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– ¡Dios mío! -murmuró.

– ¿Puede decirme qué sintió?

– Un dolor muy intenso en la garganta. Durante casi un minuto, que a mí se me antojó eterno, no pude respirar. Pero en aquel momento no pensé que el dolor tuviera que ver con algo que le estaba ocurriendo a mi hermana.

– ¿Con qué pensó que tenía que ver?

– Verá, señor comisario, Rina y yo éramos idénticas, pero sólo físicamente. En cambio, éramos muy distintas en nuestra manera de pensar y comportarnos. Rina jamás habría cometido una transgresión por pequeña que fuera, incluso mínima. Yo sí. Ya entonces me gustaba transgredir las normas. Y por eso había empezado a fumar a escondidas. Aquella vez, con la ventana del cuartito abierta, ya me había fumado tres pitillos seguidos, uno detrás de otro. Así, por el simple placer de hacerlo. Por eso me pareció natural pensar que el dolor me lo había provocado el humo.

– ¿Y cuándo se dio cuenta de que se trataba de su hermana?

– Inmediatamente después.

– ¿Por qué?

– Lo relacioné con otra cosa que me había ocurrido unos minutos antes.

– ¿Puede contárnoslo?

– Preferiría no hacerlo.

– ¿Les comentó después a sus padres ese… ese contacto con su hermana?

– No. Es la primera vez que hablo de ello.

– ¿Por qué no les dijo nada?

– Porque era un secreto entre Rina y yo. Habíamos jurado no revelárselo a nadie.

– ¿Entre usted y su hermana había confianza?

– No tenía más remedio que haberla.

– ¿Se lo contaban todo?

– Todo.

Ahora venían las preguntas más difíciles.

– ¿Quiere que mande subirle algo del bar?

– No, gracias. Podemos seguir.

– ¿No tiene que regresar a casa? ¿Sus padres están solos?

– Gracias, no se preocupe. He llamado a una amiga que es enfermera. Están en buenas manos.

– ¿Rina le dijo si había alguien que en los últimos tiempos la hubiera molestado?

Adriana hizo lo mismo de antes. Echó la cabeza atrás y soltó una risita.

– ¿Me creerá usted, comisario? Desde los trece años no había hombre que no nos molestara, tal como usted dice. A mí la cosa me hacía gracia; Rina, en cambio, se ofendía o se enfadaba muchísimo.

– Ocurrió un hecho concreto que nos han comentado y acerca del cual quisiéramos saber algo más.

– Está hablando de Ralf.

– ¿Lo conocía?

– ¡Cómo no! Cuando estaban construyendo el chalet de su padrastro, se presentaba en nuestra casa de Pizzo día sí día no.

– ¿Qué hacía?

– Bueno, pues llegaba y se escondía, a la espera de que nuestros padres se fueran al pueblo o bajaran a la playa. Después, cuando nosotras nos levantábamos, nos espiaba desde la ventana mientras desayunábamos. A mí me hacía gracia y algunas veces le arrojaba trozos de pan como si fuera un perro. A él le gustaba el juego. Rina no lo soportaba.

– ¿Ralf andaba bien de la cabeza?

– ¿Bromea usted? Estaba como un cencerro. Un día sucedió una cosa más grave. Yo estaba sola en casa. La ducha del primer piso no funcionaba y entonces fui a la del piso de abajo. Al salir, me lo encontré delante completamente desnudo.

– ¿Cómo había entrado?

– Por la puerta. Yo creía que estaba cerrada, pero estaba sólo entornada. Era la primera vez que Ralf entraba. Yo no llevaba ni siquiera una toalla. Él me miró con ojos de perro y me suplicó que le diera un beso.

– ¿Qué le dijo exactamente?

– Por favor, ¿me das un beso?

– ¿Y a usted no le dio miedo?

– No. Son otras las cosas que me dan miedo.

– ¿Y cómo acabó?

– Pensé que la mejor solución era seguirle la corriente. Le di un beso. Muy suave, pero en la boca. Él me puso una mano en el pecho, me lo acarició y después inclinó la cabeza y se desplomó en una silla. Yo fui al piso de arriba, me vestí, y cuando volví a bajar él ya no estaba.

