– Gracias.
El comisario la miró mientras se alejaba derrapando.
Decidió no pasar por la comisaría e irse directamente a Marinella. Ya eran casi las seis cuando, con el bañador puesto, abrió la puerta cristalera que daba a la galería. Y allí se encontró con dos muchachos y una chica; los tres veinteañeros se habían pasado claramente todo el día en la galería, habían comido y bebido, y se habían desnudado para bañarse. En la playa todavía quedaban decenas de personas disfrutando de los últimos rayos del sol.
Pero la arena estaba llena de papeles, restos de comida, cajas, botellas… en resumen, un auténtico vertedero. Y en un vertedero se había convertido también la galería: en el suelo había todo un revoltijo de colillas de cigarrillo y porros, latas de cerveza y Coca-Cola.
– Antes de iros, limpiadlo todo -dijo Montalbano, bajando por la escalerita para acercarse a la orilla.
– Sí, pero tú límpiate el culo -replicó uno de los jóvenes a su espalda.
El otro chico y la chica se echaron a reír.
Habría podido hacer la vista gorda, pero decidió dar media vuelta y regresar muy despacio.
– ¿Quién ha hablado?
– Yo -contestó el más fornido y con más pinta de prepotente.
– Baja.
El chico miró a sus amigos.
– Le arreglo las cuentas al viejo y vuelvo.
Sonoras carcajadas.
El muchacho se le colocó delante con las piernas separadas, se preparó y le soltó un guantazo diciendo:
– Ve a bañarte, abuelo.
Montalbano lo paró y lanzó un izquierdazo que el otro esquivó, por lo que el derechazo, como era de prever, lo alcanzó en pleno rostro y lo hizo tambalearse hacia atrás, medio desmayado. No había sido un puñetazo sino un mazazo. Las carcajadas de los otros dos enmudecieron de golpe.
– Cuando regrese, tiene que estar todo limpio.
Hubo de adentrarse mucho para encontrar un poco de agua limpia, pues cerca de la orilla flotaba de todo, desde cagarros a vasos de plástico; una auténtica guarrería.
Antes de regresar, anduvo por la playa buscando un lugar donde hubiera menos gente y donde el agua quizá no estuviera tan sucia. Pero eso lo obligó a caminar aproximadamente media hora por la orilla.
Cuando por fin llegó a su casa, los chicos ya se habían ido. Y la galería estaba limpia.
Bajo la ducha, que todavía estaba caliente, pensó en el puñetazo que le había propinado al chico. ¿Sería posible que tuviera todavía tanta fuerza? Después comprendió que no se había tratado tan sólo de fuerza, sino también de una descarga violenta de toda la tensión acumulada a lo largo de aquel 15 de agosto.
15
Bien entrado el anochecer, las familias con niños que lloraban o gritaban, las pandillas de borrachos pendencieros, las parejitas bien pegadas, los chicos solitarios con un móvil pegado a la oreja, otras parejitas con radio, CD y chismes sonoros a todo volumen, despejaron finalmente la playa.
Ellos se fueron, pero la suciedad se quedó.
«A estas alturas, la suciedad -pensó el comisario- se ha convertido en un signo seguro del paso del hombre. Hasta el Everest es ya un vertedero, e incluso el espacio se utiliza como lugar de descarga de desperdicios.»
Dentro de diez mil años la única prueba de la existencia del hombre en la tierra será el descubrimiento de enormes cementerios de coches, el monumento superviviente de una civilización (?) perdida.
Cuando llevaba un rato sentado en la galería, empezó a notar que el aire apestaba: la basura que cubría la playa ya no se veía porque estaba oscuro, pero le llegaba el hedor de la rápida putrefacción causada por el excesivo calor.
No era cuestión de quedarse fuera. Pero tampoco se podía estar dentro con las ventanas cerradas para que no entrara el mal olor, pues el calor absorbido por las paredes jamás llegaría a desprenderse.
Entonces se vistió, cogió el coche y se fue a Pizzo. Al llegar al chalet, se dirigió a la escalera que llevaba a la playa.
