuta donde yo recogía el último ejemplar del Diario Vasco, la última vez que sacábamos Pepe Rifón y yo del armario metálico los libros pesados como losas de Entrada y Salida y preparábamos los documentos para la firma del capitán y el reparto en la valija diplomática, con sus grandes tapas de cartón desvaído y los departamentos y bolsillos donde guardábamos y clasificábamos los oficios, los vales del pan, las hojas de cocina, los pasaportes en papel rosa que esa misma mañana firmaría el coronel para cada uno de nosotros, los bisabuelos, los que nos marchábamos con permiso indefinido, porque oficialmente no estaríamos licenciados hasta un mes más tarde, con nuestra Blanca en el bolsillo como el santo grial de todas nuestras ambiciones castrenses y el salvoconducto definitivo de nuestra libertad y de nuestra vida futura: la Blanca era nuestra única divinidad y nuestro evangelio, nuestro catecismo, nuestro libro rojo, nuestro Corán, y cuando por fin la viéramos y la tocáramos sería como tocar la materia indudable de los sueños, el halcón maltes y el cofre de un tesoro, el ábrete sésamo que nos iba a abrir las puertas del cuartel y a devolvernos para siempre a la tierra firme y real del otro lado del río.