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– ¡Ruggero! ¡Ruggero!

No hubo respuesta gatuna.

– Pues entonces Bruno tiene que estar fuera -concluyó Laura.

Salieron todos a buscar alrededor de la casa, comprobaron el interior de los dos vehículos aparcados. Nada.

– ¡Bruno! ¡Ruggero! ¡Bruno! ¡Ruggero!

– A lo mejor se ha ido por el caminito que lleva a la carretera provincial -apuntó Livia.

La reacción de Laura fue inmediata:

– Pero si llega hasta allí… ¡Oh, Dios mío, allí hay un tráfico tremendo!

Entonces Guido subió al coche y recorrió el caminito que llevaba a la provincial; al volver atrás vio que ante la puerta de la casita rural había un campesino de unos cincuenta años muy mal vestido y tocado con una sucia boina, mirando al suelo con tanta atención que parecía estar contando las hormigas.

Guido paró y se asomó por la ventanilla:

– ¿Ha visto pasar a un niño?

– ¿Qué?

– Un niño de tres años.

– ¿Por qué?

«¿Qué coño de pregunta es ésa?», pensó Guido, que tenía los nervios a flor de piel. Pero aun así contestó.

– Porque no lo encontramos.

– ¡Ay, ay, ay! -exclamó el cincuentón, adoptando de repente una expresión preocupada y girándose unos tres cuartos de circunferencia hacia la casa.

Guido se sorprendió.

– ¿Qué significa «ay, ay, ay»?

– Ay, ay, ay sólo significa ay, ay, ay. Yo a ese niño no lo he visto, y de todos modos, nada sé y nada quiero saber de esa historia -declaró el hombre en tono perentorio; luego entró en la casa y cerró la puerta.

– ¡Pues no, oiga! -gritó Guido enfurecido-. ¡Ésa no es manera de contestar! ¡Usted es un maleducado!

Tenía ganas de armar jaleo y desahogarse un poco. Bajó del coche y llamó a la puerta, la emprendió a patadas con ella, pero no hubo forma: la puerta permaneció cerrada. Soltando maldiciones volvió a subir al coche, lo puso en marcha, pasó por delante de la otra casa, la que tenía un aspecto más civilizado, se le antojó que estaba vacía, siguió adelante y regresó al chalet.

– ¿Nada?

– Nada.

Laura abrazó a Livia y se echó a llorar.

– ¿Habéis visto? ¿No os decía yo que ésta es una casa maldita?

– ¡Tranquilízate, Laura, por el amor de Dios! -exclamó su marido. El único resultado que obtuvo fue que arreciara el llanto de Laura.

– ¿Qué podemos hacer? -preguntó Livia.

Guido tomó una decisión.

– Voy a llamar a Emilio, el alcalde.

– ¿Por qué precisamente al alcalde?

– Le pediré que me mande la consabida cuadrilla. O algún vigilante. Cuantas más personas lo busquemos, mejor. ¿No te parece?

– Espera. ¿No sería mejor que llamaras a Salvo?

– Quizá tengas razón.

Veinte minutos después llegó Montalbano con un vehículo de servicio conducido por Gallo, el cual había realizado una carrera digna de Indianápolis.

Al bajar, el rostro del comisario parecía un poco cansado, amarillento y amargado, pero era el aspecto que siempre ofrecía tras viajar en automóvil con Gallo.

Livia, Guido y Laura se pusieron a contarle lo ocurrido todos a la vez, por lo que Montalbano sólo pudo comprender algo prestando mucha atención, tras lo cual se detuvieron a la espera de sus palabras, sin duda decisivas, con la misma actitud de quien confía en alcanzar una gracia de la Virgen de Lourdes.

– ¿Podría beber un poco de agua? -fue, por el contrario, la ansiada respuesta.

Necesitaba recuperarse, no sólo del sofocante calor sino también de la hazaña de Gallo. Mientras Guido iba por el agua, las dos mujeres lo miraron decepcionadas.

– ¿Dónde crees que puede estar? -preguntó Livia.

– ¡Y yo qué sé, Livia! ¡No soy mago! Ahora veremos, pero tranquilizaos; los nerviosismos me alteran.

