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Después ayudó a Adriana a saltar por encima del alféizar.

En cuanto entró, ella le quitó la linterna y se dirigió sin el menor titubeo hacia el salón.

«Como si ya hubiera estado aquí», pensó él mientras la seguía.

Adriana se detuvo justo en el umbral del salón e iluminó con la linterna las paredes, los marcos envueltos en nailon y el baúl. Era como si se hubiera olvidado de Montalbano. No hablaba, pero respiraba afanosamente…

– Adriana…

La muchacha no lo oyó y prosiguió con su personal descenso a los infiernos.

Echó a andar, despacio y con incertidumbre. Se acercó al baúl desplazándose un poco a la izquierda, pero después se volvió hacia la derecha, avanzó tres pasos y se detuvo.

Y justo mientras efectuaba ese movimiento, Montalbano, que se encontraba situado casi delante de ella, se dio cuenta de que mantenía los ojos cerrados. La joven estaba buscando un lugar concreto, pero no con la vista, sino con otro sentido desconocido que sólo ella debía de tener.

Al llegar a la izquierda de la puerta cristalera, apoyó las manos en la pared con los brazos extendidos.

– ¡Virgen santa! -exclamó Montalbano, asustado.

¿Estaba asistiendo a una especie de recreación de lo que había ocurrido allí dentro? ¿Sería posible que Adriana estuviera en cierto modo poseída por Rina?

De repente la linterna cayó al suelo. Por suerte, no se apagó.

Adriana se encontraba exactamente en el lugar donde la Científica había localizado el charco de sangre, con el cuerpo sacudido por un incesante temblor.

«¡No es posible, no es posible!», se dijo Montalbano. Su razón se negaba a creer lo que estaba viendo.

De pronto oyó un sonido que lo dejó petrificado. No un llanto, sino un lamento. Un lamento de animal herido de muerte, largo, prolongado, bajo. Procedía de Adriana.

Montalbano pegó un brinco, recogió la linterna, agarró a la muchacha por las caderas y tiró de ella. Pero la joven oponía resistencia, era como si tuviese las manos pegadas a la pared. Entonces el comisario se introdujo entre sus brazos y la pared y le iluminó el rostro, pero ella tenía los ojos cerrados.

De la boca torcida y entreabierta le seguía brotando un lamento y un hilillo de saliva. Trastornado, el comisario la abofeteó dos veces con la mano libre, del derecho y del revés.

Adriana abrió los ojos, lo miró, lo abrazó con fuerza, pegó su cuerpo al suyo, lo empujó contra la pared y lo besó, mordiéndole los labios. El beso se prolongó bastante, mientras Montalbano sentía que el suelo se hundía bajo sus pies y se agarraba a ella casi para no caer.

Después la chica lo soltó, se dio la vuelta, echó a correr hacia la ventana del cuarto de baño y saltó por encima del alféizar. Montalbano la siguió sin tiempo de colocar de nuevo los precintos.

Adriana llegó al coche del comisario, se sentó al volante y lo puso en marcha. Montalbano apenas había tenido tiempo de subir por el otro lado cuando el vehículo salió disparado.

Adriana se detuvo delante de su casa, bajó, fue corriendo a la puerta, buscó en su bolsillo, sacó la llave y entró, dejando la puerta abierta.

Cuando Montalbano entró también, ella ya no estaba.

¿Qué debía hacer? La oyó vomitar en algún sitio.

Entonces salió y rodeó lentamente la casa. El silencio era total; mejor dicho, aparte de los millares de cigarras, reinaba un silencio total. Antaño debía de haber en la parte trasera un campo de cultivo de trigo. Quedaba sólo un almiar alto y estrecho.

Debajo de un matojo de hierba silvestre ya amarillenta, un gorrión rodaba por la hierba: era su manera de lavarse a falta de agua.

A Montalbano le entraron ganas de hacer lo mismo, necesitaba limpiarse también de toda la suciedad que se le había adherido a la piel en el apartamento subterráneo.

Entonces, sin apenas darse cuenta, hizo una cosa que solía hacer de pequeño: se quitó la camisa, los pantalones y los calzoncillos y, desnudo, restregó el cuerpo contra la paja.

Después extendió los brazos al máximo y lo abrazó, tratando de hundir en él la cabeza todo lo posible. Y entretanto se iba abriendo paso hacia el interior del almiar, empujando con todo el peso del cuerpo, moviéndolo de derecha a izquierda y viceversa. Al final empezó a percibir un olor limpio y seco de paja abrasada; lo aspiró a fondo y volvió a aspirarlo hasta percibir también un aroma que probablemente sólo existía en su imaginación, el de la brisa del mar que había conseguido penetrar hasta el compacto interior del almiar y había quedado aprisionado en él. Una brisa marina que tenía un regusto amargo, como quemado por los ardores de agosto.

De repente, medio pajar se le cayó encima y lo cubrió.

Y entonces se quedó así, inmóvil, sintiendo que lo limpiaban todas las briznas de hierba depositadas sobre su piel.

Una vez, siendo niño, había hecho lo mismo, y su tía, que no conseguía encontrarlo, se puso a llamarlo:

– ¡Salvo! ¿Dónde estás, Salvo?

Pero aquélla no era la voz de su tía; era Adriana que lo llamaba, ¡y desde muy cerca, por cierto!

¿Por qué había tenido aquella ocurrencia? ¿Acaso se había vuelto loco? ¿Era el calor lo que le hacía cometer todas esas bobadas? ¿Y ahora cómo iba a resolver la ridícula situación?

– ¿Salvo? Pero ¿dónde estás, Sal…?

¡Seguro que había visto la ropa tirada por el suelo! Comprendió que se estaba acercando.

Lo había descubierto. ¡Virgen santa, menudo papelón! Montalbano cerró los ojos, confiando en volverse invisible. La oyó troncharse de risa, seguramente echando la cabeza atrás tal como había hecho en la comisaría. El corazón empezó a palpitarle cada vez más rápido. Bueno pues, ¿por qué ahora no le daba un buen infarto? Habría sido la solución ideal. Después notó, más fuerte que el olor de la paja abrasada, más fuerte que la brisa del mar, el aroma arrebatador de la piel de Adriana. Se había duchado. Ya debía de encontrarse a pocos centímetros de él.

– Si alargas la mano, te doy la ropa -dijo Adriana.

Montalbano obedeció.

– Ahora me pongo de espaldas; quédate tranquilo -añadió.

Sólo que su risa siguió humillándolo mientras él, muerto de vergüenza, se vestía de nuevo.

* * *

– Se me ha hecho tarde -dijo Adriana cuando estaban a punto de subir al coche-. ¿Me dejas conducir?

La joven había comprendido que, en cuestión de pisar el acelerador, Montalbano no daba la talla.

Durante todo el trayecto, muy corto puesto que en un santiamén llegaron a la explanada que había delante de la trattoria, ella mantuvo la mano derecha apoyada en su rodilla, conduciendo sólo con la izquierda. ¿Fue a causa de esa manera de conducir o bien a causa del bochorno por lo que el comisario acabó empapado de sudor?

– ¿Estás casado?

– No.

– ¿Tienes novia?

– Sí, pero no vive en Vigàta. -Pero ¿por qué se lo decía?

– ¿Cómo se llama?

– Livia.

– ¿Dónde vives?

– En Marinella.

– Dame el teléfono de tu casa.

Montalbano se lo dijo y ella lo repitió.

– Memorizado.

Habían llegado. El comisario abrió la puerta. Se quedaron mirándose a los ojos un momento. Adriana se inclinó y lo besó muy suavemente.