– ¿Por qué?
– Porque yo también quiero estar ahí.
– ¡Pero si me has dicho que no podías venir!
– Espiritualmente, bobo. Quiero que tomes un bocado de mi plato y que yo tome uno del tuyo.
A Montalbano empezó a darle vueltas la cabeza.
– De… de acuerdo.
– Adiós. Buenas noches. Te llamo mañana. Te quiero.
– Y yo ta…
– ¿Qué has dicho?
– Idiota. He dicho idiota. A una mosca muy pesada que se me pasea por la nariz. -Salvado por los pelos.
– Ah, oye. Se me ha ocurrido una idea. ¿Por qué no me convocas mañana por la mañana en comisaría y me haces un interrogatorio en privado tal como querría hacérmelo Tommaseo?
Y colgó entre risas.
¡Qué frigorífico ni qué pamplinas! ¡Qué comida! Lo que tenía que hacer de inmediato era arrojarse al mar y darse un prolongado chapuzón que le enfriara la cabeza y le bajara la temperatura de la sangre, que en esos momentos debía de estar a punto de ebullición. Pero ¿es que Adriana también estaba contribuyendo a aumentar la intensidad de los ardores de agosto?
Justo mientras estaba nadando en medio de la oscuridad se inició el tormento. Una sensación que conocía muy bien. Se puso a hacer el muerto contemplando las estrellas.
La sensación era la de una virrina, un taladro de mano que empezó a traspasarle poco a poco el cerebro. Y a cada vuelta que daba, emitía el clásico ruido de los taladros:
Un latazo tremendo que significaba -y la cosa ya no le sorprendía porque hacía años que le ocurría- que, a lo largo del día, había oído algo muy importante, algo que podía ser decisivo para la investigación pero a lo que no había prestado atención en su momento.
Pero ¿cuándo lo había oído? ¿Quién lo había dicho?
rrr… rrr… rrr…
Una especie de carcoma que lo estaba poniendo muy nervioso.
Dando lentas y amplias brazadas regresó a la orilla.
Entró en casa y comprobó que ya no tenía apetito. Entonces cogió una botella de whisky por estrenar, un vaso y un paquete de cigarrillos, y se sentó en la galería mojado tal como estaba, sin quitarse siquiera el bañador.
Piensa que te piensa, no conseguía recordarlo.
Se rindió al cabo de una hora. Oscuridad total. «Antes -pensó-, me bastaba un poco de concentración para que me volviera a la memoria lo que se me había escapado. Pero ¿antes cuándo? -se preguntó-. Cuando eras más joven, Montalbà», fue la inevitable respuesta.
Decidió comer algo. Y recordó que Adriana le había dicho que pusiera un plato también para ella… Estuvo tentado de hacerlo, pero se sintió ridículo.
Preparó la mesa sólo para él, fue a la cocina, posó la mano en la manija del frigorífico pensando todavía en Adriana, y experimentó una fugaz sacudida.
¿Cómo era posible? Estaba claro que el frigorífico no funcionaba bien, era peligroso, había que comprar otro.
Pero ¿cómo? ¿Tenía todavía la mano sobre la manija y ya no experimentaba la sacudida? Entonces ¿no había sido una sacudida eléctrica sino algo que tenía dentro, un cortocircuito en la cabeza?
¡La sacudida había ocurrido mientras pensaba en Adriana! ¡Era por algo que había dicho ella!
Regresó a la galería.
Y de pronto acudieron a su mente las palabras de Adriana. Se levantó de un salto, cogió los cigarrillos, bajó a la playa y empezó a pasear por la orilla del mar.
Tres horas después ya se había terminado el tabaco y las piernas le dolían de tanto caminar. Regresó a casa y miró el reloj. Eran las tres de la madrugada. Se lavó, se afeitó, se puso de punta en blanco y se bebió una buena taza de café. A las cuatro menos cuarto se marchó en el coche.
A aquella hora circularía muy fresco. Y a su velocidad habitual, sin necesidad de hacer carreras a lo Gallo.
