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– Bueno pues -continuó Pasquano-. Confirmo que, en el momento de su muerte, la chica se encontraba en la posición que le dije.

– Entonces, ¿querría decirme por qué el asesino le hizo adoptar esa posición tras haberla obligado a desnudarse si no era para tirársela?

– No hemos encontrado la ropa y, por consiguiente, no sabemos si el asesino la obligó a desnudarse antes o la desnudó él después. En cualquier caso, la cuestión de la ropa carece de importancia, Montalbano.

– ¿Usted cree?

– ¡Pues claro! ¡Como también carece de importancia el hecho de que empaquetara el cuerpo y lo guardara en el baúl!

– ¿No lo hizo para esconderlo?

– Montalbano, ¿sabe que lo encuentro muy bajo de forma?

– Quizá sea la edad, doctor.

– Pero ¡¿cómo?! ¿El asesino se habría tomado la molestia de guardar el cadáver en el baúl, dejando a dos metros de distancia un charco de sangre tan grande que parecía un lago?

– Pues entonces, según usted, ¿por qué la introdujo en el baúl?

– Con todos los homicidas que han pasado por sus manos, ¿viene a preguntármelo a mí? ¡Pues para ocultársela a sí mismo, mi querido amigo, no a nosotros! Es una especie de eliminación concreta e inmediata.

Pasquano tenía razón.

¿Cuántos eran los asesinos ocasionales que cubrían el rostro de la víctima, sobre todo si era una mujer, con cualquier cosa que tuvieran a mano, un trapo, una toalla, una sábana?

– Usted debe partir del único punto fijo que tenemos -prosiguió el doctor-, y que es la posición de la chica cuando el asesino la degolló. Si lo piensa un poco, verá que…

– Comprendo lo que quiere decir.

– Pues si finalmente lo ha comprendido, dígamelo.

– Que quizá en el último momento el asesino no tuvo el valor de violarla y entonces experimentó un arrebato irresistible y sacó la navaja.

– Que, tal como nos explican en las clases de psicoanálisis, es un sustituto del miembro. Bravo.

– ¿He aprobado el examen?

– Pero podría haber otra hipótesis -añadió Pasquano.

– ¿Cuál?

– La de que el asesino la hubiera sodomizado.

– Dios mío -murmuró Fazio.

– Pero ¿cómo? -se rebeló el comisario-. ¡Usted se pasa media hora aturdiéndome con su palabrería y sólo en el último momento se digna decirme lo que tendría que haberme dicho al principio!

– Es que no estoy seguro al cien por cien. No me ha sido posible establecerlo con seguridad. Ha pasado demasiado tiempo. Pero a juzgar por ciertos detalles mínimos, me inclinaría a decir que sí. Repito: me inclinaría, en condicional.

– En resumen, no se atreve a pasar del condicional a un tiempo verbal como dios manda.

– Sinceramente, no.

– Lo peor no se acaba nunca -dijo Fazio con amargura cuando el comisario colgó.

Montalbano se había quedado pensativo.

– Dottore, ¿recuerda que me dijo que, cuando atrapáramos al asesino, usted quería partirle la cara?

– Sí. Y lo confirmo.

– ¿Me permite participar de la fiesta?

– Serás bienvenido. ¿Has convocado a Dipasquale?

– Para las seis de esta tarde, cuando termine en la obra.

Cuando Fazio iba a abandonar el despacho, sonó de nuevo el teléfono.

– Dottori, istá al tilífono el fiscal Dommaseo.

– Pásamelo.

– Escucha tú también -le dijo el comisario a Fazio volviendo a pulsar la tecla del altavoz.

– ¿Montalbano?

– ¿Dottore?

– Quería informarle que estuve en casa de los señores Morreale para comunicarles la atroz noticia. -Voz dolida y emocionada.

– Hizo usted muy bien, dottore.

– Fue terrible, ¿sabe?

– Me lo imagino.

Pero Tommaseo quería contarle el calvario que había sufrido.

– La pobre señora Francesca, la madre, se desmayó. El padre ni le digo; se puso a pasear por la casa delirando y tampoco podía sostenerse en pie.

