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– Dottori, fuera se muere uno de calor.

Acordaron reunirse a las cinco en el chalet. A Montalbano no le apetecía salir del despacho para ir a comer. Por otra parte, ni siquiera tenía apetito.

– Catarella, no me pases llamadas y no dejes que entre nadie en mi despacho.

Como la otra vez, cerró la puerta con llave, se quitó la ropa, orientó el pequeño ventilador portátil hacia el sillón que había acercado al escritorio y se sentó. Al poco rato se quedó dormido.

Despertó a las cuatro. Se dirigió al cuarto de baño, se desnudó, se lavó con un agua tan caliente que parecía orina, volvió a vestirse, salió, subió al coche y se fue a Pizzo.

* * *

Delante del chalet estaban aparcados los automóviles de Fazio y Adriana. Antes de bajar, abrió la guantera, sacó la pistola y se la introdujo en el bolsillo trasero de los pantalones.

Estaban todos en el salón. Adriana le sonrió y le dio la mano, esa vez helada, un alivio.

Formal, ¿quizá por la presencia de Galluzzo?

– Fazio, ¿has traído todo el material?

– Sí, señor dottore.

– Haced enseguida la conexión de la corriente.

Fazio y Galluzzo se retiraron. Antes de que llegaran a la puerta Adriana ya estaba abrazando a Montalbano.

– Te quiero todavía más.

Y lo besó. Él consiguió resistir y la apartó un poco.

– Adriana, trata de comprenderlo, he de tener la mente muy despejada.

Un poco decepcionada, la joven se fue a la terraza. Él corrió a la cocina; por suerte en el frigorífico había una botella de agua fría. Para evitar complicaciones, no se movió de allí. Al poco rato oyó que lo llamaba Galluzzo.

– Dottore, ¿quiere venir a ver?

Montalbano salió a la terraza.

– Ven conmigo -le dijo a Adriana.

Fazio había instalado una lámpara justo en la parte exterior del cuarto de baño más pequeño y las otras dos en el salón. Pero la luz sólo servía para ver dónde ponía uno los pies; los rostros semejaban máscaras espantosas, los ojos desaparecían, las bocas eran agujeros oscuros, las sombras en la parte superior de las paredes eran gigantescas. La típica escenografía de una película de terror. Allí abajo se asfixiaba uno de calor, faltaba el aire, era como estar en el interior de un submarino hundido hacía años.

– Muy bien -dijo Montalbano-. Salgamos.

Y una vez fuera indicó:

– Hay que quitar estos coches de aquí delante. Sólo tiene que estar el de la señorita. Adriana, dame las llaves de tu casa.

Las tomó y se las entregó a Fazio. Después sacó las de su automóvil y se las dio a Galluzzo.

– Tú lleva el mío. Aparcadlos en la parte de atrás de la casa de la señorita para que no se vean desde la carretera. Después entrad en la casa y colocaos en dos ventanas distintas para ver cuándo llega Spitaleri. En cuanto aparezca, tú, Fazio, me avisas llamándome al móvil. ¿Está claro? Cuando Spitaleri baje al apartamento ilegal, vosotros ya tenéis que haber llegado aquí corriendo, y os situaréis de tal manera que, pase lo que pase, él no pueda escapar. ¿Está claro?

– Clarísimo -respondió Fazio.

Montalbano y Adriana pasaron media hora abrazados en el sofá sin decir palabra. No porque no tuvieran nada que decirse, sino porque pensaban que era mejor así. En determinado momento, el comisario consultó el reloj.

– Faltan diez minutos. Quizá sea mejor que bajemos.

Adriana cogió el bolso en que llevaba los documentos del chalet y se lo colgó del hombro.

Cuando estuvieron en el salón, Montalbano fue a probar cómo se ocultaría detrás de los marcos. Había poco espacio, pues estaban demasiado pegados a la pared. Sudando y soltando maldiciones, los desplazó inclinándolos un poco más. Probó otra vez y ya entraba mejor, podía moverse sin dificultad.

– ¿Se me ve? -le preguntó a Adriana.

