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– ¿Doctor Pasquano? Soy Montalbano.

– ¿Me creerá si se lo digo? Ya estaba empezando a echar de menos a alguien que me tocara los cojones.

– ¿Ve usted como le he puesto remedio?

– ¿Qué coño quiere? -La consabida, refinada y aristocrática amabilidad de Pasquano.

– ¿No lo sabe?

– En lo de esa chica trabajaré por la tarde. Llámeme mañana por la mañana.

– ¿Esta noche no?

– Esta noche estaré en el Círculo; tengo una partida de póquer muy importante y, por consiguiente, no quiero que vayan a tocarme…

– Entiendo. Pero ¿no ha echado siquiera un vistazo superficial al cuerpo?

– Muy superficial.

Por la forma en que pronunció esa palabra, el comisario comprendió que el doctor había llegado a alguna conclusión. Lo único que había que hacer era tratarlo a su manera.

– Al Círculo irá sobre las nueve, ¿verdad?

– Sí, ¿por qué?

– Porque sobre las diez yo me presento allí con dos agentes y armo tal follón que le fastidio la partida.

Lo oyó soltar una risita.

– Bueno pues, ¿qué me dice?

– Confirmo que podía tener como máximo dieciséis años.

– ¿Y qué más?

– El asesino le cortó la garganta.

– ¿Con qué?

– Con una de esas navajas de bolsillo que son tan afiladas como una cuchilla de afeitar, tipo Opinel.

– ¿Podría decirme si era zurdo?

– Sí, mirando en la bola de cristal de una adivina.

– ¿Tan difícil resulta establecerlo?

– Bastante. Y no quiero decir chorradas.

– ¡Claro, es que yo digo tantas! Deme la satisfacción de oír una de las suyas.

– Mire, pero conste que es sólo una hipótesis, a mi juicio el asesino no era zurdo.

– ¿En qué se basa?

– Me he hecho cierta idea de la posición.

– ¿De qué posición?

– ¿A usted jamás se le ha ocurrido hojear el Kamasutra?

– Explíquese mejor.

– Oiga, vuelvo a insistir en que se trata de una simple suposición mía. El hombre convence a la chica de que lo siga al interior del piso, que prácticamente ya está todo tapado con tierra. En cuanto ella entra, él sólo piensa en dos cosas. Primero en follarla, y segundo, en cuál será el mejor momento para matarla.

– ¿O sea que usted cree que se trata de un homicidio premeditado, no de un arrebato o algo por el estilo?

– Yo le estoy exponiendo mi idea.

– Pero ¿por qué querría matarla?

– Quizá antes habían mantenido relaciones y la chica le había pedido mucho dinero para mantener la boca cerrada. Tenga en cuenta que hablamos de una menor de edad, y el hombre puede que estuviera casado. ¿No le parece un buen móvil?

– Efectivamente.

– ¿Puedo seguir?

– Pues claro.

– El hombre le pide que se desnude y tal vez él también se queda en pelotas, después la obliga a inclinarse hacia delante con las manos apoyadas en la pared y se la tira por detrás. En el momento apropiado…

– ¿La autopsia podrá establecer si hubo una relación sexual?

– ¿Después de seis años? Venga ya. Bueno pues, estaba diciendo que en el momento apropiado…

– ¿Que sería…?

– Mientras la chica está disfrutando y no puede reaccionar con rapidez.

– Siga.

– Él saca la navaja…

– Alto ahí. ¿De dónde la saca si está en pelotas?

– ¡Y qué coño sé yo de dónde la saca! Mire, si continúa interrumpiendo, cambio de historia y le cuento la de Blancanieves y los siete enanitos.

– Perdone. Siga.

– El hombre saca la navaja, usted verá de dónde, y la degüella, y mientras le propina un empujón hacia delante, él pega un salto hacia atrás. Espera a que se desangre, después extiende en el suelo una lámina de nailon, allí hay tantas…

– Alto. Antes de coger el nailon se pone unos guantes de látex.

– ¿Por qué?

