El gato rodó sobre la espalda levantando las patas en el aire. Montalbano le rascó la barriga.
– Ronronron -dijo Ruggero.
– ¿Qué tal si vemos qué hay en la nevera? -le propuso el comisario, encaminándose hacia la cocina.
Ruggero, que no pareció contrario a la idea, lo siguió, y mientras Montalbano abría el frigorífico y sacaba dos anchoas, no hizo más que restregarse contra sus piernas, dándole cariñosos cabezazos.
El comisario tomó un plato de cartón, puso en él las anchoas, lo depositó en el suelo, esperó a que el gato terminara de comer y después salió a la terraza, donde se dirigió a la escalerita justo a tiempo para ver asomar la cabeza de Gallo.
– Absolutamente nada, dottore. Puedo jurarle que el chiquillo no ha bajado por esta escalera.
– ¿Descartas que haya podido llegar a la orilla e incluso meterse en el agua?
– Dottore, creo haber comprendido que el niño tiene tres años. No lo habría conseguido ni siquiera corriendo.
– Pues entonces quizá sea mejor mirar por el campo. No hay ninguna otra explicación.
– Dottore, ¿qué le parece si llamo a la comisaría y mando venir a dos o tres hombres de refuerzo? -A Gallo le resbalaba el sudor hasta los pies.
– Esperemos todavía un poquito. Entretanto, ve a refrescarte un poco. En la explanada hay una manguera.
– Pero usía tendría que ponerse algo en la cabeza. Espere un momento. -Subió a la terraza donde permanecían abandonadas las cosas de la playa y regresó con un floreado sombrero rosa de Livia-. Póngase esto. Total, aquí no lo ve nadie.
Mientras Gallo se retiraba, Montalbano se dio cuenta de que Ruggero ya no estaba con él. Entró en la casa, se dirigió a la cocina y lo llamó. El gato había desaparecido.
Si no estaba allí lamiendo el plato de las anchoas, ¿adónde podía haber ido?
Sabía, por lo que le habían contado Laura y Guido, que el minino y el chiquillo se habían convertido en compañeros inseparables. Bruno había llorado y armado tal escándalo que había conseguido permiso para que el gato durmiera en su cama.
Por eso él se había hecho amigo de Ruggero; tenía la corazonada de que el gato sabía con toda certeza dónde estaba el niño.
Y ahora en la cocina se le ocurrió que el gato había vuelto a desaparecer porque había ido a reunirse con Bruno para hacerle compañía.
– ¡Gallo!
El policía acudió a toda prisa, dejando el suelo mojado de agua.
– Mande, dottore.
– Comprueba, mirando en todas las habitaciones, que el gato no esté en ningún sitio. Cuando hayas comprobado que no está en una habitación, cierra la ventana y la puerta de esa estancia. Debemos asegurarnos de que no está en el interior de la casa y no tenemos que darle la posibilidad de que entre de nuevo.
Gallo lo miró con auténtica sorpresa. Pero ¿no habían acudido allí para buscar a un niño extraviado? ¿Por qué el comisario se había emperrado tanto con aquel gato?
– Dottore, perdone, pero ¿qué pinta aquí el animal?
– Haz lo que te digo. Y deja abierta sólo la puerta principal.
Gallo dio comienzo a la búsqueda. Montalbano salió por la verja de la terraza, caminó por el borde del precipicio que caía a pique sobre la playa y se giró para mirar la casa desde lejos.
La observó largo rato hasta tener la certeza de que lo que estaba viendo no era una simple impresión suya. De manera casi imperceptible, sólo unos centímetros, el chalet se inclinaba hacia la izquierda.
Sin duda era un efecto del movimiento de asentamiento producido unos días atrás, y que había provocado la grieta en el suelo del salón por la que habían salido los escarabajos, los ratones y las arañas.
Regresó a la terraza, tomó una pelota que Bruno había dejado encima de una tumbona y la depositó en el suelo. Lentamente, la pelota empezó a rodar hacia el murete de la izquierda.