Iba al encuentro de una esperanza. Tan sutil, tan etérea, que habría bastado un soplo para que se desvaneciera por completo. Digamos mejor: iba al encuentro de una idea insensata.
Llegó a Punta Raisi cuando ya eran casi las ocho de la mañana. Había invertido el mismo tiempo que tardaba un conductor normal en un trayecto de ida y vuelta. Pero había sido un viaje tranquilo, no había pasado calor y no había tenido ocasión de pelearse con otros automovilistas.
Aparcó y bajó. Se respiraba mejor que en Vigàta. Lo primero que hizo fue dirigirse al bar: un espresso doble corto. Después se presentó en la comisaría del aeropuerto.
– Soy el comisario Montalbano. ¿Está el dottor Capuano?
Cada vez que iba allí para recibir o despedir a Livia, le hacía una visita a Capuano.
– Acaba de llegar. Puede entrar, si quiere.
Llamó con los nudillos y entró.
– ¡Montalbano! ¿Esperas a tu novia?
– No; he venido para pedirte que me eches una mano.
– A tu disposición. Dime.
Montalbano se lo explicó.
– Eso exigirá un poco de tiempo. Pero tengo a la persona apropiada. -Y llamó-: ¡Cammarota!
Era un treintañero muy moreno, con unos ojos que le brillaban de inteligencia.
– Ponte a disposición del dottor Montalbano, que es amigo mío. Podéis quedaros aquí y utilizar mi ordenador; total, yo tengo que irme a presentar un informe al jefe superior.
Permanecieron encerrados en el despacho de Capuano hasta el mediodía, consumiendo dos cafés y dos cervezas por barba. Cammarota resultó muy hábil y competente, se puso en contacto con los ministerios, aeropuertos y compañías aéreas. Al final, el comisario supo todo lo que quería saber.
Cuando volvió al coche, empezó a estornudar, efecto retardado del aire acondicionado.
A medio camino vio una trattoria delante de la cual había aparcados tres camiones, señal inequívoca de que allí se comía bien. Tras pedir, fue a hacer una llamada.
– ¿Adriana? Soy Montalbano.
– ¡Oh, qué bien! ¿Has decidido someterme a un tercer grado?
– Tengo que verte.
– ¿Cuándo?
– Esta noche sobre las nueve en Marinella. Cenamos en mi casa.
– Espero conseguir organizarme. ¿Hay alguna novedad?
¿Cómo lo había adivinado?
– Creo que sí.
– Te quiero.
– No le digas a nadie que vas a mi casa.
– ¡Está claro!
Inmediatamente después llamó a comisaría y pidió que le pasaran a Fazio.
– Dottore, pero ¿dónde está? Esta mañana he estado buscándolo porque…
– Ya me lo dirás después. Yo estoy regresando de Palermo y tengo que hablar contigo. Nos reuniremos en la comisaría a las cinco. Líbrate de todos los compromisos, por lo que más quieras.
La trattoria tenía un enorme ventilador de techo que fue un gran alivio y le permitió permanecer sentado sin que la camisa y los calzoncillos se le pegaran. Tal como esperaba, comió muy bien.
Al subir de nuevo al coche pensó que si a la ida la esperanza era tan tenue como un hilo de telaraña, ahora a la vuelta ya era tan gruesa como una cuerda. Una cuerda de ahorcado.
Se puso a cantar, desentonando de mala manera, el O Lola de la ópera Caballería rusticana.
Al llegar a Marinella se duchó, se cambió de ropa y salió enseguida para dirigirse a la comisaría. Se notaba febril, ansioso, cualquier cosa lo molestaba.
– ¡Dottori, ah, dottori! Tilifonió…
– Me importa un carajo quién haya telefoneado. Mándame enseguida a Fazio.
Encendió el pequeño ventilador. Fazio se presentó en un santiamén, devorado por la curiosidad.
– Entra, cierra la puerta y siéntate.
Fazio obedeció y se sentó en el borde de la silla, con los ojos clavados en el comisario como un perro de caza.
– ¿Sabes que ayer hubo una huelga en Punta Raisi que obligó a cancelar muchos vuelos?
– No lo sabía, dottore.