– ¡Catarella!
– Aquí estoy, dottori.
– Ven a recoger la ficha de la chica y envíasela ahora mismo al dottor Tommaseo.
Después de que Catarella acudiera a recogerla, Montalbano se lanzó al ataque.
– ¿Cómo has tardado toda una mañana en encontrar el nombre de los obreros, Fazio?
– No era yo quien tenía que encontrarlos, dottori, sino el aparejador Spitaleri.
– Pero ¿no tienen un ordenador, algún tipo de fichero?
– Lo tienen, pero en el despacho sólo conservan los datos de los últimos cinco años, y como el chalet se construyó hace seis…
– ¿Y los demás dónde los conservan?
– En casa de la hermana del aparejador, la cual, por su parte, se había ido a Montelusa, y hemos tenido que esperar a que regresara.
– No entiendo por qué guarda esos documentos en casa de su hermana.
– Yo sí.
– Explícamelo.
– Por la Policía Fiscal, dottore. En previsión de una repentina visita de la Policía Fiscal. De esta manera, el aparejador tiene tiempo de avisar a su hermana, la cual ya ha sido previamente instruida y sabe qué documentos debe llevar al despacho y cuáles no. ¿Me he explicado?
– Perfectamente.
– Bueno, pues los albañiles que trabajaron… -empezó Fazio.
– Espera. Aún no hemos tenido ocasión de hablar de Spitaleri.
– Por lo que respecta al asesinato de la chica…
– No. De momento quiero hablar del Spitaleri especulador inmobiliario. No del Spitaleri aficionado a las jovencitas menores de edad, que de ése hablaremos después. ¿Qué te ha parecido?
– Dottore, ése se encuentra en una situación muy complicada. Cuando inventamos que la autopsia no había revelado alcohol en la sangre del árabe sino sólo en su ropa, él no se movió y no dijo ni pío. En cambio, habría debido sorprenderse o decir que no podía ser cierto.
– O sea, que al pobre árabe lo empaparon de vino cuando ya había muerto para que pareciera borracho.
– ¿Usía cómo cree que ocurrieron las cosas?
– Mientras tú estabas con Spitaleri convoqué aquí al maestro de obras Dipasquale y lo interrogué. En mi opinión, el árabe se cayó de un andamio sin barandilla de protección y ningún compañero se dio cuenta. Quizá estaba trabajando solo en un lugar apartado de la obra. El vigilante, que se llama Filiberto Attanasio, lo descubre cuando todos los demás ya se han ido y llama a Dipasquale, que a su vez se lo comunica a Spitaleri. ¿Qué te pasa? ¿Me escuchas o no?
Fazio estaba pensativo.
– ¿Cómo ha dicho que se llama el vigilante?
– Filiberto Attanasio.
– ¿Me disculpa un momento?
Se levantó, se retiró y regresó al cabo de cinco minutos con una ficha en la mano.
– Lo recordaba muy bien.
Le entregó la ficha a Montalbano. Filiberto Attanasio había sido condenado varias veces por hurto, actos de violencia con circunstancias agravantes, intento de homicidio y atraco. La fotografía mostraba a un hombre de cincuenta y tantos años, de nariz desproporcionadamente grande y sin un solo pelo en la cabeza. Estaba clasificado como delincuente habitual.
– Es bueno saberlo -comentó el comisario. Y añadió-: Avisados por el vigilante, Spitaleri y Dipasquale acuden a la obra, ven la situación y deciden protegerse las espaldas colocando, con las primeras luces del alba del domingo, la barandilla de protección que antes no había. Luego vierten vino sobre el cadáver y se marchan a dormir. A la mañana siguiente, con la ayuda del vigilante, notifican lo sucedido.
– Y el comisario Lozupone pica el anzuelo.
– ¿Tú lo crees? ¿Conoces a Lozupone?
– No, señor. Pero sé muy bien quién es.
– Yo lo conozco desde hace tiempo. No…
Sonó el teléfono.
– ¿Dottori? Está al tilífono el fiscal Dommaseo que quiere hablar con usted personalmente en pirsona.
– Pásamelo.
