– He oído algo al respecto.
– Y he tenido ocasión de interrogar a un especulador inmobiliario, Spitaleri, al que tú también conoces.
Lozupone pareció ponerse en guardia y reaccionó con cierta aspereza.
– ¿Qué significa que lo conozco? Lo conozco tan sólo porque me encargué de las investigaciones sobre la muerte accidental de un albañil en una obra suya de Montelusa.
– Precisamente. Y yo quería saber algo acerca de tu investigación. ¿A qué conclusión llegaste?
– Creo que ya te la he dicho: muerte accidental. La obra, cuando yo llegué, estaba en regla. Permití reanudar los trabajos después de cinco días de cierre.
– ¿Cuándo te llamaron?
– El lunes por la mañana, cuando descubrieron el cuerpo del albañil. Y te lo repito, todas las medidas de seguridad eran correctas. La única conclusión posible era que el árabe, que había bebido unas copas de más, saltó por encima de la barandilla de protección y cayó. La autopsia estableció, entre otras cosas, que dentro tenía más vino que sangre.
Montalbano se sorprendió, pero no lo dio a entender. Sin embargo, si las cosas habían ocurrido tal como decía Lozupone y como afirmaba Spitaleri, ¿por qué Filiberto había contado otra historia? Por otra parte, ¿no había un resguardo de entrega de la empresa Ribaudo que demostraba que el vigilante había dicho la verdad? ¿No era mejor coger a Lozupone por los cuernos y decirle que él, Montalbano, opinaba otra cosa al respecto?
– Federì, ¿no se te pasó por la cabeza la posibilidad de que, cuando cayó el albañil, no hubiera en la obra ninguna protección y que la colocaran a lo largo del domingo? ¿Para que cuando tú llegaras el lunes por la mañana lo encontraras todo en regla?
Lozupone volvió a llenarse el vaso de whisky.
– Pues claro que se me pasó por la cabeza.
– ¿Y qué hiciste?
– Lo mismo que habrías hecho tú.
– ¿O sea?
– Le pregunté a Spitaleri qué empresa le servía el material para los andamios. Y él me contestó que la Ribaudo. Se lo dije a Laurentano, pues quería que convocara, o me autorizara a mí a convocar, a los de la Ribaudo. Y él dijo que no, dijo que para él la investigación terminaba allí.
– La prueba que tú querías buscar en Ribaudo la he conseguido yo. Spitaleri hizo que le enviaran el material al amanecer del domingo y lo instaló con la ayuda del maestro de obras Dipasquale y el vigilante Attanasio.
– ¿Y qué quieres hacer con esa prueba?
– Entregártela a ti o al fiscal Laurentano.
– Déjame ver.
Montalbano le entregó el resguardo. Lozupone lo miró y se lo devolvió.
– No demuestra nada.
– Pero ¿has visto la fecha? ¡El veintisiete de julio era domingo!
– ¿Sabes qué puede contestar Laurentano? Primero, que dada la frecuente relación profesional entre Spitaleri y Ribaudo, no era la primera vez que Ribaudo facilitaba material a Spitaleri a pesar de ser día festivo. Segundo, que el material se necesitaba porque el lunes por la mañana tenían que empezar a levantar los demás pisos del edificio. Tercero, ¿el dottor Montalbano querría explicarme cómo ha llegado a sus manos este documento? En resumen, Spitaleri se salva, y tú y quien te haya dado el documento os vais a tomar por culo.
– Pero ¿Laurentano es un corrupto?
– ¡¿Laurentano?! ¿Qué dices? Laurentano es uno que quiere hacer carrera. Y para hacer carrera, la primera regla es no molestar al perro dormido.
Montalbano estaba tan furioso que se le escapó:
– ¿Y tu suegro qué piensa?
– ¿Lattes? No te pases, Salvo. No mees fuera del tiesto. Mi suegro tiene ciertos intereses políticos, es verdad, pero sobre esta historia de Spitaleri nunca me ha dicho nada.
A saber por qué, Montalbano se alegró de la respuesta.
– ¿Entonces te rindes?
– ¿Qué tendría que hacer a tu juicio? ¿Ponerme a luchar como Don Quijote contra los molinos de viento?
