Pasó toda la noche sin pegar ojo. La rabia que tenía en el cuerpo duplicaba el calor. Sudó tanto que sobre las cuatro de la madrugada se levantó y cambió las sábanas. Pero todo fue inúticlass="underline" al cabo de media hora estaban tan mojadas como las que acababa de retirar.
A las ocho ya no pudo permanecer tumbado. No aguantaba la impaciencia, los nervios, el calor.
Le acudió a la mente Livia, que en un barco en alta mar debía de estar pasándolo mucho mejor que él. Entonces la llamó al móvil. Una voz femenina le comunicó que el teléfono al que llamaba estaba apagado y que, si quería, podía probar a llamar más tarde.
¡Claro, a esa hora la señorita debía de estar durmiendo o ayudando a su querido primo Massimiliano a gobernar el barco! Experimentó un ataque de picor y empezó a rascarse hasta hacerse sangre.
Para remediarlo, bajó de la galería a la playa. La arena ya quemaba. Se dio un buen chapuzón; mar adentro el agua todavía estaba fresca. Pero el refrigerio fue muy breve: justo el tiempo de volver y ya estaba seco. «¿Por qué tengo que ir a la comisaría?», se preguntó.
No tenía muchas cosas que hacer, mejor dicho, no tenía ninguna. Tommaseo estaba ocupado con la rueda de prensa, Adriana tenía el entierro de su hermana, el jefe superior de policía quizá estaba demasiado ocupado examinando las respuestas a los cuestionarios que había enviado a las distintas comisarías. Y a él sólo le apetecía pasear sin rumbo fijo, pero fuera de casa.
– ¿Catarella?
– A sus órdenes, dottori.
– Pásame a Fazio.
– Ahora mismo.
– ¿Fazio? Esta mañana no voy a la comisaría.
– ¿No se encuentra bien?
– Me encuentro perfectamente. Pero estoy convencido de que, si voy, me encontraré mal enseguida.
– Razón que le sobra, dottore. Aquí hace un calor que ahoga, nos falta el aire a todos.
– Iré por la tarde, sobre las seis.
– De acuerdo. Ah, dottore, ¿me presta su ventilador?
– Cuidado no me lo rompas.
Media hora después, en el camino de Pizzo, paró delante de la casucha del campesino. La puerta estaba abierta. Llamó.
– ¡Ah de la casa!
A la ventana alta que había encima de la puerta se asomó el hombre a quien Gallo había roto una tinaja con el coche. Por la manera en que lo miró, Montalbano comprendió que no lo reconocía.
– ¿Qué quiere? -preguntó el campesino.
Como le dijese que era policía, igual no lo dejaba entrar.
Acudieron en su ayuda las desangeladas voces de unas cuantas gallinas, procedentes del fondo de la casa. Probó a adivinar.
– ¿Tiene huevos frescos?
– ¿Cuántos quiere?
No debía de ser un gallinero muy grande.
– Con media docena me arreglo.
– Entre.
Montalbano lo hizo.
Un cuarto vacío que debía de servir para todo. Una mesa, dos sillas, un aparador. Junto a una pared, un hornillo de gas con la bombona, y a su lado una repisa de mármol con unos cubiertos, vasos y platos, una sartén, una olla… utensilios baratos desgastados por el uso y el tiempo. En una pared colgaba un fusil de caza.
El campesino apareció por una escalera de madera que debía de llevar a la habitación de arriba, que sería el dormitorio.
– Voy a buscárselos.
Salió. El comisario se sentó en una silla.
El hombre regresó con tres huevos en cada mano. Avanzó dos pasos en dirección a la mesita y se detuvo en seco, mirando fijamente a Montalbano. Se le demudó la cara.
– ¿Qué le pasa? -preguntó el comisario levantándose.
– ¡Aaaaah! -rugió el campesino.
Y le arrojó a la cabeza los tres huevos que tenía en la mano derecha. Pese a haber sido pillado por sorpresa, Montalbano consiguió esquivar dos mientras que el tercero le dio en el hombro izquierdo y le chorreó por la camisa.