No hubo respuesta. Montalbano asomó la cabeza y vio a la chica en el centro del salón, tambaleándose adelante y atrás. Comprendió que en el último momento le había dado un ataque de pánico. Se le acercó a toda prisa y ella lo abrazó temblando.

– Tengo miedo, mucho miedo.

Estaba trastornada. Montalbano se dijo a sí mismo que era un imbécil, no se le había ocurrido hasta qué extremo influiría en los nervios de la joven el hecho de estar allí dentro.

– Dejémoslo correr y vámonos.

– No -contestó ella-. Espera. -Estaba haciendo un enorme esfuerzo por dominarse, y se veía-. Dame… dame tu pistola.

– ¿Para qué?

– La guardo yo. Me sentiré más segura. La pongo aquí en el bolso.

Montalbano sacó el arma pero no se la dio, indeciso.

– Adriana, comprende que…

Y en ese momento oyeron muy cerca la voz de Spitaleri:

– Señorita Morreale, ¿está aquí?

Debía de estar llamando desde la ventana del cuarto de baño más pequeño. ¿Cómo era posible que el móvil no hubiera sonado? ¿Allí abajo no había cobertura? Con un rápido gesto, Adriana le arrebató la pistola a Montalbano y se la guardó en el bolso.

– Estoy aquí, señor Spitaleri -dijo repentinamente calmada, con una voz que parecía casi jovial.

Montalbano apenas tuvo tiempo de esconderse. Oyó las pisadas del aparejador entrando en el salón. Y una vez más la voz de Adriana, pero distinta, cantarina, como la de la adolescente que había sido:

– Ven, Michele.

¿Cómo se las había arreglado para averiguar el nombre de pila de Spitaleri? ¿Lo habría leído en los documentos que le había entregado Callara? ¿Y por qué le hablaba de tú?

Y después, silencio. ¿Qué estaba ocurriendo? De pronto oyó una risita, pero quebrada, como formada por una serie de fragmentos de cristal que cayeran al suelo. ¿Era Adriana quien reía de aquella manera? Y a continuación, finalmente, la voz de Spitaleri:

– Tú… tú no eres…

– Quieres volver a probar conmigo, ¿eh? Prueba, Michele. Mira. ¿Cómo me ves?

Oyó un ruido como de ropa desgarrada. Virgen Santa, pero ¿qué estaba haciendo Adriana? Y entonces se oyó el grito de Spitaleri.

– ¡Es que yo te mato a ti también! ¡Puta! ¡Eres una guarra peor que tu hermana!

Montalbano pegó un brinco y salió de su escondrijo. Adriana se había desgarrado la camiseta y tenía los pechos al aire. Spitaleri sujetaba un cuchillo y se estaba acercando a ella. Caminaba con rigidez, como una marioneta mecánica.

– ¡Quieto! -ordenó el comisario.

Pero Spitaleri ni siquiera lo oyó y dio otro paso. Entonces Adriana efectuó un disparo. Sólo uno. Al corazón, tal como había aprendido a hacer en el polígono de tiro. Mientras Spitaleri se desplomaba sobre el baúl, Montalbano corrió hasta Adriana y le arrebató el arma. Ambos se miraron, muy cerca el uno del otro. Y entonces el comisario, sintiendo que la tierra se hundía bajo sus pies, lo comprendió.

Fazio y Galluzzo entraron corriendo con las armas en la mano y se detuvieron en seco.

– Lo ha intentado también con ella -dijo Montalbano mientras Adriana trataba de cubrirse el pecho con la camiseta rasgada-. Y he tenido que disparar. Mirad, aún tiene el cuchillo en la mano.

Arrojó la pistola al suelo, abandonó el salón y, en cuanto salió del apartamento ilegal, echó a correr como si estuvieran persiguiéndolo. Bajó de dos en dos los escalones que llevaban a la playa, y al llegar a la arena se desnudó, se quedó en pelotas sin preocuparse por la presencia de una pareja que lo miraba alarmada, y se arrojó al agua.

Nadaba y lloraba. De rabia, de humillación, de vergüenza, de decepción, de orgullo herido.

Por haber comprendido que Adriana lo había utilizado para conseguir su propósito, que no era otro que el de matar con sus propias manos a la persona que había degollado a su hermana.