Sin embargo, antes de ponerla en marcha, el jefe quiso que se aligerara el peso de la tierra arenisca que cubría el recorrido del hoyo. Tres bomberos se pusieron a excavar con palas manuales a lo largo del chalet. Echaban la tierra en tres carretillas que sus compañeros descargaban unos diez pasos más allá.
Cuando ya habían retirado unos treinta centímetros de arenisca, se llevaron una sorpresa. Allí donde tendrían que haber empezado los cimientos empezaba, en cambio, otra pared perfectamente revocada. Para que la humedad no estropeara el revoque, habían aplicado a la parte superior una gruesa capa de nailon a modo de protección.
En resumen, era como si el chalet se prolongara empaquetado bajo tierra.
– Cavad todos bajo la ventana del cuarto de baño pequeño -ordenó el jefe de bomberos.
Y, poco a poco, se perfiló la parte superior de otra ventana perfectamente alineada con la de arriba. No tenía marco, era un cuadrado rectangular protegido por una cubierta de nailon.
– ¡Pero aquí abajo hay otro apartamento! -exclamó Guido, extrañado.
Y entonces Montalbano lo comprendió todo.
– ¡Ya basta de cavar! -ordenó.
Todos se detuvieron y lo miraron.
– ¿Alguien tiene una linterna? -preguntó.
– ¡Voy por ella! -dijo un bombero.
– ¡Romped el nailon a la altura de la ventana! -indicó el comisario.
Bastaron dos golpes con una pala. El bombero le entregó una linterna.
– Quedaos todos aquí -dijo Montalbano saltando por el alféizar.
De repente no tuvo que encender la linterna: la luz que procedía de la ventana era más que suficiente.
Se encontraba en un cuarto de baño pequeño, copia exacta del que había en el piso de arriba, y ya estaba listo para el uso, con suelo, azulejos, ducha, lavabo, inodoro y bidé.
Mientras miraba alrededor, preguntándose perplejo qué significaba todo aquello, algo le rozó una pierna y le hizo pegar un brinco a causa del sobresalto.
– Rrrmau -saludó Ruggero.
– Benditos los ojos -suspiró el comisario.
Encendió la linterna y siguió al animal, que lo condujo a la habitación de al lado. Allí, el peso del agua y la tierra había hundido el nailon que protegía la ventana y la habitación se había convertido en un pantano.
Pero allí estaba Bruno. De pie en un rincón, el niño mantenía los ojos cerrados. Tenía un corte en la frente y temblaba de pies a cabeza como si se encontrara bajo los efectos de la terciana.
– Bruno, soy yo, Salvo -dijo en voz baja el comisario.
El niño abrió los ojos, lo reconoció y corrió a su encuentro con los brazos abiertos. Montalbano lo abrazó y Bruno se echó a llorar.
Y fue entonces cuando en la habitación entró Guido, que no había conseguido resistir la espera.
– ¿Livia? Bruno está a salvo.
– ¿Está herido?
– Tiene un corte en la frente, pero nada grave, creo. En cualquier caso, Guido lo ha llevado al servicio de urgencias de Montereale. Díselo a Laura, y si quiere, acompáñala. Yo os espero a todos aquí.
El jefe de bomberos saltó por la ventana a través de la cual había salido Montalbano. Parecía perplejo.
– Pero ahí abajo hay un apartamento exactamente igual al de arriba. ¡Hay incluso una terraza protegida por una empalizada! ¡Basta colocar los marcos interiores y exteriores que están amontonados en el salón para que se pueda entrar a vivir ahora mismo! ¡Piense que hasta hay agua! ¡Y la instalación eléctrica está lista para ser conectada! ¡Pero no consigo comprender por qué lo enterraron!
En cambio, Montalbano ya se había hecho una idea muy concreta.
– Pues yo creo haberlo comprendido. Seguramente al principio se concedió un permiso de edificación que preveía la construcción de un chalet sin ninguna posibilidad de construir arriba. Pero el propietario, de acuerdo con el que proyectó y dirigió las obras, se construyó el chalet tal como ahora se ve. Y después ordenó cubrir la planta baja con tierra arenisca. Y de esa manera sólo resulta visible el piso de arriba, convertido así en planta baja.