– ¡Ahora te conozco, policía asqueroso!
– Pero oiga…
– ¿Todavía con la misma historia? ¡¿Todavía?!
– Pero yo sólo he venido para…
Los otros huevos le dieron uno en la frente y dos en el pecho.
Montalbano se quedó ciego. Se llevó el pañuelo a los ojos para limpiárselos, y cuando estuvo en condiciones de ver de nuevo entre los pegajosos párpados, descubrió que el campesino lo estaba apuntando directamente con el fusil de caza.
– ¡Fuera de mi casa, policía de mierda!
Montalbano salió corriendo.
¡Sus compañeros se las habrían hecho pasar moradas a aquel desgraciado! Las manchas de la camisa eran tan grandes que por delante la prenda parecía de un color y por detrás de otro. Tuvo que regresar a Marinella para cambiarse. Y allí encontró a Adelina, fregando el suelo.
– Dutturi, ¿con huevos le han dado?
– Sí, un pobre hombre. Voy a cambiarme.
Se lavó con el agua caliente que salía de la cañería y se puso una camisa limpia.
– Me marcho, Adelì.
– Dottori, li quería decir que mañana no podré vinir.
– ¿Por qué?
– Voy a ver a mi hijo mayor, que istá en la cárcel de Montelusa.
– ¿Y el pequeño?
– Ése también istá en la cárcel, pero en Palermu.
Adelina tenía dos hijos, ambos delincuentes que se pasaban la vida entrando y saliendo de la cárcel.
Montalbano también los había puesto a la sombra algunas veces. Pero los chicos siempre le habían mostrado aprecio. Incluso era padrino del hijo de uno de ellos.
– Dale recuerdos.
– De su parte. Li quería decir que, como no vengo, li prepararé más cosas para comer.
– Hazme cosas frías, que así duran más.
Regresó a Pizzo, esta vez con el bañador.
Pasó a gran velocidad por delante de la casucha del campesino, temiendo que éste le pegara un tiro, pasó por delante de la casa de Adriana, que tenía la puerta y las ventanas cerradas, y llegó al chalet.
Como tenía la llave, entró, se quitó la ropa, se puso el traje de baño, salió, bajó por la escalera de piedra y llegó a la playa. A esa hora había muy pocos bañistas, en su mayoría extranjeros. Los sicilianos, pasado el 15 de agosto, consideran terminada la temporada estival aunque haga más calor que antes.
De la primera vez que se bañó en aquellas aguas cuando estuvo allí con Callara, le había quedado el recuerdo de una sensación de placer y limpieza. Se adentró en el mar y comenzó a nadar. Permaneció en el agua hasta que se le arrugaron los dedos, señal de que era hora de salir.
Tenía intención de ducharse con agua fría y regresar a Marinella para comerse la exquisitez preparada por Adelina.
Pero la subida por la escalera bajo un sol de justicia lo debilitó y le hizo perder las fuerzas. Nada más entrar en el chalet, fue a tumbarse en la cama de matrimonio.
Eran las dos y media cuando se tumbó y eran casi las cinco cuando despertó. El colchón conservaba incluso el perfil de su cuerpo desnudo, un perfil húmedo.
Permaneció tanto rato bajo la ducha que gastó toda el agua del depósito, pero aquélla no era su casa, estaba deshabitada y podía permitírselo sin sentir remordimientos.
Cuando salió para irse a la comisaría, descubrió que delante del chalet había otro automóvil que ya le parecía haber visto en otro sitio, aunque no recordaba dónde. No había gente por los alrededores. A lo mejor habían bajado a la playa.
Después observó que en la toma de corriente situada junto a la puerta, alguien había enchufado un cable que doblaba la esquina de la casa. Seguramente para proporcionar luz al piso ilegal.
¿Quiénes podían ser? Los de la Científica seguro que no. Entonces tuvo la sospecha de que algún periodista había ido a escondidas a fotografiar el «lugar del atroz delito», y se sintió dominado por un arrebato de rabia.