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No llegamos a enterarnos de qué modo se deshizo el malentendido: tampoco supimos, ni nos importaba, lo que fue de los dos soldados borrachos por culpa de los cuales habíamos estado a punto Pepe Rifón y yo de pasar un mes de calabozo. Cuando ya habíamos recogido la Blanca nos cruzamos con Martelo y no tuvo el valor de sostenernos la mirada.

Justo al salir por la puerta del cuartel corrimos como no habíamos corrido nunca, con una felicidad y una energía para las que nos faltaban aire y espacio. Cruzamos corriendo el puente sobre el Urumea y ni siquiera nos detuvimos para lanzar ritualmente al agua los candados y las llaves de las taquillas, los recuerdos últimos del petate que ya nunca más cargaríamos a nuestra espalda. Al caer al agua lenta y cenagosa los candados de todos los bisabuelos provocaban en ella como un sobresalto de disparos. Llegamos al otro lado del puente pero ni siquiera entonces nos detuvimos, y ninguno de nosotros volvió la cabeza para mirar los árboles y la espesura de la orilla y los torreones de ladrillo rojizo del cuartel. Seguimos corriendo, mis amigos y yo, cruzamos a una velocidad de vendaval la autopista, sólo nos paramos cuando ya estábamos tan lejos que no se veía el cuartel ni podían escucharse los toques de corneta. Nos miramos entonces jadeando y exhaustos, como si volviéramos a vernos después de una catástrofe a la que para nuestro asombro habíamos sobrevivido.

A las once de la noche, roncos, deshechos, perfectamente beodos, colocados, rendidos y felices, subimos al exprés. Sería al llegar a Madrid cuando nos separáramos: Chipirón y Agustín tomaban un vuelo hacia Canarias, Juan Rojo y Pepe el Turuta viajaban a Sevilla, al parecer con el propósito de emprender juntos un negocio de algo, Pepe Rifón intentaría matricularse en la Complutense, yo esperaba encontrar un billete en el primer tren que saliera de Atocha hacia Linares-Baeza.

En el expreso San Sebastián-Madrid prácticamente sólo viajábamos esa noche militares recién licenciados: en los vagones había la misma bronca que en las camaretas de colegas, y los pasillos eran un turbión de soldados de paisano que intercambiaban a gritos bromas de cuartel. Apalancados en un departamento de segunda, con la compañía escandalosa de un radiocassette que el revisor se quedó mirando muy serio pero sin atreverse a decirnos que lo desconectáramos, bebimos litros de cerveza, batimos palmas al ritmo de Los Chichos, fumamos talegos de hachís, comimos nuestros últimos bocadillos ciclópeos y soldadescos de foie-gras con anchoas y tortilla de champiñones. Hablábamos sin descanso, muy excitadamente, de nuestras últimas horas en el cuartel, y revivíamos la huida final atropellándonos unos a otros, como se cuentan películas los niños. Ninguno de nosotros aludía esa noche a lo que iba a ser su vida desde el día siguiente.

A las dos o a las tres de la madrugada el tren se había ido quedando en silencio. La cinta que escuchábamos había llegado al final y nadie le dio la vuelta. Salí del departamento procurando no enredarme con las piernas de los otros, y al ir por el pasillo buscando el baño y sujetándome con las dos manos a toda superficie que me lo permitiera me di cuenta de que había bebido tanta cerveza y fumado tanto hachís que no era responsable de mis movimientos y sólo poseía unas nociones muy generales sobre mi identidad. Como en todas las celebraciones que se prolongan mucho, el entusiasmo de la libertad se me había agotado, igual que se agotan en una fiesta el alcohol o las horas de la noche dando paso en los corazones menos animosos a una sospecha íntima de fraude, de fatiga inútil, de culpa. Al salir del baño me ocurrió el percance absurdo de que la puerta cayera sobre mí. La sostenía con las dos manos, incapaz de hacer nada práctico con ella, queriendo dejarla en una cierta posición de equilibrio, al menos mientras me escapaba de allí, pero no había modo, me apartaba un paso, el tren daba una sacudida y la puerta caía sobre mí, y yo temía que viniera el revisor y me encontrara en aquella posición ridícula, en cierto modo comprometedora, como si un vandalismo mío hubiera causado la rotura de la puerta del baño…

Aproveché un momento de calma para dejarla apoyada contra el marco, escapé como si abandonara a un animal, la oí caer a mi espalda como una losa, como un portalón derribado, pero no me volví, quería regresar cuanto antes al vagón donde ya dormían mis amigos. Al rato de avanzar por el pasillo me extrañó no haber llegado aún: creí comprender que me había confundido, que estaba moviéndome en dirección contraria a la de la marcha. Di media vuelta y a los pocos pasos volví a encontrarme perdido: estaba tan intoxicado de hachís y de sueño que no sabía en qué dirección iba el tren, y afuera la oscuridad era tan densa que yo no podía buscar ningún punto de referencia. Apoyé la espalda contra la pared, cerré los ojos, intenté percibir hacia dónde era llevado, y cuando creía saberlo me parecía otra vez que el tren había cambiado de sentido y viajaba en dirección contraria, no sabía si hacia el sur o hacia el norte, en medio de la oscuridad, y avanzaba extraviado por el pasillo vacío, junto a las puertas cerradas e iguales de los departamentos, temiendo no encontrar nunca a mis amigos, no averiguar hacia dónde iba o regresaba.

