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– ¿Pues entonces mañana por la mañana?

– Tengo un compromiso.

– Ah, pues entonces no sé cómo…

– Les propongo una cosa: los invito a comer. De esa manera podremos seguir hablado. Si les parece bien…

– Yo se lo agradezco, pero tengo que regresar a casa, ¿sabe?, es quince de agosto -dijo Fazio.

– Yo, en cambio, acepto con mucho gusto. ¿Adónde me lleva?

– Donde usted quiera.

Montalbano no podía creerlo. Se citaron en Enzo a la una y media.

– Esta chica tiene agallas -murmuró Fazio mientras Adriana salía.

Cuando se quedaron solos, empezaron a buscar por todo el despacho con creciente desolación. El escritorio estaba cubierto de montones de papeles, los había también en el mueble donde estaba la botella de agua y el vaso, en el archivador e incluso en el pequeño sofá y los dos sillones reservados para las visitas de consideración.

Sudaron la gota gorda y tardaron media hora larga en encontrar el cuestionario. Pero aquello no fue nada: sudaron todavía más para cumplimentarlo.

Cuando terminaron, ya era más de la una. Fazio se despidió y se fue.

– ¡Catarella!

– ¡Aquí estoy!

– Hazme una fotocopia de estas cuatro páginas. Después, si por casualidad llama alguien de parte del jefe superior preguntando por un cuestionario, envíale la fotocopia que has hecho. ¡Pero que sea la fotocopia, por lo que más quieras!

– Pierda cuidado, dottori.

– Ve por la ropa que has puesto a secar y tráemela. Después ve a abrir la puerta de mi coche.

Se desnudó en el cuarto de baño y tuvo la impresión de que su piel apestaba. Sería por culpa de la maldita búsqueda del cuestionario. Se lavó como mejor pudo, se cambió, le entregó la ropa sudada a Catarella para que la tendiera en el patio y se dirigió al despacho de Augello. Sabía que Mimì guardaba en un cajón un frasquito de perfume. Lo encontró. Se llamaba Irresistibile. Quitó el tapón, pensando que disponía de cuentagotas, pero resultó que al final se derramó medio frasco sobre la camisa y los pantalones. Y ahora ¿qué hacer? ¿Volver a ponerse la ropa sucia? No; quizá el perfume se evaporara al aire libre. Después le entró una duda: ¿convendría llevar consigo el ventilador portátil o no? Decidió que no. Haría el ridículo en presencia de Adriana, dándose aire con el pequeño ventilador y perfumado como una puta.

A pesar de haber mandado a Catarella que abriera la puerta, subir al coche fue como entrar en un horno. Pero no se sentía con ánimos para ir a pie hasta Enzo y, además, ya se estaba retrasando.

* * *

Delante de la trattoria cerrada, bajo un sol que partía las piedras, estaba Adriana al lado de un Fiat Punto. Montalbano había olvidado que Enzo celebraba el 15 de agosto cerrando la trattoria.

– Sígame -le dijo a la chica.

Cerca del bar de Marinella había una trattoria en que jamás había entrado, pero las mesitas al aire libre siempre estaban a la sombra, protegidas por un emparrado muy espeso. Llegaron en diez minutos. A pesar de ser día festivo, no había mucha gente y pudieron sentarse a una mesita un poco apartada de las demás.

– ¿Se ha cambiado y perfumado por mí? -preguntó Adriana con picardía.

– No; por mí. Y en cuanto al perfume, es que se me ha derramado encima el frasquito -contestó él en tono abatido.

Quizá habría sido mejor dejarse encima el pestazo a sudor.

Permanecieron en silencio hasta que apareció el camarero y empezó a recitar su letanía.

– Tenemos espaguetis con tomate, espaguetis a la tinta de jibia, espaguetis con erizos, espaguetis con almejas, espaguetis…

– Para mí con almejas -lo interrumpió Montalbano-. ¿Y para usted, Adriana?

– Con erizos.

El camarero dio comienzo a una segunda letanía.

– Y de segundo tenemos salmonetes a la sal, dorada al horno, lubina con salsita, rodaballo a la brasa…

– Díganoslo después -lo cortó Montalbano.

