Pero a algunos, los escaqueados, los que no teníamos que desfilar, el capitán nos autorizó a vestirnos de paisano, a entregar, como solía decirse, con una expresión que a mí me recordaba lo que decían los curas cuando yo iba a hacer la comunión, acercarse, con una simplicidad teológica. Acercarse era acercarse a comulgar, y entregar era guardar toda la ropa y los correajes en el petate y entregarlo todo en la furrielería, volcar las botas y las guerreras y los pantalones en una montaña jubilosa y hedionda de despojos militares y volver de allí transfigurado, ligero, con las manos en los bolsillos, con soltura y gallardía civil.
A las cuatro de la tarde, cuando todas las compañías empezaban a formar en el patio, Juan Rojo ya estaba vestido de paisano, con sus gafas de sol, su chaqueta de cuero, su camisa abierta, sus zapatos de tacón grueso y su esclava de macarra de Linares y narcotraficante latino, y Pepe Rifón y yo, aún recogiendo nuestros últimos papeles en la oficina, habíamos recuperado nuestra apariencia de universitarios rojos, nuestros jerséis de lana recia, nuestros pantalones de pana, los cuellos de las camisas bien visibles bajo las barbas idénticas: aún estábamos juntos los tres, pero se notaba que ya empezábamos a distinguirnos regresando cada uno al mundo y al vestuario a los que pertenecía, y que el simulacro de solidaridad delictiva y revolucionaria urdido por Pepe Rifón se desharía en cuanto nos marcháramos.
Juan Rojo se echó en el sillón de la oficina donde solía aposentarse el brigada Peláez, puso los pies en la mesa, lo miró todo con una expresión de desdén, como si hubiera entrado a robar en una casa en la que no encontraba nada de valor: con un sobresalto de pánico observé que empezaba a separar un trozo de un barra olorosa y oscura de hachís y que se disponía tranquilamente a liar un porro.
– Venga, oficinista, no seas muermo, no pongas esa cara, que un día es un día.
Juan Rojo hacía unos canutos rápidos y perfectos, como si los esculpiera, lisos y cónicos, muy delgados en la parte del filtro y gruesos al final, culminados en un lazo mínimo de papel que él prendía siempre con ceremonia, como inaugurando algo, una llama brevísima que al extinguirse daba paso a la lenta combustión de las hebras rubias de tabaco y los grumos de hachís. Pepe abrió la ventana, le dio una calada al porro y me lo pasó, y yo, aunque me había prometido que no fumaría, aspiré hondamente también, y entre los nervios que tenía y la extrema pureza del hachís me entraron enseguida palpitaciones y empecé a notar un principio de presión en el pecho, de miedo, de falta de aire, aunque la ventana estaba abierta, un presentimiento de desastre, confirmado por la irrupción veloz en la oficina de un suboficial de otra compañía, un sargento que asomó la cabeza, buscó a alguien y desapareció enseguida, provocándoles a Pepe Rifón y a Juan Rojo, tras un segundo de silencio, un ataque de risa, de aquella risa floja que daba el hachís y que al parecer era uno de sus mayores atractivos, y acentuándome a mí el miedo y el vaticinio de desastre hasta un punto en que noté que palidecía y que se me iban enfriando las manos.
Salí de la oficina, me alejé cobardemente de ella, mareado y furioso contra la temeridad de mis amigos, obsesionado con la idea de que en los últimos minutos iba a ocurrirme algo por culpa de ellos. Yo no era tan audaz ni iba a serlo nunca, y lo que deseaba era marcharme cuanto antes del cuartel para no seguir viéndome obligado a fingir un coraje y una indiferencia hacia las normas de los que había carecido siempre.
Pensaba que aquel sargento nos había visto fumar hachís y nos delataría. Para desprenderme de ese principio de obsesión -el hachís me exacerbaba una tendencia innata a las obsesiones más peregrinas-me lavé la cara con agua fría y me acodé a tomar el fresco en una de las ventanas que daban al patio. La compañía estaba desierta, pues salvo Juan Rojo, Pepe Rifón y yo todo el mundo participaba en el homenaje a los Caídos. En los muros del cuartel resonaba el eco de los tambores y de las trompetas, que se escucharía también, con claridad y distancia, al otro lado del río, en Loyola. Al ritmo tenso y creciente de la percusión los banderines de todas las compañías se inclinaban hacia el monolito mientras el coronel dejaba en su base una corona de laurel y el páter, vestido como un cura del siglo XIX, de una novela del siglo XIX, recitaba en voz alta un padrenuestro, con tal energía eclesial y castrense que era posible distinguir sus palabras a pesar de la trepidación de los tambores y los metales. La dotación entera del cuartel permanecía en posición de firmes, en un paroxismo geométrico de inmovilidad, y el redoble cada vez más rápido y grave de los tambores creaba como una expectativa entre de heroísmo trágico y prodigio circense: hasta al brigada Peláez se le distinguía en una esquina de la formación sacando el pecho, con uniforme de gala y correajes brillantes, con el espadín de militar de zarzuela colgándole al costado.
