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– Señor Cardillo, ¿el aparejador Spitaleri le comunicó el motivo de su convocatoria aquí?

– No, señor.

A Montalbano le pareció que era sincero.

– ¿Recuerda que usted, hace seis años, trabajó en una obra de Spitaleri construyendo un chalet en la urbanización de Pizzo en Marina di Montereale?

Al oír la pregunta, el albañil pareció tan aliviado que hasta se permitió el lujo de esbozar una sonrisita.

– ¿Han descubierto el piso ilegal?

– Sí.

– Yo hice lo que el aparejador me mandó.

– No le estoy echando la culpa de nada. Quiero averiguar algunos datos a través de usted.

– Si es por eso, estoy a su disposición.

– ¿Fue usted quien, con su compañero Gaspare Miccichè, cubrió con tierra arenisca el piso de abajo?

– Sí, señor.

– ¿Trabajaron en todo momento juntos?

– No, señor. Yo aquel día terminé antes y Miccichè siguió trabajando solo.

– ¿Por qué terminó usted primero?

– Porque así lo había ordenado Spitaleri.

– Pero ¿Spitaleri no se había ido ya?

– Sí, señor, pero nos lo había dicho la víspera, antes de irse.

– ¿Querría explicarme cómo hacían para entrar y salir del piso de abajo?

– Habíamos construido una especie de galería de tablones, una especie de pasarela cubierta e inclinada como las de los barcos. Ya estaba medio tapada por arriba con la tierra arenisca. Terminaba en una ventana situada al lado del cuarto de baño más pequeño.

La ventana a través de la cual se había caído Bruno.

– ¿Qué altura tenía la galería?

– Era baja. De unos ochenta centímetros. Había que agacharse.

– Tengo una curiosidad. ¿Qué necesidad tenían ustedes de la galería?

– Spitaleri nos dijo que la hiciéramos. Quería que el maestro de obras comprobara si la presión de la tierra arenisca podía causar daños en el interior, como filtraciones de humedad y cosas por el estilo.

– ¿El maestro de obras era Dipasquale?

– Sí, señor.

– ¿Y acudió para comprobarlo?

– Sí, señor. Al final del primer día. Pero nos dijo que siguiéramos adelante porque todo estaba en regla.

– ¿Pasó también por allí el último día? -preguntó Fazio.

– Por la mañana, mientras yo estuve, no pasó. Quizá pasara por la tarde, pero eso tienen que preguntárselo a Miccichè.

– Todavía no me ha explicado por qué se fue usted primero.

– Porque ya quedaba muy poco que hacer. Tapiar la ventana con las tablas de madera y el nailon, desmontar la pasarela y aplanar la tierra arenisca.

– ¿Observó si en el salón había un baúl?

– Sí, señor. Lo había mandado trasladar abajo el propietario, que ahora no recuerdo el nombre, a mí y a otro que se llama Smecca.

– ¿Estaba vacío?

– Completamente.

– Muy bien pues; gracias, ya puede retirarse.

Dalli Cardillo no podía creerlo.

– ¡Buenos días a todos!

Y se largó corriendo.

– Fazio, ¿sabes por qué Spitaleri no lo ha avisado ni le ha dado instrucciones? -preguntó Montalbano.

– No, señor.

– Porque el aparejador es muy listo. Sabe que Cardillo no está al corriente del descubrimiento del cadáver. Y por eso cree que es mejor que se presente sin nada que ocultar.

Gaspare Miccichè era un cuarentón pelirrojo de aproximadamente un metro cuarenta de estatura. Tenía los brazos larguísimos y las piernas torcidas. Parecía un mono. Seguramente Darwin, de haberlo visto, lo habría abrazado de alegría. Seguro que en la galería de madera Miccichè podía entrar casi de pie. Él también estaba nerviosillo.

– Me están haciendo perder una mañana de trabajo.

– Señor Miccichè, ¿tiene idea de por qué lo hemos convocado?

– No la tengo; lo sé porque Spitaleri me ha hablado de eso antes de venir aquí. Es por aquella chorrada del apartamento ilegal.

– ¿El aparejador no le ha dicho nada más?

– ¿Por qué? ¿Hay alguna otra cosa?