Tommaseo esperaba algún comentario de Montalbano, el cual satisfizo su deseo.

– ¡Vaya, pobrecitos!

– Se habían pasado todos estos largos años esperando que su hija estuviera viva… Ya sabe lo que se dice. Que la esperanza…

– … es lo último que se pierde -completó el comisario para complacerlo, soltando mentalmente maldiciones por haber pronunciado una frase hecha.

– Justamente, mi querido Montalbano.

– Por consiguiente, no estuvieron en condiciones de reconocer el cadáver.

– ¡Pues lo hicieron, ya ve usted! ¡La difunta es, efectivamente, Caterina Morreale!

Montalbano y Fazio se miraron sorprendidos. ¿Por qué Tommaseo se había sacado de la manga aquel gorjeo de pajarillo cantarín? ¡No era una cosa como para alegrarse!

– Yo mismo me tomé la molestia de acompañar a Adriana en mi coche -prosiguió Tommaseo.

– Perdone, ¿quién es Adriana?

– ¿Cómo que quién es? ¿No fue usted quien me dijo que la víctima tenía una hermana gemela?

Montalbano y Fazio se miraron con incredulidad. Pero ¿qué estaba diciendo aquel tío? ¿Acaso quería corresponder a la broma que le había gastado el comisario?

– Tenía usted razón -declaró Tommaseo, con una voz ahora tan emocionada como si hubiera acertado un número de la lotería-. ¡Una chica verdaderamente espléndida!

¡De ahí el gorjeo!

– Estudia Medicina en Palermo, ¿sabe? Y, por si fuera poco, tiene un temple extraordinario, aunque después del reconocimiento sufrió una pequeña crisis y yo tuve que consolarla.

¡Vaya si el dottor Tommaseo habría estado dispuesto a consolarla con todos los medios a su disposición!

Se despidieron y colgaron.

– ¡Pero no es posible! -exclamó Fazio-. ¿Usía sabía que tenía una hermana gemela?

– Te juro que no. Pero es importante que nos hayamos enterado. Probablemente la difunta le hacía confidencias. ¿Podrías llamar a casa de los Morreale y preguntar si puedo pasarme por allí mañana sobre las diez?

– ¿Aunque estemos a quince de agosto?

– ¿Adónde quieres que vayan? Están de luto.

Fazio se retiró y regresó al cabo de cinco minutos.

– ¿Sabe que se ha puesto al teléfono nada menos que Adriana? Me ha dicho que quizá mejor que no vaya usted a casa, pues sus padres están francamente mal. Ni siquiera están en condiciones de hablar. Me ha propuesto venir ella aquí, a la comisaría a la hora que usted ha dicho.

* * *

Mientras esperaba a Dipasquale, llamó a la agencia Aurora.

– ¿Señor Callara? Soy Montalbano.

– ¿Hay alguna novedad, comisario?

– Yo no tengo ninguna. ¿Y usted?

– Pues yo sí.

– Apuesto a que ha informado a la señora Gudrun del descubrimiento del piso ilegal.

– ¡Lo ha adivinado! La llamé en cuanto me recuperé del terrible golpe que sufrí al abrir el baúl. ¡Maldita sea mi curiosidad!

– ¡Qué se le va a hacer, señor Callara! Por desgracia, las cosas ocurrieron así.

– ¡Siempre he sido un chafardero! ¿Sabe que una vez, cuando todavía era un chaval…?

Ahora sólo faltaban las memorias juveniles del señor Callara.

– Me estaba usted diciendo que llamó a la señora Gudrun…

– Ah, sí, pero no le dije nada de esa pobre chica asesinada.

– Hizo bien. ¿Qué decisión ha tomado la señora?

– Me ha pedido que me encargue de los trámites de la regularización y que le envíe los documentos, que ella los firmará.

– Es lo más correcto.

– Sí, pero en el fax que me ha enviado dice que después me hará poderes para la venta. ¿Y sabe qué se me ha ocurrido? Que casi casi que lo compro yo el chalet. ¿A usted qué le parece?