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– Dottore, a mi juicio usted se las arregló para que fuera Callara el que lo descubriese.

– ¿Y por qué iba a hacer yo eso?

– Porque usía el cadáver ya lo había encontrado la víspera, cuando fue a buscar al niño. ¡Usía es un perro de caza! ¡Imagínese si no iba a abrir el baúl! No lo dijo enseguida para que sus amigos pudieran irse tranquilos.

Lo había comprendido todo. Las cosas no se habían desarrollado exactamente así, pero en términos generales Fazio había dado en el blanco.

– Mira, piensa lo que quieras. ¿Localizaste a Spitaleri?

– Su mujer me dio el número del móvil. Primero no contestaba porque lo tenía apagado, pero al cabo de una hora contestó. Vendrá a las nueve en punto.

– ¿Has buscado información?

– Pues claro, dottore. -Sacó un papel del bolsillo y empezó a leer-: Michele Spitaleri, hijo de Bartolomeo y de María Finocchiaro, nacido en Vigàta el seis de noviembre de mil novecientos sesenta y domiciliado en esta ciudad en via Lincoln cuarenta y cuatro, casado con…

– Ya basta, he dejado que te desahogues un poco con tu manía del registro civil porque hoy me pillas de buenas, pero ahora ya basta.

– Gracias por su amabilidad.

– Dime quién es ese Spitaleri.

– Spitaleri, puesto que su hermana se casó con Pasquale Alessandro y puesto que Alessandro, que es el apellido, es el alcalde de Vigàta desde hace ocho años, resulta que es el cuñado del alcalde.

– Elemental, querido Watson.

– En su condición de tal y en su calidad de propietario de nada menos que tres empresas de construcción, y siendo aparejador, resulta que consigue el noventa por ciento de las contratas municipales.

– Sí, porque paga la comisión a partes iguales tanto a los Cuffaro como a los Sinagra. Naturalmente, también paga un porcentaje al cuñado.

Y de esta manera, dado que los Cuffaro y los Sinagra eran las dos familias mafiosas dominantes que competían entre sí, el aparejador estaba seguro.

– Y los gastos finales de cada adjudicación acaban siendo el doble de los establecidos al principio.

– Dottore de mi alma, el pobre Spitaleri no puede hacer otra cosa, pues de lo contrario saldría perdiendo.

– ¿Algo más?

Fazio puso una cara indescifrable.

– Rumores.

– ¿O sea?

– Le gustan mucho las menores de edad.

– ¿Un pedófilo?

– Dottore, no sé cómo se le puede llamar, el caso es que le gustan las chavalas de entre catorce y quince años.

– ¿Y las de dieciséis no?

– No; le parecen un poco pasadas.

– Será de esos que van a menudo al extranjero, que practican el turismo sexual.

– Sí, señor, pero aquí también encuentra. Dinero no le falta. Dicen en el pueblo que una vez los padres de una chica querían denunciarlo, pero él les soltó una millonada y salió bien librado. Otra vez, por haber desvirgado a otra chica, pagó con un apartamento.

– ¿Y dónde encuentra gente dispuesta a venderle a la hija?

– Dottore, ¿ahora no tenemos libre mercado? ¿Y el libre mercado no es signo de democracia, libertad y progreso?

Montalbano lo miró estupefacto.

– ¿Por qué me mira así, dottore?

– Porque eso que has dicho habría tenido que decirlo yo…

Sonó el teléfono.

– Dottori, aquí está el siñor Spitaletti, que dice que tiene…

– Sí, hazlo pasar…

– ¿Tú le dijiste el motivo de la convocatoria?

– ¿Qué dice? ¿Bromea? Pues claro que no.

Spitaleri, bronceado hasta parecer casi de color marrón, vestido con una chaqueta verdosa que semejaba una capa de cebolla, Rolex, cabello hasta los hombros, pulsera de oro, crucifijo de oro que se distinguía entre el vello que asomaba a través de la camisa desabrochada, mocasines amarillos sin calcetines, estaba visiblemente nervioso por la llamada. Bastaba ver su manera de sentarse en el extremo de la silla. Fue él quien habló en primer lugar.