Tras la severidad fúnebre de la ofrenda a los Caídos la banda atacaba el himno de Infantería y a sus acordes enérgicos de pasodoble militar comenzaba el desfile, un desfile imaginado sin duda para recorrer en triunfo las calles de una ciudad con gente aplaudiendo al paso y banderas en los balcones: pero en nuestro cuartel se desfilaba alrededor del patio, se salía por una puerta lateral y se volvía a entrar enseguida por otra, sin cruzar nunca el puente, sin pasar al otro lado del Urumea. Por última vez yo escuchaba las pisadas unánimes de mil pares de botas sobre la grava del patio y las efervescencias patrióticas del himno:
De los que amor y vida te consagran
escucha España la canción guerrera,
canción que brota de almas que son tuyas,
de labios que han besado tu bandera…
Sobre mi cabeza, en el piso de arriba, oía los pisotones y los saltos de un par de bisabuelos borrachos que estaban viendo el desfile desde la galería superior, muertos de risa, y seguramente ciegos de hachís, cantando una de aquellas rumbas de Los Chichos que arrasaban la sentimentalidad de la clase de tropa:
Tengo un amor en la calle,
amor que es de compra y venta.
Pero ya eran las cinco, terminaba el desfile, en cuanto se diera la orden de rompan filas resonaría en el patio con más fuerza que nunca el grito diario de la libertad, aire, y los bisabuelos subirían las escaleras en una violenta estampida, en un torrente de pisotones y rugidos, y ahora sí que se quitarían los uniformes para no volver a ponérselos nunca, dejarían los cetmes en los anaqueles de las armas, se arremolinarían ya vestidos de paisano para entregar los petates y la ropa militar, saldrían corriendo hacia la puerta de la oficina para que el capitán les entregara a cada uno la Blanca, estrechándole luego la mano, con un último gesto de cordialidad militar…
Justo cuando nuestros compañeros volvían tumultuosamente del desfile Pepe Rifón y yo estábamos cumpliendo la última de nuestras tareas administrativas: ordenar alfabéticamente las cartillas militares. La irritación y el miedo se me habían disipado al mismo tiempo que los efectos del hachís. Sólo quedaba la impaciencia, la rapidez nerviosa de los actos, la visión ligeramente desenfocada de las cosas, percibidas con turbiedad, como los rasgos de alguien en una fotografía movida. Entonces la puerta de la oficina se abrió de un empujón y el sargento Martelo apareció en el umbral quitándose los guantes blancos del desfile, mirándonos a Pepe Rifón y a mí con una jovialidad torcida, jactanciosa y grosera.
– A ver, vosotros dos, poneros inmediatamente el uniforme.
– El capitán nos autorizó a cambiarnos de paisano, mi sargento.
– El capitán a lo que os va a autorizar ahora es a ingresar en el calabozo. Licencia cancelada. Órdenes del coronel. Os lo dije a los dos, os lo venía advirtiendo: cuidadito, que con nada que os paséis la vais a cagar. No será porque no os avisé. Y sois los dos tan gilipollas que en el último momento la habéis cagado.
No creo que al principio dijéramos nada, o que nos moviéramos. Ni siquiera éramos capaces no ya de buscar un motivo, sino de aceptar como verdadero lo que nos sucedía: sin duda el sargento que entró en la oficina mientras fumábamos el porro nos había delatado. Pero el sargento Martelo no explicó nada, estaba claro que prefería por ahora someternos a la tortura de la incertidumbre. «La habéis cagado, por idiotas», repitió antes de salir, cerrando de un portazo, «por listos, que os creéis muy listos vosotros».
Me temblaban las piernas cuando me levanté. Al otro lado de la puerta crecía el tumulto salvaje de los bisabuelos. Adonde vas, me preguntó Pepe Rifón, y yo le contesté en voz baja, adonde voy a ir, a vestirme otra vez de soldado. Tú no te muevas, dijo, siempre con aquel aire de sagacidad y de calma, no hagamos nada hasta que no hablemos con el capitán, o con el brigada Peláez. No podía creerlo, no aceptaba que no fuéramos a irnos, que el reloj se hubiera parado en los últimos minutos, pero la debilidad de las piernas, el vacío en el estómago y el temblor de las manos que no acertaban a encender un cigarrillo, me estaban diciendo que era verdad el desastre, que se había cumplido la amenaza que estuvo pendiendo sobre mí desde que llegué al cuartel, desde que el capitán recibió aquel informe con el sello de alto secreto, discreta vigilancia durante seis meses. El pavor se convertía en remordimiento, debí haber sido más prudente, os advertí que no encendierais el porro en la oficina, le dije con amargura y resentimiento a Pepe Rifón, a quién se le ocurre jugársela así, una hora antes de irnos. Pero él se mantenía lúcido, no puede ser por eso, razonó, hablando tan en voz baja como yo mientras al otro lado de la puerta cerrada aumentaban los gritos, los portazos, el escándalo beodo de una celebración de la que nosotros dos ahora estábamos excluidos: no te das cuenta, si fuera por lo del porro habrían arrestado también a Juan Rojo, y Martelo sólo ha hablado de nosotros dos.