Se sentó en el primer escalón y encendió un pitillo. Había acertado, allí estaba muy alto y no llegaba el olor de las porquerías que también debía de haber en la playa.
No quería pensar en Adriana, pero no lo consiguió.
Se pasó dos horas así, y cuando se levantó para regresar a Marinella, ya había llegado a la conclusión de que, cuanto menos viera a la joven, mejor.
– ¿Qué le dijo ayer la señorita Adriana? -preguntó Fazio.
– Me dijo algo que no sabía, pero que imaginaba. ¿Recuerdas que Dipasquale nos contó, y Adriana lo confirmó, que Rina había sido atacada por Ralf y que Spitaleri la había salvado?
– Pues claro que lo recuerdo.
Entonces el comisario se lo contó todo, que a partir de aquel momento Spitaleri siempre había ido detrás de Rina, hasta que un día la manoseó en el coche y ella se salvó porque apareció un campesino. Y le contó también que el campesino las había pasado moradas por culpa de un pendiente de Rina que encontraron en su casa, pero que el pobre hombre no tenía nada que ver con el crimen.
No le mencionó que había acompañado a Adriana a Pizzo ni lo que había ocurrido allí.
– En resumen -dijo Fazio-, no tenemos nada de nada. Ralf no pudo haber sido porque era impotente, Spitaleri tampoco porque se había ido, Dipasquale tiene una coartada…
– La situación de Dipasquale es la más débil. La suya es una coartada que puede haberse fabricado.
– Cierto, pero vete tú a demostrarlo.
– Dottori, está el fiscal Dommaseo.
– Pásamelo.
– ¿Montalbano? He tomado una decisión.
– Dígame.
– Lo hago.
¿Y quería contárselo a él?
– ¿Qué?
– Una rueda de prensa.
– Pero ¿qué necesidad hay?
– ¡La hay, Montalbano, la hay!
La verdadera necesidad era que Tommaseo se moría de ganas de exhibirse en la televisión.
– Los periodistas -añadió el fiscal- se han olido algo y empiezan a hacer preguntas. No querría correr el riesgo de que ofrecieran una imagen distorsionada del cuadro general.
Pero ¿qué cuadro general?
– Por supuesto que sería un grave riesgo.
– ¿Está de acuerdo?
– ¿Ya la ha convocado?
– Sí, para mañana a las once. ¿Vendrá?
– No. ¿Qué va a explicar usted?
– Hablaré del delito.
– ¿Dirá que la violaron?
– Bueno, lo insinuaré.
¡Imagínate! ¡A los periodistas les bastaba mucho menos que una insinuación para lanzarse en tromba sobre un tema!
– ¿Y si le preguntan si tiene alguna idea acerca del culpable?
– Bueno, ahí tendremos que ser muy hábiles.
– Tal como lo es usted.
– Modestamente… diré que estamos trabajando con dos pistas: una es el control de las coartadas de los albañiles y otra la de un obseso sexual de paso que obligó a la chica a acompañarlo al apartamento ilegal. ¿Está de acuerdo?
– Totalmente.
¡Un obseso sexual de paso! ¿Y cómo se las arreglaba un obseso sexual de paso para conocer la existencia de un apartamento ilegal si la obra estaba vallada?
– Para esta tarde he vuelto a convocar a Adriana Morreale -dijo Tommaseo-. Quiero vencer sus posibles reticencias, interrogarla a fondo, a fondo y largo rato, quiero dejarla al desnudo.
Le había cambiado la voz. Montalbano temió que empezara a suspirar y decir «aaaah, aaaah» como en una película porno.
Ahora ya se estaba convirtiendo en una costumbre. Antes de irse a la trattoria de Enzo, se cambió de ropa y le dio a Catarella las prendas sudadas. Después, al terminar de comer -poca cosa porque no tenía apetito-, experimentó una especie de desgana y se fue a Marinella.
¡Oh, milagro! ¡Cuatro basureros estaban terminando de limpiar la playa! Se puso el bañador y se metió en el agua en busca de frescor. A continuación se tumbó y se pasó una hora durmiendo.