El camarero pareció ofenderse. Regresó al poco rato con los cubiertos, las copas, el agua y el vino: blanco y helado.

– ¿Quiere? -le preguntó Montalbano a la joven.

– Sí.

Le llenó la copa hasta la mitad e hizo lo mismo con la suya.

– Muy bueno -dijo ella.

– La verdad, ya no recuerdo dónde nos habíamos quedado.

– Me había preguntado si Spitaleri y Rina habían vuelto a verse otras veces y yo le había contestado que sí.

– Ah, sí. ¿Qué le dijo su hermana?

– Que Spitaleri, a partir de lo de Ralf, la agobiaba un poco.

– ¿En qué sentido?

– Tenía la impresión de que la espiaba. Se tropezaba con él demasiado a menudo. Por ejemplo, si iba al pueblo en el autocar de línea, a la hora de la vuelta aparecía Spitaleri y se ofrecía para llevarla. Eso hasta una semana antes.

– ¿Antes de qué?

– Del doce de octubre.

– ¿Y Rina dejaba que la acompañara?

– Algunas veces.

– ¿Spitaleri siempre se comportaba bien?

– Sí.

– ¿Y qué ocurrió una semana antes de la desaparición de su hermana?

– Una cosa desagradable. Ya había oscurecido y Rina aceptó la invitación. Pero nada más entrar en el caminito de Pizzo, a la altura de la casucha donde vivía aquel campesino que después fue detenido, Spitaleri paró el coche y empezó a manosearla. Así, de repente, según me dijo Rina.

– ¿Y qué hizo su hermana?

– Pegó tal grito que el campesino salió alarmado de la casucha; Rina aprovechó para refugiarse en su casa y Spitaleri tuvo que irse.

– ¿Cómo regresó Rina a casa?

– A pie. El campesino la acompañó.

– ¿Dice que lo detuvieron?

– Sí, pobre hombre. Cuando se iniciaron las investigaciones, la policía también estuvo en la casucha. Y, por desgracia, encontraron debajo de un mueble un pendiente de mi hermana. Rina pensaba que se le había caído en el coche de Spitaleri y, en cambio, lo había perdido allí. Entonces yo decidí contar lo ocurrido con Spitaleri. Pero no hubo manera, ya sabe usted cómo es la policía.

– Sí, lo sé.

– Al pobre hombre lo acosaron varios meses.

– ¿Sabe si interrogaron a Spitaleri?

– Pues claro. Pero él explicó que la mañana del doce estaba de viaje con destino a Bangkok. No podía haber sido él.

Llegó el camarero con los espaguetis.

Adriana se llevó a la boca el primer bocado, lo saboreó y dijo:

– Están buenos. ¿Quiere probar?

– ¿Por qué no?

Montalbano alargó la mano con el tenedor y enrolló unos espaguetis. No podían compararse con los de Enzo, pero eran aceptables.

– Pruebe los míos.

Adriana hizo como Montalbano y los probó.

No volvieron a hablar hasta que terminaron. De vez en cuando se miraban y sonreían.

Había sucedido una cosa muy rara. Puede que el gesto de introducir el propio tenedor en el plato del otro hubiera establecido entre ellos una especie de confianza, de intimidad que antes no había.

14

Ya hacía un ratito que habían terminado de comer, pero no hablaban; estaban bebiendo un limoncello digestivo y ahora Montalbano se sentía observado por Adriana, tal como había hecho él con ella en la comisaría.

Para conservar una actitud de cierta seriedad, porque era muy difícil comportarse como si nada teniendo encima aquellos ojos del mismo color del mar, se encendió un pitillo.

– ¿Me da uno, comisario?

Montalbano le ofreció la cajetilla, ella tomó un cigarrillo, se lo colocó entre los labios y se levantó a medias, inclinándose hacia delante para encenderlo con el mechero que él sujetaba.

«¡Sigue pensando que puede ser tu hija!», se ordenó el comisario.

Lo que estaba viendo debido a la posición de la muchacha hizo que empezara a darle vueltas la cabeza. Y debajo del bigote, la piel se le empapó de sudor.