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– ¿Usted dice que no, que no es una yegua?

El veterano terminó de empinarse el vaso.

– Es la palabra -dijo-. Creo que es la palabra lo que no me gusta.

– ¿Y ella?

– ¿Cómo “ella”?

– Sí, ella. ¿Le gusta ella?

Mojarrita se había quedado en la mitad del movimiento de romper un huevo, esperando, los ojitos entrecerrados.

– No entiendo -dijo Etchenike.

– La habrá visto en la boletería -cascó un huevo y miró a Etchenike que hizo un gesto estúpido, negativo, casi culpable-. Una rubia, buenas tetas…

El huevo cayó en la sartén y reventó el aire a su alrededor.

– No. No la vi. Llegué hoy a Playa Bonita -dijo el veterano contra ese ruido, contra el olor a aceite quemado-. Pasé y encontré todo así: las luces encendidas y el disco rayado…

Mojarrita se sacó la camisa y esgrimiendo la espumadera como un espadachín levantó el huevo intacto, lo depositó en el plato con el cuidado y la sutileza con que se trata a un animalito herido. Señaló el salame.

– Vaya cortando. ¿O en serio no va a comer?

– Ya comí. Sigo con el riojano.

Mojarrita metió el pan en el medio de la yema y después de un momento empezó a hablar con la boca llena y el vaso en la mano. Sin énfasis, como una canilla que goteara constante, que hiciera triviales las enormidades, que detallara sin necesidad años lisos como una pileta sin nadar.

9. Colores chillones

La damajuana presidía desde el piso, suministraba, daba el clima. Etchenike esperaba el relato sin expectativas, con los pies mojados y las manos entibiadas por el vaso de vidrio grueso. Composición, tema: Ella.

– Ella es la que atiende este negocio, Julio -comentó Mojarrita sin necesidad de poner nombre propio, sólo el pronombre que después rellenaría, se juntaría con la imagen de colores chillones que el veterano conservaba del otro relato, las sorpresas de Algañaraz-: vende las entradas, arregla los asuntos con los empresarios o los empleados, cuida la puerta, la propaganda. Yo no puedo estar en eso; yo soy un deportista.

– Claro.

– Pero ella no me vive, Julio -advirtió el narrador, en guardia contra una mirada simplista, alevosa-. Es otra cosa.

Hizo una pausa y volvió a llenarse la boca. Hablaba mejor así; le daba un tono ocasional, quitaba cualquier posibilidad de confesión o deschave equivalente:

– Hace mucho que está conmigo; demasiado tal vez. Hace una punta de años, yo hacia raídes desde Santa Fe por el Paraná. Unas veces llegaba hasta Rosario, después me fui tirando más lejos. A la Beba la conocí en San Nicolás, hace más de veinte años. Yo era medio profesional y la federación santafesina me conseguía los días en el ferrocarril, donde laburaba.

– La Beba ¿era de San Nicolás?

– No. Era de acá, del campo. Estaba en casa de un tío, ya va a ver.

– ¿Y esos raídes eran en serio?

– En serio, claro. Esa vez, me acuerdo, me tiré al agua un domingo. Era setiembre pero hacía un frío espantoso. De salida nomás empezaron los problemas. El río estaba como loco y no se sabía qué iba a hacer. El río, digo… Les grité a los muchachos: yo largo, me estoy cagando de frío y no hice ni diez kilómetros. Me acuerdo que para calentarme me quisieron dar algo de tomar y el chabón que iba en la lancha me empavonó un ojo con la manguerita.

Al final seguí, pero a la altura de San Lorenzo ya no daba más. En eso cambia el tiempo, se afirma la corriente y al pasar frente a Rosario me avisan que había un premio en San Nicolás: una tienda de allá me empilchaba entero si llegaba antes de la medianoche. Ahí me embalaron y seguí.

Llegué muerto, a las once y media, y sólo porque me arrastraron con un cabo un montón de kilómetros y me soltaron para que braceara los últimos dos mil metros. A la mañana siguiente fui a la municipalidad y me saqué una foto con el intendente. Después fui a la tienda y hasta zapatos y sombrero me dieron. El sobretodo todavía lo usa mi viejo, que es chiquito como yo y vive en el bajo de Santa Fe.

