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Me había acordado de él con cierta frecuencia a lo largo de aquellos catorce años, con frecuencia pero sin ningún motivo particular, pues no habíamos llegado a hacernos amigos, ni siquiera a tratarnos con aquella fraternidad algo zafia que hasta a los más retraídos se nos contagiaba en el cuartel. El vivía un poco al margen de todo, dedicado a leer o a pasear solo o quedarse arrebujado en las mantas de la litera cuando no estaba de guardia. No se metía con nadie, nunca gritaba ni se hacía notar, a no ser cuando algún bruto le gastaba una broma o un sargento lo llamaba empanao durante la instrucción. Me había acordado de su aire permanente de infortunio, de lo mal que le sentaban siempre las prendas del uniforme, del número inhumano de guardias que le había tocado hacer en aquel invierno húmedo y frío de San Sebastián en el que yo tuve la buena suerte de ser nombrado oficinista, y de quedar relevado por lo tanto de lo que se llamaban servicios de armas.

A Martínez el tres cuartos le quedaba siempre muy grande, y las mangas tan largas que sus manos desaparecían en los puños, y cuando desfilaba o hacía gimnasia se quedaba siempre el último, bajo y desmañado, en pantalón corto y camiseta, jadeando detrás de los más rezagados o sosteniendo un fusil que entre sus manos siempre parecía absurdo, pues era obvio que no habría podido hacer nada práctico con él. Con frecuencia me había acordado de una vez que me tocó formar delante de Martínez, en el patio del cuartel, a la hora de fajina; él era el último de nuestra fila, y por alguna razón en el orden riguroso de entrada de las compañías en el comedor a la nuestra le tocó quedar para el final, y la fila en la que él y yo estábamos entró la última de todas, de modo que aquel día los mil soldados del Regimiento de Cazadores de Montaña Sicilia 67 entramos en el comedor delante de Martínez, que al acercarse a la puerta detrás de mí, solo ya en el gran patio vacío, con la cabeza baja y la mandíbula ancha y adelantada, más prominente a causa de la barba pelirroja, murmuró una declaración inolvidable de melancolía, de pura congoja bíblica:

– Soy el último de los últimos.

Casi me extrañó ahora, tantos años después, verlo vestido de paisano, pues ésa era la única diferencia en su aspecto, aunque el abrigo que vestía le estaba tan grande como los tres cuartos militares de entonces, y seguía teniendo un pesaroso aire de lentitud e infortunio. El presente desapareció, el lugar donde estábamos, la vida que transcurrió desde que nos habíamos licenciado, en diciembre de 1980: contarnos cada uno lo que habíamos hecho desde entonces tenía algo de irrealidad, o de sueño, una tonalidad tan fantasmal como la de las aceras vacías en la noche oscura y helada de enero o la de nuestras dos figuras con abrigos y bolsas de plástico paradas en una esquina particularmente sombría de Madrid, junto al escaparate de una tienda de tejidos cerrada años atrás, abandonada y polvorienta, con espejos escarchados y anaqueles de madera oscura que debieron ser imponentes hace medio siglo y que ahora están cubiertos de polvo y sucios de ruina.

Era tan raro contarnos nuestra vida porque de pronto la veíamos desde la perspectiva de nuestra estancia en el ejército, así que era como si nos contáramos el futuro que nos aguardaba entonces, como un ejercicio inverso de adivinación: ahora sabíamos lo que permanecía oculto cuando nos licenciamos, aquello en lo que íbamos a convertirnos con el paso del tiempo. Martínez me contó que vivía en una barriada lejana, y que debía madrugar mucho para acudir a su trabajo de corrector de pruebas. Le dije que no había cambiado nada, y él sonrió y dijo, ni tú tampoco, aunque no lleves barba. Hacía un frío muy intenso, el frío de las noches de enero en Madrid, las noches de pesadumbre laboral de los lunes y martes. Le propuse a Martínez que tomáramos algo por allí cerca, una cerveza o un café: me dijo que se le hacía tarde, que aún lo esperaba un viaje largo en metro y luego en autobús para llegar a su casa. Lo imaginé levantándose en el frío agrio y la oscuridad del amanecer, aún más temprano que cuando nos despertaba la corneta en el cuartel. No le pregunté si estaba casado o si tenía hijos: no recuerdo si yo le hablé de los míos. Nos despedimos enseguida, con extrañeza y afecto, prometimos llamarnos cualquier día por teléfono, aun sabiendo los dos que aquellos números apuntados en cualquier parte se nos perderían, o uno de nosotros lo encontraría en un bolsillo al cabo de semanas o meses y sería incapaz de recordar a quién pertenecía.