– ¿No pensó que podría haberla violado?

– Ni por un instante.

– ¿Por qué?

– Porque enseguida advertí que era impotente. Incluso por su manera de mirarme. Pude confirmarlo cuando lo besé y cuando él me acarició. No experimentó, ¿cómo diría?, ninguna reacción evidente.

El comisario oyó claramente dentro de sus oídos el ruido de todas sus suposiciones al romperse estrepitosamente en pedazos: cómo Ralf obliga a la chica a bajar al piso subterráneo, la viola, la mata y después se mata él o se ve obligado a matarse…

Intercambió una mirada de desolación con Fazio. Éste también parecía sorprendido. Después miró con admiración a Adriana: ¿cuántas muchachas había conocido que supieran decir las cosas con la misma franqueza?

– ¿Usted le contó esta historia a Rina?

– Por supuesto que sí.

– Pues entonces, ¿por qué ella echó a correr cuando Ralf intentó besarla? ¿No sabía que era inofensivo?

– Comisario, ya le he dicho que en ese sentido éramos distintas. Rina no se asustó, pero se sintió ofendida. Se fue corriendo por eso.

– Me han dicho que el aparejador Spitaleri…

– Sí, pasaba en aquel momento con su coche. Vio a Rina huyendo y a Ralf persiguiéndola desnudo. Se bajó del coche y le propinó a Ralf un buen puñetazo que lo tiró al suelo. Después se inclinó sobre él, sacó una navaja del bolsillo y le dijo que, como siguiera molestando a mi hermana, lo mataría.

– ¿Y después?

– Invitó a Rina a subir a su coche y la acompañó a casa.

– ¿Se quedó un rato?

– Rina me dijo que lo invitó a un café.

– ¿Sabe si Spitaleri y su hermana se vieron otras veces?

– Sí.

En aquel momento sonó el teléfono fijo.

– ¡Ah, dottori dottori! El siñor jefe supirior quiere hablar con usted urgentísimamente personalmente en persona.

– Pero ¿por qué no le has dicho que todavía estaba en el dentista?

– Yo tenía la tintación de dicirle que estaba fuera, pero el siñor jefe supirior mi dijo que no le dijera que aún istaba en el dintista y entonces yo li dije que usía estaba prisente en prisencia.

– Pásame la llamada al despacho de Augello. -Se levantó-. Excúseme, Adriana. Terminaré lo antes que pueda. Fazio, ven conmigo.

En el despacho de Mimì, donde por la mañana caía el sol de lleno, casi no se podía respirar.

– ¿Sí? Dígame, señor jefe superior.

– ¡Montalbano! Pero ¿se da usted cuenta?

– ¿De qué?

– ¿Cómo? Pero ¿es que ni siquiera se da cuenta?

– ¿De qué?

– ¡No se ha dignado siquiera contestar!

– ¿A qué?

– ¡Al cuestionario!

– ¿Acerca de qué?

Pronunciar alguna sílaba de más le resultaba difícil.

– ¡Al cuestionario sobre la plantilla que le envié hace unos quince días! ¡Era muy urgente!

– Lo envié cumplimentado.

– ¡¿A mí?!

– Pues sí.

– ¿Cuándo?

– Hace seis días. -Mentira descomunal.

– ¿Hizo una copia?

– Así es.

– Si no encuentro sus respuestas, se lo digo y usted me envía de inmediato la copia.

– Muy bien.

Cuando colgó, ya tenía la camisa empapada.

– ¿Tú sabes algo de un cuestionario sobre la plantilla que el jefe superior nos envío hace quince días?

– Sí, señor. Recuerdo que se lo entregué.

– ¿Y dónde coño habrá ido a parar? Hay que encontrarlo y cumplimentarlo, que ése es capaz de llamar dentro de media hora. Vamos a buscarlo.

– Pero en su despacho está la chica.

– Tendré que enviarla a casa.

La joven se hallaba en la misma posición en que la habían dejado, parecía no haberse movido.

– Mire, Adriana, por desgracia ha surgido un contratiempo. ¿Podría volver esta tarde?

– He de estar en casa antes de las cinco porque la enfermera se va.