– ¿Tommaseo? Montalbano.
El fiscal se desorientó.
– Quería decirle… ah, bueno… He visto la fotografía de la ficha. ¡Qué belleza de muchacha!
– Ya.
– ¡Violada y degollada!
– ¿Le ha dicho el doctor Pasquano que la violaron?
– No; sólo me ha dicho que la degollaron. Pero que la violaron yo lo adivino intuitivamente. Es más, estoy seguro.
¡Había que imaginar el cerebro de Tommaseo trabajando a pleno rendimiento en la representación de los más mínimos detalles de la violación!
Y entonces a Montalbano se le ocurrió una genial idea que quizá podría ahorrarle a él o a Fazio la obligación de comunicar la trágica noticia a los familiares de la víctima.
– ¿Sabe, dottor Tommaseo? Parece que la chica asesinada tiene una hermana gemela, por lo menos eso me han dicho, mucho más guapa que la difunta.
– ¿Todavía más guapa?
– Parece que sí.
– Por consiguiente, esa gemela ahora debe de tener veintidós años.
– Salen las cuentas.
Fazio lo estaba mirando perplejo. Pero ¿qué embuste se había inventado el comisario?
Hubo una pausa. Seguro que el fiscal, examinando la ficha con ojos desorbitados, se estaba relamiendo los bigotes de gusto ante la idea de conocer a la hermana gemela. Después habló.
– ¿Sabe qué le digo, Montalbano? Que mejor que sea yo personalmente quien les comunique a los familiares… dada la tierna edad de la víctima… la especial brutalidad…
– Tiene toda la razón, dottore. ¡Usted es un hombre de gran comprensión humana! ¿O sea que ya se encargará usted de comunicar la noticia a los familiares?
– Sí. Me parece más apropiado.
Se despidieron y colgaron. Fazio, que había comprendido el juego del comisario, se echó a reír.
– Pero éste en cuanto oye hablar de una mujer…
– No le hagas caso. Acudirá a toda prisa a casa de los Morreale con la esperanza de ver a la hermana gemela que no existe. ¿Qué te estaba diciendo?
– Me estaba hablando del dottor Lozupone.
– Ah, sí. Lozupone es un hombre experto e inteligente que sabe vivir tranquilo.
– ¿Qué quiere decir?
– Quiero decir que muy probablemente Lozupone debió de pensar lo mismo que nosotros, o sea, que la barandilla de protección la colocaron después de la desgracia, pero lo dejó correr.
– ¿Y eso por qué?
– Quizá le aconsejaron que se atuviera a lo que le habían dicho Dipasquale y Spitaleri. Pero es difícil que consigamos saber quién le dio el consejo en jefatura o bien en el Palacio de la llamada Justicia.
– Bueno, cierta idea sí se puede tener.
– ¿Cómo?
– Dottore, usía me ha dicho que conoce bien a Lozupone. Pero ¿sabe con quién está casado?
– No.
– Con la hija del dottor Lattes.
Como noticia no estaba mal.
El dottor Lattes, jefe de gabinete del jefe superior de policía, apodado Latte e Miele, «leche y miel», por su empalagosidad, hombre de iglesia y oración, ¡hombre que jamás pronunciaba una palabra sin haberla untado previamente con vaselina y que daba constantemente las gracias a la Virgen tanto si venía a cuento como si no!
– ¿Y sabe quién apoya políticamente al cuñado de Spitaleri?
– ¿Al alcalde? El alcalde Alessandro pertenece al mismo partido que el presidente de la región, que por cierto es el mismo partido del dottor Lattes, y es el gran elector del honorable diputado Catapano, lo cual es mucho decir.
Gerardo Catapano era un hombre que había sido capaz de mantener buenas relaciones tanto con los Cuffaro como con los Sinagra, las dos familias mafiosas de Vigàta.
Por espacio de un instante, Montalbano se desanimó. ¿Sería posible que las cosas no cambiaran jamás? Pirilí-pirulá, las cosas siempre acababan entre parentescos peligrosos, relaciones entre mafia y política, entre mafia y empresariado, entre política y bancos de blanqueo y usura…