Guido le llevó el agua y Montalbano se la bebió.

– ¿Queréis explicarme qué estamos haciendo aquí fuera con este sol? ¿Queréis que nos dé una insolación? Entremos en la casa. Ven tú también, Gallo.

Éste bajó del coche y todos siguieron a Montalbano obedientemente. Pero, vete tú a saber por qué, nada más entrar en el salón los nervios de Laura se quebraron de golpe. Primero emitió un fuerte gemido semejante a una sirena de bomberos y después rompió a llorar, desesperada. Se le había ocurrido un pensamiento repentino.

– ¡Me lo han secuestrado!

– Trata de razonar, Laura -la reprendió Guido.

– Pero ¿quién quieres que lo haya secuestrado? -preguntó Livia.

– ¡Y yo qué sé! ¡Los gitanos! ¡Los feriantes! ¡Los beduinos! ¡Presiento que me han secuestrado a mi pobre niño!

A Montalbano le acudió una idea perversa: si alguien hubiera secuestrado a un niño tan tremendo como Bruno, seguro que lo devolvía el mismo día. En su lugar le preguntó a Laura:

– ¿Y por qué, a tu juicio, han secuestrado también a Ruggero?

Gallo se levantó de un salto de la silla. Se había enterado de que había desaparecido un niño porque se lo había dicho el comisario, pero al llegar se había quedado en el coche y no había oído nada de lo que le habían contado a Montalbano. ¿Y ahora resultaba que los desaparecidos eran dos? Miró con expresión inquisitiva a su superior.

– Es un gato; no te preocupes.

El tema del gato ejerció un efecto milagroso. Laura pareció tranquilizarse ligeramente. Montalbano estaba abriendo la boca para decirle lo que habría que hacer cuando Livia se encaramó de un salto a una silla, abrió desmesuradamente los ojos y dijo sin la menor inflexión en la voz:

– ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!

Primero todos la miraron y después siguieron la dirección de su mirada.

En el umbral del salón estaba Ruggero, lamiéndose tranquilamente los bigotes.

Laura soltó otro pitido de sirena y se puso de nuevo a dar voces.

– ¿Veis como es verdad? ¡El gato está aquí y Bruno no está! ¡Me lo han secuestrado! ¡Me lo han secuestrado!

Y al punto se desmayó.

Guido y Montalbano la sujetaron, la llevaron al dormitorio y la tendieron en la cama. Livia se apresuró a colocarle unas compresas con hielo en la cabeza y un frasco de vinagre bajo la nariz, pero no hubo nada que hacer, Laura no abría los ojos.

Su rostro había adquirido una tonalidad grisácea, mantenía las mandíbulas fuertemente apretadas y estaba empapada de sudor frío.

– Llévala a un médico de Montereale -le dijo Montalbano a Guido-. Y tú, Livia, ve con ellos.

Tras haber colocado a Laura en el asiento de atrás con la cabeza apoyada en el regazo de Livia, Guido salió disparado a tal velocidad que hasta Gallo se quedó asombrado. El comisario y Gallo regresaron al salón.

– Ahora que ya nos los hemos quitado de encima -dijo Montalbano-, procuremos hacer algo sensato. Y lo primero es ponernos traje de baño. De lo contrario, este calor no nos dejará razonar.

– Yo no llevo traje de baño, dottore.

– Ni yo. Pero Guido tiene tres o cuatro.

Los encontró y se los pusieron. Por suerte eran elásticos; de lo contrario, el comisario habría ofrecido la pinta de Cantinflas y a Gallo lo habrían denunciado por ultraje al pudor.

– Ahora vamos a hacer una cosa. A unos diez metros de la verja de la terraza hay una escalerita de toba que baja a la playa. Es el único lugar donde, por lo que he podido comprender a través del alboroto que han armado, me parece que no han mirado bien. Bájala toda hasta el final y detente en cada escalón; el pequeño puede haber caído y rodado hacia alguna hendidura.

– ¿Y usía qué hace?

– Yo me hago amigo del gato.

Gallo lo miró perplejo, pero salió sin decir nada.

– ¡Ruggero! ¡Pero qué gato tan guapo eres! ¡Ruggero!