Nada es más raro que los itinerarios casuales de una rememoración. En Charlottesville, en la universidad de Virginia, durante el invierno y la primavera de 1993, la lejanía absoluta de mi país y de mi vida me hizo volver a acordarme de cosas que suponía olvidadas, de los sueños de regreso al ejército que por entonces ya no me asaltaban casi nunca. Un año después, una noche de enero, el encuentro con el soldado Martínez en una esquina de la Gran Vía se vinculó, sin motivo preciso, aunque tal vez con una íntima afinidad, a una conversación que mantuve en Virginia con mi amigo el profesor Tibor Wlassics, erudito en las mayores sutilezas de Dante, devoto de la Divina Comedia , y de Lolita, ex teniente del Ejército Rojo, fugitivo de su país, Hungría, en 1956, acogido a la nacionalidad norteamericana y a la hospitalidad de los campus universitarios después de una larga peregrinación europea, igual que Vladimir Nabokov, Humbert Humbert o Timofey Pnin.

Tibor era un hombre alto, de ademanes muy lentos, calvo, con gafas de montura gruesa, con la cara grande: me recordaba a Onetti en sus fotografías de los primeros setenta. Procedía de una de esas familias centroeuropeas de las que han salido algunas de las mayores inteligencias del siglo, esas familias ricas, solemnes, liberales, formidablemente cultas, judías o gentiles, burguesas o de linaje, dispersadas o aniquiladas por los totalitarismos y las guerras, que rememoran con nostalgia inextinguible en sus libros Vladimir Nabokov, Nina Berberova o Elías Canetti. Como cualquiera de ellos, y gracias a una mezcla singularmente fértil de educación de primera clase y exilio, Tibor era un admirable políglota. Leí artículos suyos escritos con idéntica fluidez y elegancia en italiano, en inglés y en francés; también dominaba el alemán y el latín, y añoraba siempre la flexibilidad y la riqueza del húngaro. Tras la ocupación soviética de su país, y para proteger en lo posible a su familia, Tibor se enroló voluntariamente en el ejército rojo, como esos hijos de republicanos españoles que se marchaban a la División Azul. A los veinte años ya había ascendido a oficial. Me contaba su vida sin permitirse ningún énfasis ni separar mucho los labios durante los almuerzos tempranos y frugales que compartíamos con regularidad en el comedor de profesores, junto al pabellón donde estaban las aulas. Hablaba separando muy poco los labios y al caminar apenas levantaba los pies del suelo. Hacía poco que había estado muy enfermo, y en sus gestos había lentitudes de convalecencia.

Nos unió enseguida la devoción por Borges y por Nabokov, así como una prudente incredulidad hacia los graves dogmas de las teorías literarias y psicoanalíticas de moda. Un día hablamos de nuestra experiencia militar, y de la propensión a la barbarie que parece latir en cualquier grupo grande y encerrado de varones, y Tibor me dijo:

– Las mujeres nos corrigen. Nos hace falta su presencia para ser mejores. Por eso son tan peligrosas todas las instituciones de hombres solos.

En 1956 desertó del ejército y se unió a las multitudes que derribaban las ciclópeas estatuas de Stalin en las plazas de Budapest. Fracasado el levantamiento, tuvo que huir de Hungría. Sus viajes de apátrida lo condujeron poco después a Madrid. Me contó que parecía una ciudad de antes de la guerra, en parte porque los coches escasos que circulaban por ella eran casi todos de los años veinte y treinta, con calles adoquinadas y arboladas, con tranvías azules, silenciosa o poblada de pasos y de voces humanas. Fue profesor en universidades de Italia, y a finales de los sesenta emigró a Estados Unidos. Podía ironizar sobre el país, pero nunca olvidaba su agradecimiento: «En ninguna parte más que aquí me permitieron dejar de ser un apátrida.»