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– ¿Qui… qui…?

– Quiquiriquí -dijo Montalbano-. No te muevas.

Y con el rayo de luz se iluminó la pistola. Instintivamente, Filiberto levantó las manos.

– ¿Tienes móvil?

– Sí.

– ¿Dónde?

– En la chaqueta.

La que colgaba del clavo. El comisario sacó el móvil, lo arrojó al suelo y lo descacharró pisoteándolo. Filiberto hizo acopio de valor para preguntar:

– ¿Quiénes sois?

– Amigos, Filibè. Levántate.

El vigilante obedeció.

– Date la vuelta.

Filiberto, cuyas manos temblaban ahora ligeramente, se giró de espaldas.

– Pero ¿qué queréis de mí? ¡Spitaleri siempre ha pagado la cuota!

– ¡A callar! -ordenó Montalbano-. Santíguate. -Y amartilló el arma.

Al oír el seco ruido metálico, Filiberto cayó de rodillas como si tuviera piernas de requesón.

– ¡Por favor! ¡Yo no he hecho nada! ¿Por qué queréis matarme? -sollozó.

Fazio le propinó un puntapié en la espalda y lo hizo caer hacia delante. Montalbano le apoyó la boca de la pistola en la nuca.

– Escúchame bien… -empezó. Pero se interrumpió-. O está muerto o se ha desmayado.

Se agachó para tocarle la vena del cuello.

– Se ha desmayado. Colócalo en una silla.

Fazio le pasó la linterna al comisario, sujetó al vigilante por las axilas y lo sentó. Pero tuvo que sostenerlo, porque se caía hacia un lado. Repararon en que tenía los calzoncillos mojados: se había orinado encima de miedo. Montalbano se acercó y le arreó un guantazo que lo obligó a abrir los ojos. Filiberto parpadeó desconcertado y volvió a echarse a llorar.

– ¡No me matéis, por el amor de Dios!

– Si contestas a mis preguntas, salvarás la vida -dijo Montalbano, acercándole la pistola a la cara.

– Contesto, contesto ahora mismo.

– Cuando cayó el árabe, ¿había barandilla de protección?

– ¿Qué árabe?

Montalbano le encañonó la frente.

– Cuando cayó el albañil árabe…

– Ah, sí, no, no, señor, no había.

– ¿La colocasteis el domingo por la mañana?

– Sí, señor.

– ¿Tú, Spitaleri y Dipasquale?

– Sí, señor.

– ¿A quién se le ocurrió echarle vino encima al muerto?

– A Spitaleri.

– Ahora procura no meter la pata al contestar. ¿El material para la barandilla de protección ya estaba en la obra?

La pregunta era fundamental para Montalbano. La respuesta que le diese Filiberto sería decisiva.

– No, señor. Spitaleri la encargó y me la llevaron a la obra a las tantas de la madrugada del domingo.

Era la mejor respuesta que podría haber recibido el comisario.

– ¿Qué empresa la sirvió?

– La Ribaudo.

– ¿Firmaste el recibo?

– Sí, señor.

Montalbano se felicitó a sí mismo. No sólo había acertado de lleno, sino que además había averiguado lo que quería.

Ahora habría que hacer un poco de comedia para uso y consumo del aparejador Spitaleri.

– ¿Por qué no recurristeis a la empresa Milluso?

– ¡Y yo qué sé!

– Mira que se lo hemos dicho una y mil veces a Spitaleri. ¡Utiliza los servicios de Milluso! ¡Utiliza los servicios de Milluso! Pero él, nada. Quiere pasarse de listo con nosotros. No quiere entenderlo. Y ahora nosotros te matamos a ver si por fin lo comprende.

Bajo los efectos de la desesperación, Filiberto se levantó de un salto. Pero no tuvo tiempo de nada más. A su espalda Fazio le propinó un golpe en la nuca con el canto de la mano.

El vigilante se desplomó y se quedó inmóvil.

Salieron corriendo, abrieron la verja y subieron al coche; mientras Fazio lo ponía en marcha, Montalbano dijo:

– ¿Ves como a las buenas se consigue todo?

