– ¿Qué iba a hacer la pobre aquí sin marido y sin hijo? Nos llamó por teléfono hace tres años para encargarnos que alquiláramos el chalet. Y nosotros lo alquilamos desde hace tres años, pero sólo en verano.
– ¿Y durante el año no?
– Dottore, queda demasiado aislado. Usted mismo lo verá.
En efecto, estaba muy aislado. Se llegaba hasta allí abandonando la carretera provincial y siguiendo un camino empinado a lo largo del cual sólo había una casita rural, otra casa un poco menos rústica y, al final, el chalet. Era una zona casi sin árboles ni plantas, abrasada por el sol. Pero al llegar al chalet, que se levantaba en la cima de una especie de altozano muy grande, el panorama cambiaba de golpe. ¡Una auténtica belleza! Más abajo, a derecha e izquierda, estaba la playa dorada, salpicada por algún que otro parasol, y delante un mar claro, abierto, acogedor. El chalet, de una sola planta, contaba efectivamente con dos dormitorios, uno doble y otro individual con una camita, y un salón con ventanas rectangulares a través de las cuales sólo se veían el cielo y el mar, y tenía incluso televisor. La cocina era espaciosa y con un enorme frigorífico. También había dos cuartos de baño. Y, por si fuera poco, una terraza impagable, muy apropiada para cenar en ella.
– Me parece bien -dijo el comisario-. ¿Cuánto cuesta?
– Mire, dottore, nosotros no alquilamos un chalet como éste por quince días, pero tratándose de usted…
Y disparó una suma que era un mazazo. Montalbano ni siquiera acusó el golpe; total, Laura era muy rica y podía contribuir a aliviar la pobreza del Sur.
– Me parece bien -repitió.
Al percatarse de la situación, el señor Callara, que se consideraba un experto, decidió apretar un poco más.
– Como es natural, aparte hay que contar con…
– Como es natural, aparte no hay que contar con nada -zanjó Montalbano, que no quería pasar por idiota.
– Bueno, bueno.
– ¿Cómo se baja a la playa?
– Mire, usted sale por la verja de la terraza, recorre diez metros y allí empieza una escalerita de toba que lo lleva abajo. Son cincuenta escalones.
– ¿Podría esperarme una media horita?
El señor Callara lo miró perplejo.
– Si es sólo una media horita…
Nada más verlo, Montalbano había experimentado el deseo de darse un buen chapuzón en aquel mar que parecía llamarlo. Se lo dio en calzoncillos.
A la vuelta, justo el tiempo de subir los cincuenta escalones, el sol ya se los había secado.
La mañana del primer día de agosto, Montalbano fue al aeropuerto de Punta Raisi para recoger a Livia, Laura y su hijo Bruno, que era un chiquillo de tres años. Guido, el marido de Laura, iría después en tren con el coche y el equipaje. Bruno era un niño que no conseguía estarse quieto ni dos minutos seguidos. A Laura y Guido les preocupaba un poco que el pequeño no hablara y sólo se comunicara con gestos. Ni siquiera dibujaba garabatos como todos los niños de su edad, pero, en compensación, era capaz de tocarle los cojones a todo el universo.
Se fueron a Marinella, donde Adelina había preparado el almuerzo para todo el grupo. Pero cuando llegaron, la asistenta ya no estaba, y Montalbano supo que no volvería a verla en el transcurso de los quince días que Livia iba a pasar en Marinella. A Livia le caía muy mal Adelina y ésta le correspondía de la misma manera.
Guido llegó sobre la una. Comieron, e inmediatamente después Montalbano subió al coche con Livia para servir de guía al de Guido con su familia. Cuando Laura vio el chalet, se sintió tan entusiasmada que abrazó y besó a Montalbano. Hasta Bruno, por medio de gestos, expresó que deseaba que el comisario lo levantara en brazos. Y en cuanto estuvo a la altura de su rostro, le escupió en un ojo el caramelo que estaba chupando.
Acordaron que al día siguiente Livia iría a ver a Laura con el vehículo de Salvo, quien, total, podía pedir que fueran a recogerlo a casa con un automóvil de la comisaría, y se quedaría todo el día con su amiga.