– Oiga, aquel doce de octubre, que fue el último día de trabajo, ¿a qué hora terminó usted?

– No fue el último día. Yo regresé al día siguiente.

– ¿Para hacer qué?

– Lo que no había hecho la tarde anterior.

– Explíquese mejor.

– Aquella tarde, cuando yo había reanudado el trabajo, llegó Dipasquale, el capataz, y me dijo que no desmontara la galería.

– ¿Y eso por qué?

– Dijo que era mejor que esperáramos un día más para ver si había alguna filtración. Y también me dijo que el propietario quería pasar por la tarde para asegurarse él también.

– ¿Y usted qué hizo?

– ¿Qué iba a hacer? Me fui.

– Siga.

– Por la noche… debían de ser algo más de las nueve, me telefoneó Dipasquale y me dijo que a la mañana siguiente ya podía quitar la galería. Fui, tapié la ventana con las tablas, la cubrí con nailon y desmonté la galería. Acababa de empezar a nivelar la tierra arenisca cuando llegaron tres de la cuadrilla.

– ¿Qué cuadrilla?

– La que tenía que retirar la empalizada de la obra. Después yo di dos vueltas alrededor del chalet con la niveladora y…

– ¿Qué es una niveladora? -preguntó Fazio.

– Una máquina como la que se usa cuando se construyen carreteras.

– ¿Una apisonadora?

– Sí, señor, pero más pequeña. Cuando terminé, me fui a casa.

– ¿Con la niveladora?

– No, señor; tenían que llevársela en el camión los de la cuadrilla.

– ¿Recuerda si la mañana del día trece tuvo usted ocasión de entrar en el apartamento ilegal?

– Spitaleri también me hizo esa misma pregunta. No, señor, no entré porque no tenía ningún motivo para entrar.

Si hubiera entrado, habría tenido que ver por lo menos el charco de sangre en el salón. Pero parecía sincero.

– ¿Vio que había un baúl?

– Sí, señor. Lo había mandado llevar…

– Sí, el señor Speciale. ¿Lo abrió?

– ¿El baúl? No. Estaba vacío. ¿Para qué iba a abrirlo?

Sin contestarle, Montalbano tomó la ficha, le dio la vuelta y se la entregó.

Miccichè contempló la fotografía de la chica asesinada, leyó el dato de la desaparición y le devolvió la ficha al comisario. Estaba sorprendido.

– ¿Y esto qué tiene que ver?

Fue Fazio quien habló:

– Si usted hubiera abierto el baúl la mañana del día trece, la habría encontrado dentro. Degollada y envuelta como un paquete.

La reacción de Miccichè no fue la que ellos esperaban.

Se levantó de un brinco con la cara morada, los puños cerrados y los dientes al descubierto, la boca entreabierta. Un animal salvaje. Montalbano temió que pegara un brinco y se subiera al escritorio.

– ¡Maricón hijo de la gran puta!

– ¿Quién?

– ¡Spitaleri! ¡Lo sabía y no me dijo nada! ¡Por su manera de hablar, yo tendría que haber comprendido que quería meterme en un lío!

– Siéntese y tranquilícese. ¿Por qué, según usted, Spitaleri pretendía meterlo en un lío?

– ¡Para que pareciese que era yo el que había matado a esa chica! ¡Yo, cuando me fui, dejé a Dipasquale en Pizzo! ¡Y de toda esta historia no sé nada de nada!

– ¿Usted vio alguna vez a esta chica en las inmediaciones de la obra?

– ¡Jamás!

– Cuando dejó el trabajo el día doce por la tarde, ¿recuerda lo que hizo?

– ¿Cómo voy a acordarme? ¡Son cosas de hace seis años!

– Haga un esfuerzo, señor Miccichè. En su propio interés -pidió Fazio.

Miccichè se vio asaltado por otro arrebato de rabia. Volvió a levantarse de un salto y, antes de que Fazio pudiera sujetarlo, pegó una carrerilla y se dio un fuerte cabezazo contra la puerta cerrada del despacho. Mientras Fazio lo obligaba a sentarse a la fuerza, se abrió la puerta y apareció perplejo Catarella.