– Porque en el nailon no hay huellas, me lo ha dicho Arquà. Y en la cinta adhesiva tampoco.

– ¿Ve como era todo premeditado? ¡Hasta llevaba los guantes en el bolsillo! ¿Sigo?

– Sí.

– Empaqueta el cuerpo y lo coloca en el interior del baúl. Una vez finalizado el trabajo, vuelve a vestirse. Probablemente no tiene ni una sola mancha de sangre en la piel.

– ¿Y el vestido, la ropa interior, los zapatos de la chica?

– Hoy las chicas visten muy ligeras. Al hombre debió de bastarle una bolsita de plástico para llevárselo todo.

– Sí, pero ¿por qué se lo llevó y no lo guardó en el interior del baúl?

– No lo sé. Pudo ser un gesto irracional; los asesinos no siempre actúan con lógica, usted lo sabe mejor que yo. ¿Le parece suficiente?

– Sí y no.

– Quizá se trata de un fetichista, que de vez en cuando saca la ropa de la chica, aspira su olor y se hace una buena paja.

– Pero ¿usted cómo ha llegado a esa conclusión?

– ¿Se refiere a la paja?

El doctor Pasquano estaba de guasa.

– Me refería a la reconstrucción del momento del homicidio.

– Ah, ¿eso? Examinando bien por dónde y cómo ha entrado la punta del cuchillo y reflexionando acerca de la línea del corte. Entre otras cosas, la chica mantenía la cabeza inclinada, la barbilla le rozaba el pecho, y eso me ha ayudado a comprender cómo fueron las cosas, puesto que el asesino también le arañó la mejilla izquierda mientras le sacaba el cuchillo de la garganta.

– ¿Hay alguna señal particular?

– ¿Para la identificación? Una operación de apendicitis y una insólita malformación congénita en el pie derecho.

– ¿O sea?

– Dedo gordo varo.

– ¿En palabras sencillas?

– Torcido. Desviado hacia dentro.

De pronto le acudió a la mente lo que había olvidado hacer de inmediato. Para tranquilizarse, pensó que seguramente no lo había olvidado a causa de la vejez sino del calor, que ejercía el mismo efecto que tres pastillas de somnífero.

– ¿Catarella? Ven aquí.

Se presentó un cuarto de segundo después.

– A sus órdenes, dottori.

– Vas a hacerme una investigación a través del ordenador.

– Aquí estoy.

– Tienes que comprobar si se presentó una denuncia por la desaparición de una chica de dieciséis años. Si se hizo, ha de remontarse al trece o catorce de octubre de mil novecientos noventa y nueve.

– Ahora mismito lo hago.

– ¿Y qué me dices del ventilador?

– Dottori, a cuatro tiendas he llamado. Los ventiladores se han agotado. Uno me ha dicho que sólo tiene bolas.

– ¿Qué bolas?

– Esas que se cuelgan del techo. Ahora pruebo a llamar a otras tiendas.

* * *

Esperó aproximadamente media hora, y después, al ver que Fazio no aparecía, se fue a comer. El hecho de subir al coche y efectuar el breve trayecto hasta la trattoria bastó para llegar con la camisa empapada de sudor.

– Dottore -dijo Enzo-, hace demasiado calor para comer platos calientes.

– ¿Pues qué otra cosa tienes?

– ¿Le iría bien una bandeja de entremeses de mar con camarones, langostinos, pulpitos, anchoas, sardinas, mejillones y almejas?

– Me va bien. ¿Y de segundo?

– Salmonetes encebollados, que fríos son una maravilla. Y por último, para recrearse la boca, mi mujer ha preparado sorbete de limón.

Ya fuera por el calor o porque la tripa le pesaba demasiado, Montalbano renunció a su habitual paseo por el muelle y se fue a Marinella.

Abrió todas las puertas y ventanas en la vana esperanza de provocar un mínimo de corriente de aire, y se tumbó en cueros sobre la sábana para dormir una hora. Después, cuando despertó, se puso el bañador y fue a darse un chapuzón aun a riesgo de sufrir un corte de digestión.