– Spitaleri no es un molino de viento.
– Montalbà, hablemos claro. ¿Sabes por qué Laurentano no quiere que yo siga adelante? Porque en su balanza personal ha colocado de un lado a Spitaleri con sus protecciones políticas y del otro el cadáver de un anónimo inmigrante árabe. ¿Hacia dónde se inclina la balanza? Sólo un periódico dedicó tres líneas a la muerte del árabe. ¿Qué piensas que ocurrirá si la cosa alcanza a Spitaleri? Un revuelo de televisiones, radios, periódicos, interpelaciones parlamentarias, presiones, incluso chantajes… Y yo te pregunto: ¿cuánta gente, entre nosotros y entre los jueces, tiene en su despacho la misma balanza que Laurentano?
16
Estaba tan furioso que se quedó en la galería a terminarse la botella de whisky con la clara intención, si no de emborracharse, por lo menos de alcanzar un estado de somnolencia que le permitiera irse a dormir.
Bien mirada la cuestión, con la mente fría, sin fáciles entusiasmos y sin ninguna necesidad de salir disparado, Lozupone tenía razón; jamás conseguirían joder a Spitaleri con esa prueba que a Montalbano le había parecido tan importante.
Y después, suponiendo que Laurentano tuviera el valor de seguir adelante y suponiendo que un inconsciente compañero suyo lo enviara a juicio, durante el proceso, cualquier abogado habría desmontado la prueba en un abrir y cerrar de ojos. Pero ¿era precisamente porque la prueba carecía de importancia, a pesar de ser indudablemente una prueba, por lo que Spitaleri no sería condenado?
¿O bien porque en la Italia actual, gracias a la aprobación de leyes cada vez más permisivas en favor del culpable, faltaba por encima de todo la firme voluntad de enviar a la cárcel al autor de un delito?
Pero ¿por qué había tenido, y seguía teniendo, tantas ganas de perjudicar al aparejador?
¿Porque había cometido un delito urbanístico? Anda ya, en tal caso habría tenido que tomarla con la mitad de los sicilianos, pues poco faltaba para que las obras ilegales superaran a las legales en la isla.
¿Porque había habido un muerto en una de sus obras?
Pero ¿cuántos presuntos accidentes laborales había que nada tenían de accidentes sino que eran auténticos crímenes por parte del empresario?
No; el motivo era otro.
Habían sido las palabras de Fazio, cuando le informó que a Spitaleri le gustaban las menores de edad y entonces él pensó que también debía de ser un turista sexual, las que le habían provocado aquella especie de violenta aversión.
No soportaba a esos personajes que se desplazaban en avión de un continente a otro para aprovecharse de la pobreza y la miseria material y moral de la manera más indigna.
Quien es así, aunque en su país viva en un palacio de lujo, aunque viaje en primera clase, se aloje en hoteles de diez estrellas y acuda a restaurantes donde un huevo frito cuesta cien mil euros, sigue siendo en su fuero interno un miserable, más miserable que el que roba las limosnas de una iglesia o la merienda de un chiquillo no por hambre, sino por el simple placer de hacerlo.
Y los hombres de esa calaña son ciertamente capaces de cometer las más repugnantes y abyectas acciones.
Al final, al cabo de unas dos horas, se le empezaron a cerrar los ojos. En el vaso quedaba el último dedo de whisky. Se lo bebió y se atragantó. Mientras tosía, recordó algo que le había dicho Lozupone.
Lo de que la autopsia había confirmado que el árabe había bebido mucho y que por eso se había caído.
Pero se podía formular otra hipótesis: que el árabe no hubiera muerto de inmediato tras la caída. Se encontraba en estado agonizante y, por consiguiente, en condiciones de tragar. Y entonces Spitaleri, Dipasquale y Filiberto aprovecharon la ocasión para obligarlo a beber vino a lo bestia. Y después lo dejaron morir solo.
Fueron capaces de hacerlo y la idea debió de ocurrírsele al más audaz de ellos, Spitaleri. Y si la situación era la que se estaba imaginando, el derrotado no era sólo él, Montalbano, sino la propia justicia, mejor dicho, la idea misma de la justicia.