– He venido tal como usted quería, pero créame que sinceramente no consigo comprender…

– Lo comprenderá.

¿Por qué le había caído tan antipático de repente? Decidió montar el consabido teatro para perder el tiempo.

– Fazio, ¿ya has terminado con Franceschini?

Allí no había ningún Franceschini, pero Fazio contaba con una larga experiencia como actor secundario de comedias.

– Todavía no, dottore.

– Mira, voy contigo y así resolvemos el asunto en cinco minutos. -Y dirigiéndose a Spitaleri mientras se levantaba, añadió-: Un poquito de paciencia y enseguida estoy con usted.

– Verá, comisario, es que tengo un compromiso que no…

– Entiendo.

Se dirigieron al despacho de Fazio.

– Dile a Catarella que me prepare un café con mi cafetera. ¿Tú quieres?

– No, señor dottore.

Montalbano se bebió el café con toda tranquilidad y después se fumó un pitillo en el aparcamiento. Spitaleri se había presentado con un Ferrari negro, lo cual contribuyó a intensificar la antipatía que le inspiraba. Un Ferrari en un pueblo es como tener un león en el cuarto de baño de un apartamento.

Cuando regresó a su despacho con Fazio, sorprendió a Spitaleri hablando por el móvil, que mantenía pegado a la oreja.

– … a Filiberto. Te llamo después -concluyó el aparejador al verlos entrar. Y se guardó el móvil en el bolsillo.

– Veo que ha llamado desde aquí -dijo severamente Montalbano, dando comienzo a una representación improvisada digna de la Comedia del Arte.

– ¿Por qué? ¿No podía hacerlo? -preguntó en tono beligerante.

– Tendría que habérmelo dicho.

Spitaleri enrojeció de rabia.

– ¡Yo no estoy obligado a decirle nada! ¡Soy un ciudadano libre hasta que se demuestre lo contrario! Si usted tiene algo…

– Cálmese, señor Spitaleri… Está usted cometiendo un grave error.

– ¡Nada de error! ¡Usted me está tratando como a un detenido!

– ¡Pero qué detenido ni qué pamplinas!

– ¡Quiero a mi abogado!

– Señor Spitaleri, preste atención a lo que voy a decirle y después decida si quiere llamar a su abogado o no.

– Dígame.

– Pues verá. Si antes me hubiera dicho que quería llamar a alguien, yo le habría advertido, cumpliendo con mi deber, de que todas las llamadas que se reciben y se hacen en las comisarías italianas, incluso las que se efectúan con los móviles, se intervienen y registran.

– ¡¿Cómo?!

– Pues sí. Lo que oye. Es una disposición muy reciente del ministerio. Ya sabe, con todo este terrorismo…

Spitaleri palideció como un muerto.

– ¡Quiero la cinta!

Fazio, el actor secundario, se echó a reír:

– ¡Ja, ja! ¡La cinta quiere!

– Sí. ¡Y no veo que haya ningún motivo para reírse!

– Se lo explico -terció Montalbano-. Nosotros no tenemos ninguna cinta aquí. Las intervenciones telefónicas van a parar directamente a los departamentos antimafia y antiterrorismo de Roma vía satélite. Y allí se registran. Para evitar interferencias, tachaduras, omisiones. ¿Comprende?

Spitaleri estaba sudando tanto que parecía una fuente.

– ¿Y después qué ocurre?

– Si cuando escuchan la conversación intervenida hay algo que no les cuadra, desde Roma nos avisan y nosotros damos comienzo a las investigaciones. Pero, usted perdone, ¿qué motivo tiene para preocuparse? Carece de antecedentes, creo, no es terrorista, no es mafioso…

– Claro, pero…

– ¿Pero?

– Es que, verá, hace veinte días, en una de mis obras de Montelusa hubo un accidente.

Montalbano miró a Fazio y éste le indicó por señas que no sabía nada de aquel asunto.