Era la prueba que buscaba. Y que podía significarlo todo o nada.
Volvió a cruzar la verja, se apartó un poco y esta vez se puso a estudiar el lado derecho del chalet. Todas las ventanas de aquel lado estaban cerradas, señal de que por allí Gallo ya había terminado su misión. Montalbano no observó nada extraño.
Luego se dirigió a la parte de atrás, donde estaban la entrada principal del chalet y la explanada para aparcar. La puerta estaba abierta, tal como él le había dicho a Gallo que la dejara. No había nada fuera de lo normal.
Reanudó su camino hasta llegar al otro lado, hacia el cual se inclinaba el chalet de manera casi invisible. Una de las dos ventanas estaba cerrada, mientras que la otra aún permanecía abierta.
– ¡Gallo!
Éste se asomó.
– ¿Nada?
– Éste es el cuarto de baño más pequeño; acabo de terminar. El gato no está. Me queda sólo el salón. ¿Puedo cerrar?
Mientras Gallo cerraba, Montalbano reparó en que el alero encima de la ventana se había roto y había una grieta de por lo menos tres dedos de anchura.
Debía de ser una vieja grieta que nadie había mandado arreglar. Cuando llovía, el agua, en lugar de ir a parar al interior del canal que la encauzaba hacia un pozo situado junto a la terraza, salía enteramente por allí. Para evitar que se formara un gran charco en el suelo y la humedad alcanzara la pared, alguien había colocado debajo un bidón de gran tamaño, de esos que se utilizaban para el alquitrán.
Sin embargo, Montalbano observó que el bidón había sido apartado y ya no se encontraba debajo de la grieta del alero, sino a un metro de la pared.
«Si el agua no ha ido a parar al bidón -reflexionó-, aquí tendría que haber un charco muy grande, un auténtico lago, pues en estos dos días ha llovido a cántaros. Sin embargo, no hay nada. ¿Eso cómo se explica?»
Experimentó una especie de sacudida eléctrica muy leve a lo largo de la espalda. Le ocurría cuando intuía que estaba en el camino adecuado.
Se acercó al bidón. Había un poco de agua, en efecto, pero no tanta como habría tenido que haber, y estaba claro que procedía directamente del cielo.
Y fue entonces cuando reparó en que el agua que había resbalado a través de la grieta del alero durante dos días y una noche había excavado un auténtico hoyo al pie de la pared.
No se podía ver de manera inmediata porque el bidón lo ocultaba parcialmente.
Era un hoyo de más o menos un metro de diámetro; probablemente la superficie de terreno friable que cubría alguna cavidad subterránea había cedido bajo el peso del agua que caía desde arriba. Montalbano se quitó el sombrerito de Livia y se tumbó en el suelo con la cara prácticamente metida en el interior del agujero. Después se apartó un poco e introdujo un brazo sin conseguir rozar el fondo. Notó que el foso no se hundía en sentido vertical, sino que bajaba al través, siguiendo una especie de ligero declive.
Sin saber explicarse el porqué, tuvo la certeza de que el chiquillo se había introducido en el interior de aquel hoyo y ahora no era capaz de salir.
Se levantó, entró corriendo como un desesperado en la casa, se dirigió a la cocina, abrió el frigorífico, tomó el plato de las anchoas, regresó al mismo sitio de antes, se arrodilló y colocó las anchoas alrededor de la boca del agujero.
Gallo regresó en ese momento y vio al comisario, que se había puesto de nuevo el sombrerito de mujer, con el pecho y los brazos sucios, sentado en el suelo, contemplando fijamente un boquete alrededor del cual había colocado unas cuantas anchoas.
Se quedó perplejo y aturdido, y le entró la momentánea duda de si su jefe se habría vuelto loco. ¿Qué debía hacer? Seguirle la corriente tal como se hace con los locos para calmarlos.
– Muy bonito este agujero con las anchoas -dijo, esbozando una sonrisa de admiración, como si estuviera en presencia de una obra de arte moderno.