– Sí, pero ¿por qué lo hizo?
– Esperaba una moratoria urbanística. En cuanto ésta se aprobara, habría mandado retirar en una noche la tierra que cubría el otro apartamento y se habría apresurado a pedir la regularización. De lo contrario, habría corrido el peligro, muy poco probable en nuestro país, de que alguien ordenara derribar el edificio.
El jefe de bomberos se echó a reír.
– ¡Aquí no se derriba nada! ¡Hay pueblos enteros que son ilegales!
– Sí, pero yo he sabido que el propietario vivía en Alemania. Igual había olvidado nuestras bonitas costumbres y creía que aquí la ley se respetaba tanto como en Colonia.
El hombre no pareció demasiado convencido.
– De acuerdo, ¡pero anda que este Gobierno no ha concedido regularizaciones ni nada! Pues entonces, ¿por qué…?
– Me he enterado de que murió hace unos años.
– ¿Qué hacemos? ¿Lo devolvemos todo a su sitio?
– No; vamos a dejarlo tal como está. ¿Puede haber alguna consecuencia?
– ¿En el piso de arriba, quiere decir? Ninguna.
– Quiero enseñarle este bonito trabajo al propietario de la agencia que ha alquilado el chalet.
Una vez solo, se duchó, se secó al sol y volvió a vestirse. Se bebió otra cerveza. Le había entrado un apetito descomunal. ¿Cómo era posible que se retrasara tanto toda la tropa?
– ¿Livia? ¿Aún estáis en urgencias?
– No; ya vamos para allá. Bruno no se ha hecho nada.
El comisario colgó y marcó el número de la trattoria de Enzo.
– Soy Montalbano. Sé que es muy tarde y que ya estáis cerrando. Pero si vamos cuatro con un niño dentro de media hora como máximo, ¿conseguiremos que nos deis de comer?
– Para usía siempre está abierto.
Tal como siempre ocurre, el hecho de haberse librado de una desgracia les provocó a todos un regocijo tan grande y un hambre tan canina que Enzo, oyéndolos reír de aquella manera y comer como si llevaran una semana de ayuno, les preguntó qué estaban celebrando. Bruno parecía aquejado del mal de San Vito, no paraba de moverse: primero tiró los cubiertos al suelo, después un vaso que por suerte no se rompió, y finalmente vertió sobre los pantalones de Montalbano el contenido de la aceitera. El comisario lamentó fugazmente haberlo sacado demasiado pronto del hoyo, pero se arrepintió enseguida del pensamiento. Al terminar de comer, Livia y sus amigos regresaron a Pizzo. En cambio, Montalbano regresó a toda prisa a Marinella para cambiarse los pantalones y después se fue a trabajar a su despacho.
Por la noche le preguntó a Fazio si había algún vehículo que pudiera acompañarlo.
– Está Gallo, dottore.
– ¿No hay nadie más? -Quería evitar otra carrera de Indianápolis como la de aquella mañana.
– No, señor.
Nada más acomodarse en el automóvil, hizo una petición:
– Esta vez no hay ninguna prisa, Gallo. Circula despacio.
– Dígame usía a cuánto tengo que ir.
– A treinta como máximo.
– ¡¿A treinta?! Dottore, yo a treinta no sé conducir. Hay peligro de accidente. ¿Podríamos hacer cincuenta-sesenta?
– De acuerdo.
Todo se desarrolló con la mayor tranquilidad hasta que abandonaron la carretera provincial para enfilar el camino de tierra que llevaba al chalet. Justo a la altura de la casita rural, un perro cruzó la calle. Para esquivarlo, Gallo dio un volantazo y estuvo a punto de estrellarse contra la puerta de la casita; rompió una tinaja de barro que había al lado.
– Has causado daños -dijo Montalbano.
Mientras ambos bajaban del coche, se abrió la puerta de la casita y apareció un campesino de unos cincuenta años, mal vestido y con una sucia boina en la cabeza.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó el hombre, encendiendo una bombilla que había encima de la puerta.