Después ya no dijo nada más.

Mientras se dirigían a Vigàta, Fazio comentó:

– ¡Parecía una película americana de verdad! -Y al ver que el comisario permanecía en silencio, preguntó-: ¿Está echando la cuenta de todos los delitos que hemos cometido?

– En eso mejor no pensar.

– ¿No está contento con las respuestas de Filiberto?

– Al contrario.

– Pues entonces, ¿qué le ocurre?

– No me gusta lo que he hecho.

– Estoy seguro de que no nos ha reconocido.

– Fazio, no digo que nos hayamos equivocado, digo que no me ha gustado.

– ¿Nuestra manera de tratar a Filiberto?

– Sí.

– ¡Pero, dottore, si es un delincuente!

– Y nosotros no.

– Si no lo hubiéramos hecho así, ése no hablaba.

– No es una buena razón.

– ¿Qué quiere, que regresemos y le pidamos perdón?

Montalbano no contestó. Al cabo de un rato, Fazio dijo:

– Lo siento.

– ¡Quita, hombre!

– ¿Usía cree que Spitaleri se va a tragar la historia de que nos enviaron para favorecer a la empresa Milluso?

– Tardará dos o tres días en comprender que la empresa Milluso no tiene nada que ver. Pero esos dos o tres días de ventaja son suficientes para mí.

– Hay algo que no me convence.

– Dilo.

– ¿Por qué Spitaleri, para el material de la barandilla de protección, se dirigió a la empresa Ribaudo y no lo cogió de otra de sus obras?

– Tendrían que haber participado otras personas de las otras obras. Y Spitaleri debió de pensar que cuantas menos personas lo supieran, mejor. Se ve que la empresa Ribaudo es de confianza.

* * *

Durante la noche, y contrariamente a lo que él temía, la conciencia de Montalbano prefirió descansar. Por cuyo motivo el comisario despertó de las cinco horas de reparador sueño como si hubiera dormido diez. El día despejado lo puso de buen humor. Pero ya de buena mañana el aire era muy caliente.

En cuanto llegó a su despacho, llamó a Alberto Laganà, el comandante de la Policía Fiscal que tantas veces le había echado una mano.

– ¿Comisario? ¡Qué sorpresa tan agradable! ¿Qué me cuenta de bueno?

– De malo, por desgracia.

– Cuéntemelo de todos modos.

– ¿Usted conoce la empresa Ribaudo de Vigàta, que sirve material a las obras?

Laganà soltó una carcajada.

– ¡Vaya si la conocemos! Materiales entregados sin factura, fraude del IVA, manipulación de los libros de contabilidad… Y tenemos intención de renovar nuestra amistad dentro de unos días.

Menudo golpe de suerte.

– ¿Cuándo, exactamente?

– Dentro de tres días.

– ¿No podría adelantarse a mañana?

– ¡Pero mañana es quince de agosto! ¿Qué le interesa?

Montalbano se lo explicó. Y le dijo también lo que quería.

– Espero conseguirlo para pasado mañana -concluyó Laganà.

* * *

– ¿Dottori? Hay uno que se llama Falli Fardillo que dice que usía lo convicó para esta mañana a las diez.

– ¿Tú tienes la ficha de la chica asesinada?

– Sí, siñor.

– Tráemela. Después le dices a Fazio que acuda a mi despacho y luego haces pasar a ese señor.

Como cabía esperar, primero Catarella hizo pasar a Dalli Cardillo, después fue por la ficha y, al final, fue a avisar a Fazio.

Dalli Cardillo era un cincuentón rechoncho, con cabello corto sin una sola hebra de plata, moreno de piel y con unos bigotes como los que se llevaban en Turquía en el siglo xix. Estaba nervioso y se veía.

Pero ¿quién no se pone nervioso si lo convocan sin explicaciones en una comisaría? Un momento. ¿Sin explicaciones? ¿Sería posible que Spitaleri no le hubiera dicho aún cómo tenía que comportarse?