Por la tarde, cuando terminara su trabajo, Montalbano pediría que lo llevaran a Pizzo y juntos decidirían dónde cenar.
Al comisario le pareció una solución estupenda, pues de esa manera a mediodía podría zamparse lo que más le gustara en la trattoria de Enzo.
Los males en el chalet de Pizzo empezaron la mañana del tercer día. Livia, que había ido a ver a su amiga, lo encontró todo revuelto: la ropa fuera del armario y amontonada encima de unas sillas de la terraza, los colchones apoyados bajo las ventanas de los dormitorios, los utensilios de la cocina por el suelo en la explanada que había delante de la entrada principal. Bruno, en cueros y con la manguera en la mano, se dedicaba a regar la ropa, los colchones y las sábanas. Intentó regar incluso a Livia, pero ésta, que lo conocía muy bien, lo esquivó. Laura se hallaba tendida en una tumbona al lado del murete de la terraza, con un paño mojado sobre la frente.
– Pero ¿qué es lo que sucede?
– ¿Has entrado en la casa?
– No.
– Mira desde la terracita, pero ni se te ocurra entrar.
Livia cruzó la verja de la terraza y miró hacia el interior del salón.
Lo primero que vio fue que el suelo se había vuelto casi negro. Lo segundo, que el suelo estaba animado, es decir, que se movía en todas direcciones. Después ya no vio nada más porque, tras haber comprendido de qué se trataba, lanzó un grito y huyó corriendo de la terraza.
– ¡Pero si son escarabajos! ¡Miles!
– Esta mañana al amanecer -dijo Laura con dificultad, pues apenas le quedaba aliento-, desperté para beber un vaso de agua y los vi, pero aún no había tantos… Desperté a Guido, intentamos poner a salvo todo lo que pudimos, pero no lo conseguimos. Seguían saliendo de una grieta del suelo del salón…
– ¿Y ahora Guido dónde está?
– Se ha ido a Montereale; ha llamado al alcalde, que ha sido muy amable, y vuelve enseguida.
– Pero ¿no podía llamar a Salvo?
– No se atrevía a llamar a la policía por una invasión de escarabajos.
Un cuarto de hora después llegó Guido. A sus espaldas había un vehículo del ayuntamiento con cuatro barrenderos armados con bidones de desinsectación y escobas.
Livia se llevó a Laura y a Bruno a Marinella mientras Guido se quedaba en Pizzo para coordinar las operaciones de desinsectación y limpieza de la casa. A las cuatro de la tarde él también se presentó en Marinella.
– Salían precisamente de la grieta del suelo. La hemos rociado con dos bidones enteros y después la hemos tapado.
– ¿Y no habrá otras grietas parecidas? -preguntó Laura, no demasiado convencida.
– Quédate tranquila, hemos mirado bien por todas partes -contestó Guido en tono definitivo-. No volverá a ocurrir. Podemos irnos tranquilamente a casa.
– Pero ¿por qué habrán salido…? -terció Livia.
– Uno de los empleados me ha explicado que anoche el chalet debió de sufrir un imperceptible movimiento de dilatación y asentamiento que provocó la grieta. Y los escarabajos que estaban bajo tierra subieron atraídos por el olor de la comida, de nuestra presencia, vete tú a saber.
Al quinto día hubo una segunda invasión. Esa vez no de escarabajos, sino de ratones. Al levantarse, Laura vio unos quince por toda la casa, chiquitos y hasta graciosos. Huyeron a toda prisa por la puerta cristalera de la terraza en cuanto ella se movió. Encontró otros dos en la cocina, comiéndose las migajas de pan. A diferencia de casi todas las mujeres, a Laura los ratones no le causaban demasiada impresión. Guido llamó nuevamente al alcalde, fue a Montereale y regresó con dos trampas para ratones, cien gramos de queso picante y un gato pelirrojo, simpático y paciente, que no reaccionó de mala manera cuando Bruno trató enseguida de sacarle un ojo.
– Pero ¿cómo es posible que, después de los escarabajos, ahora salgan también ratones? -le preguntó Livia a Montalbano cuando ambos acababan de acostarse.