¡Qué baile tan obsceno! ¡Qué bosque petrificado de corrupción, estafas, negocios sucios, indignidades, especulación!
Se imaginó un posible diálogo:
– Mira bien cómo te mueves porque X, que es hombre del honorable diputado Y y es yerno de K, que es hombre del mafioso Z, mantiene excelentes relaciones con el honorable H.
– Pero ¿el honorable H no está en la oposición?
– Sí, pero da igual.
¿Qué decía el padre Dante?
¡Ay sierva Italia de dolor morada,
barca sin timón en la tormenta,
no señora de provincias sino de mancebía!
Italia seguía siendo sierva como mínimo de dos amos, Estados Unidos y la Iglesia, y la tormenta se había convertido en algo cotidiano por culpa de un timonel que mejor perderlo de vista cuanto antes. Claro que las provincias de las cuales Italia era señora superaban ahora el centenar, pero, en compensación, la mancebía también se había multiplicado de manera exponencial.
– Bueno pues, los seis albañiles… -dijo Fazio, siguiendo con el tema.
– Espera. ¿Tienes algo que hacer esta noche?
– No, señor.
– ¿Te importaría ir conmigo a Montelusa?
– ¿A hacer qué?
– A charlar un ratito con Filiberto el vigilante. Sé dónde está la obra, me lo ha explicado Dipasquale.
– Yo creo que usía quiere hacerle daño a ese Spitaleri.
– Lo has adivinado.
– Pues claro que voy con usted.
– Bueno, ¿me dices de una vez el nombre de esos albañiles o no?
Fazio lo miró con mala cara.
– Dottore, hace una hora que lo estoy intentando.
Desdobló la hoja.
– Los nombres de los obreros son éstos: Antonio Dalli Cardillo, Ermete Smecca, Ignazio Butera, Antonio Passalacqua, Stefano Fiorillo y Gaspare Miccichè. Cardillo y Miccichè son los dos que trabajaron hasta el último día, los que cubrieron el piso ilegal.
– Si te hago una pregunta, ¿me contestarás con la verdad?
– Lo intentaré.
– ¿Has ido a buscar los datos completos de todos estos hombres?
Fazio se ruborizó ligeramente. No sabía resistirse a su «manía del registro civil», tal como la llamaba el comisario.
– Sí, señor dottore. Pero no se los he leído.
– No me los has leído porque no has tenido valor. ¿Has averiguado si trabajan y dónde?
– Claro. Actualmente están trabajando en las cuatro obras que tiene el aparejador.
– ¿Cuatro?
– Sí, señor. Y dentro de cinco días empieza otra. Con las influencias que tiene tanto políticas como mafiosas, ¡imagínese si a ése le va a faltar trabajo! En resumen, Spitaleri me ha dicho que prefiere tener siempre a los mismos obreros.
– Exceptuando algún que otro árabe de paso que se puede arrojar al cubo de la basura sin demasiados problemas. ¿Cardillo y Miccichè trabajan en la obra de Montelusa?
– No, señor.
– Mejor así. Tú a esos dos me los convocas para mañana por la mañana, uno a las diez y el otro al mediodía, en vista de que esta noche quizá nos retrasemos. No aceptes excusas. En caso necesario, amenázalos.
– Ahora mismo me ocupo de eso.
– Muy bien. Yo me voy a casa. Nos vemos aquí a las doce de la noche y después nos vamos a Montelusa.
– De acuerdo. ¿Me pongo el uniforme?
– Ni se te ocurra. Ése, si nos cree unos delincuentes, mejor.
En Marinella, sentado en la galería, le pareció notar un poco de fresco, pero era más bien una hipótesis de frescor, pues ni el mar ni el aire se movían.
Adelina le había preparado una pappanozza. Cebonas y patatas hervidas un buen rato y después colocadas en un plato y aplastadas con la parte convexa de un tenedor hasta convertirlas en una espesa mezcla. Condimento: aceite, una pizca de vinagre, sal y pimienta negra molida al momento. No comió otra cosa, quería mantenerse ligero.