Bueno; a la noche hubo baile y nos quedamos. Pese a los calambres me puse la pilcha nueva y fui. Y ahí estaba ella. Había ido con la tía y unas primas. Tenía 18 años… Y así.

Mojarrita se inclinó y agarró la damajuana.

– Pero es muy puta, Julio… Muy puta -concluyó.

Era como un silogismo rengo, un razonamiento con zonas vacías que se desencadenaba en una conclusión brusca, arbitraria, verdadera…

– ¿Y después? -insinuó Etchenike y casi se arrepintió al momento.

– Hubo una buena época, éxitos… -y Mojarrita acaso hablaba de kilómetros en el agua, acaso de horas en estrechas y acogedoras camas de hotel-. No me quejo, Julio. Ha sido una mina seguidora, eso sí. Fíjese que en el sesenta y dos, cuando se corría la Miramar-Mar del Plata, yo tengo un accidente y me hago mierda contra Gancia en la llegada…

Mojarrita vio la mirada desorientada del veterano, la pregunta.

– Gancia es la escollera donde está la confitería, frente a la playa Popular. Ahora creo que no es más Gancia, hay un cartel de Postre Balcarce… Bueno; ahí me fui contra la escollera porque entre el quilombo de las lanchas y las antiparras empañadas no veía un carajo, y una ola me tiró de costado… Me lo contaron después, porque yo no me acuerdo de nada. Me di con la cabeza -se tocó la nuca, se dio un fuerte coscorrón que lo hizo asentir con fuerza-y me desmayé… Y era tanto el despelote y la gente que en un primer momento no se dieron cuenta y casi me ahogo. Me terminaron sacando unos tipos que estaban pescando y eran los únicos que se apiolaron de lo que pasaba. Me sacaron por la playa, pero ya parecía listo. Me hicieron respiración boca a boca ahí mismo y me exprimieron como un limón. Estaba lleno de agua… Tardé más de cinco minutos en reaccionar pero como el golpe había sido muy fuerte seguía inconsciente. Me llevaron de urgencia al hospitaclass="underline" tenía conmoción cerebral. Me desperté a las seis horas y a que no sabe qué es lo primero que veo…

– La cara de Beba…

Mojarrita Gómez sonrió con melancólica ironía, con irónica melancolía:

– La cana. La Beba también, pero con el hotelero detrás. Se había patinado la plata para el hotel en el Casino, y estaba esperando que yo me despertara para mangarme la guita del premio. No era mucho pero alcanzaba: tercero entre los federados y primero de la zona; porque ya en esa época yo representaba a Necochea…

– ¿Y usted qué hizo?

– Pagué y me quedé sin un peso. Cuando salí del hospital andaba medio boludo todavía, por el golpe, pero ella se quedó conmigo. Dormimos durante una semana en la playa, en Punta Mogotes. No sé qué arreglo había hecho con un bañero que nos dejaba… Por eso le digo: seguidora, sí; pero es muy puta, Julio…

De pronto Mojarrita se levantó y salió de la pieza.

– Venga -dijo después de un momento-. Venga y escuche.

El veterano se levantó con dificultad y miró el reloj. La una y media. Salió dispuesto a no volver.

– Oiga -dijo el nadador cuando estuvieron los dos bajo las estrellas de la noche ahora transparente.

– Los grillos -dijo Etchenike y se sintió estúpido.

– No, la música… ¿Oye?

El veterano puso cara de oír durante unos segundos.

– Ahora sí -mintió.

– ¿Vio? -Mojarrita tenía una expresión extraña-. Ella está ahí ahora. Me lo hace en la cara.

– La milonga, claro.

– No. Los machos -Mojarrita se largó a caminar junto a la pileta-. Pero no le duran. Los usa y los tira… Una o dos semanas y chau. Después vuelve otra vez y así hasta el siguiente.

Mientras hablaba, el nadador había llegado hasta el trampolín y ahora estaba sentado con los pies colgando sobre el agua. Se hizo un silencio largo.

Etchenike bostezó y dijo algo ininteligible.

– ¿Qué dice? -preguntó el otro.

– Que me voy. Gracias por el riojano y por la historia.

– Espere, compañero. -Mojarrita se paró en la tabla-. Mañana voy a necesitar un escribano. Bah, uno que firme cada tres horas la planilla.