XXIII.

Una noche de enero, en Madrid, iba a cruzar la Gran Vía frente a la calle Hortaleza cuando vi pasar cerca de mí una figura que me resultó inmediatamente familiar, aunque apenas había visto su cara. Caminaba casi rozando la pared, a la manera de ciertas personas muy tímidas, y la luz escasa convertía casi en una sombra su figura baja y ancha, fornida, cubierta por un abrigo de cuyas solapas apenas llegaba a sobresalir una cabeza abatida y sin cuello. A pesar de la poca luz, de que no lo veía de frente, de que habían pasado algo más de catorce años desde la última vez que habíamos estado juntos, el reconocimiento fue instantáneo, y el nombre vino a mis labios con una espontaneidad en la que ni siquiera hubo tiempo de que interviniera la memoria: «Martínez», dije, sin alzar, creo, demasiado la voz, en la acera más bien oscura por la que en ese momento no pasaba nadie más, y él, que caminaba tan ensimismado, con la cabeza inclinada entre las solapas anchas del abrigo y una bolsa de plástico en la mano derecha, se volvió buscando a quien lo llamaba y me vio a mí, que aún estaba parado junto al semáforo, al filo de la acera, y que también vestía un abrigo oscuro, tenía una edad semejante a la suya y llevaba algo en la mano, no una bolsa, me acuerdo, sino un paquete de confitería atado a la antigua con una cinta roja. La cara de sorpresa o de aturdimiento adquirió enseguida una sonrisa, y él tampoco tardó ni un segundo en decir mi nombre: seguía llevando una barba pelirroja, y su mirada y su presencia tenían exactamente la misma pesadumbre que en el invierno de 1979, cuando nos conocimos, pero ahora le faltaba mucho pelo, aunque no podía decirse que se hubiera quedado calvo, porque seguía peinándose con raya. Tenía los brazos cortos, las manos anchas y pecosas, con esa palidez particular de las manos de los pelirrojos, y el corte de su abrigo era definitivamente anticuado, como la espiguilla del tejido.

Me acordaba de todo, tantos años después: de su nombre y de sus dos apellidos, que yo mecanografiaba tantas veces en la oficina del cuartel, de la calle y del número de la casa donde vivían sus padres y del oficio de su madre, de la que él me había dicho en alguna de las raras conversaciones personales que tuvimos que trabajaba de portera. Al verlo, y durante los minutos que pasé charlando con él, en la otra acera de la Gran Vía, justo en la esquina de la calle Hortaleza, quedó suspendido el tiempo en el que yo vivía cuando nos encontramos, y al que regresé luego enseguida, después de intercambiar con él nuestros números de teléfono, anotados en cualquier papel, en el reverso de un billete de metro o del recibo de una tienda, porque resultó que ninguno de los dos teníamos tarjeta.

Unos segundos antes, mientras subía por la calle Montera, en la primera hora de la noche invernal, con las solapas de mi abrigo levantadas y mi gorra bien calada sobre la frente, yo había vivido en la plena inmersión de mi vida de ahora, los treinta y ocho años que acababa de cumplir, mis tareas inmediatas y mis cálculos para el futuro, la mezcla de desamparo y de íntima excitación que me provoca siempre el espectáculo nocturno del centro de Madrid, sobre todo en las noches invernales de lunes y de martes, cuando parece extenderse por las calles una orfandad y un frío que lo contaminan todo de desolación: hay que volver a casa cuanto antes, hay que abrigarse en la temperatura hospitalaria de la calefacción y en la certidumbre de los afectos y las cosas.

Venía de dar un paseo a solas, con el motivo o el pretexto de comprar algo para la cena, y cuando me detuve en la esquina de la calle Montera con la Gran Vía iba pensando en que también necesitaba verdura y fruta, con el ensimismamiento y la severa concentración que pone uno en sus cavilaciones más triviales, pero una parte de mí permanecía alerta, a distancia de mis pasos y de mis intenciones, porque si no no habría descubierto a aquella figura que ni siquiera pasó por delante de mí, sino por esa zona marginal de la visión de la que sólo cobramos conciencia en caso de peligro, la figura de un hombre común, soluble en la gente y en la luz escasa de la noche de Madrid, como encogido sobre sí mismo, caminando tan cerca de la pared que su sombra se confundía con ella, caminando a solas, con una bolsa de plástico apretada en la mano, con la determinación ausente de quien se dispone a volver a casa y ya no considera que valga la pena seguir mirando alrededor.