Después estuvo leyendo hasta las once de la noche una estupenda novela policíaca de dos autores suecos que eran marido y mujer, y en la cual no había ni una sola página que no contuviera un despiadado ataque a la social-democracia y el gobierno. Montalbano lo dedicó mentalmente a todos aquellos que no se dignaban leer novelas policíacas por considerarlas un mero pasatiempo repleto de enigmas.
A las once encendió el televisor. Hablando del rey de Roma: Televigàta estaba mostrando al honorable Gerardo Catapano inaugurando la nueva perrera municipal de Montelusa.
Apagó, se refrescó bien la cara en el lavabo y salió de casa.
Llegó a la comisaría a las doce menos cuarto de la noche. Fazio ya estaba allí. Ambos vestían una chaqueta ligera y camisa de manga corta. Se miraron sonriendo porque los dos habían pensado lo mismo. Alguien que conserva la chaqueta puesta en medio de tanto calor no tiene más remedio que despertar inquietud, porque en el noventa y nueve por ciento de los casos la chaqueta sirve para ocultar el revólver que lleva remetido en la cintura o guardado en el bolsillo.
Y, en efecto, ambos iban armados.
– ¿Vamos con el suyo o con el mío?
– Con el tuyo.
Tardaron media hora escasa en llegar a la obra, que estaba en la misma Montelusa, por la parte de la vieja estación.
Aparcaron y bajaron. La obra estaba protegida por una empalizada de madera de casi dos metros de altura, con una gran verja cerrada.
– ¿Recuerda lo que había aquí? -preguntó Fazio.
– No.
– El palacete Linares.
Montalbano lo recordó. Una pequeña joya de la segunda mitad del siglo xix que los Linares, ricos comerciantes de azufre, habían encargado al famoso arquitecto Basile, el del teatro Massimo de Palermo. Más tarde los Linares se arruinaron, y con ellos el palacete. En lugar de restaurarlo, se les había ocurrido derribarlo y construir en su lugar un edificio de ocho pisos. ¡Ah, la dureza de la ley de protección de los bienes culturales!
Se acercaron a la verja de madera y miraron entre los barrotes, pero no vieron luz.
Fazio la empujó despacio tres veces seguidas.
– Está cerrada por dentro con una tranca.
– ¿Te atreves a encaramarte y abrir?
– Sí, señor. Pero no por aquí, pues podría pasar algún coche. Entro por la parte de atrás, encaramándome a la empalizada. Usía me espera aquí.
– Ten cuidado, que podría haber un perro.
– No creo; ya habría ladrado.
Tuvo tiempo de fumarse un cigarrillo antes de que en la verja se abriera un resquicio suficiente para permitirle pasar.
9
Dentro estaba completamente oscuro, pero a mano derecha se distinguía una barraca.
– Voy por la linterna -dijo Fazio.
Ya de regreso, volvió a cerrar la verja y encendió la linterna. Se acercaron cautelosamente a la puerta de la barraca y advirtieron que estaba entreabierta. Era obvio que, con el calor que hacía, Filiberto no aguantaba permanecer allí dentro con la puerta cerrada. Ahora se le oía roncar a lo bestia.
– No debemos darle tiempo de reflexionar -murmuró Montalbano al oído de Fazio-. No encendamos las luces, sólo utilizaremos la linterna. Tenemos que pegarle un susto de muerte.
Entraron de puntillas. En el interior de la barraca había un pestazo a sudor y un olor a vino que emborrachaba de sólo respirarlo. Filiberto estaba tumbado en calzoncillos en un catre de campaña. Era el mismo hombre de la fotografía de la ficha personal.
Fazio lo recorrió todo con el haz de la linterna. La ropa del vigilante estaba colgada de un clavo. Había una mesa, dos sillas, una palangana esmaltada encima de un trípode de hierro, y una jarra. Montalbano la cogió y la olfateó: agua. Llenó sin hacer ruido la palangana, la sujetó con ambas manos, se acercó al catre y arrojó violentamente el agua sobre la cara de Filiberto. Éste abrió los ojos, volvió a cerrarlos deslumbrado por la linterna de Fazio y los abrió de nuevo, haciendo visera con una mano para protegerse la vista.