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– ¿Y de ahí? -Etchenike se sintió casi casi una basura.

– Es puro grupo… ¿Usted podría?

El veterano estaba lejos y se acercó unos pasos.

– ¿Y el que tenían para hoy? -y se sintió algo peor todavía.

Eliseo Gómez se empinó en el trampolín, repentinamente solemne, y señaló con un dedo extendido hacia la música débil.

– Seguro que es el guacho que está con ella ahora. Me dijo que había conseguido uno… Siempre me hace lo mismo. Mientras yo estoy en el agua y está lleno de gente, se van al buffet, se meten en el vestuario… Pero esta vez se acabó.

Y bajó el pulgar como un emperador que manejara discrecionalmente espadas, cárceles, leones.

– Gómez… yo creo que no vale la pena… -intentó borrarse Etchenike.

Pero no pudo seguir. A Mojarrita se le había marchitado el brazo rígido, que caía muerto a un costado. Miraba fijamente un punto a espaldas del veterano. Empezó a decir algo pero la otra voz lo tapó, como una ola:

– ¿Qué hacés ahí arriba? ¿Estás loco, vos?

Etchenike giró.

Era ella. Ella y Sergio. Tal vez una versión desdibujada, rota, de Algañaraz.

Pero ella era ella. La misma mujer que había descripto el periodista, que había puteado con fervor el Mojarrita: Beba. Otra ropa, sin margaritas, y toda ella como un retrato retocado sin gusto, enfatizadas las líneas, exageradas las curvas, los colores. La blusa blanca le caía en volados sobre el pecho amplio ofrecido en la bandeja de un escote bajo y antiguo. La boca era un borrón rojo; llevaba los grandes anteojos posados en la cara como un bicho de alas negras con bordes dorados.

Sergio, perturbado al ver a Etchenike, se apartó y se apoyó en la pared.

– Buenas -dijo el veterano y casi sonrió.

– Buenas noches -dijo el pibe repentinamente formal-. Con permiso…

– Vos te quedás, nene.

La Beba estiró el brazo y sonaron bruscamente las pulseras. El muchacho dio un tirón rápido y se separó. Ella ni siquiera se dio vuelta para verlo salir. Se sacó los anteojos y miró a Etchenike mientras envejecía rápidamente. No dijo nada.

– Mi amigo Julio va a ser testigo de esto -dijo Mojarrita repentinamente resuelto, bajando en dos saltos del trampolín.

La Beba lo miró hacer con fastidio, casi con piedad. Etchenike se movió y otra vez la mujer extendió el brazo, sonaron las pulseras.

– Usted quédese. Vale la pena.

Mojarrita ya salía del cuarto con la jabalina en ristre.

– ¡Te voy a matar, yegua!

– ¡Pare, Gómez! -gritó Etchenike yendo hacia él.

Lo detuvo casi sobre la mujer. Ella no se había movido y lo esperaba como quien aguarda un desenlace previsto, estúpido o deseado.

Forcejearon. Etchenike agarró la jabalina con las dos manos y la levantó sobre su cabeza. Mojarrita quedó semicolgado, ridículo, puteando.

– ¡Basta! -gritó el veterano y dio un sacudón violento.

Mojarrita se agitó como un banderín, pataleó, quiso argumentar lealtades, entrecortó una protesta hasta que cayó hacia atrás. El lomo contra el piso mojado hizo plaf y ella rió con ganas.

Etchenike quedó un momento con la jabalina en la mano y después, mientras ella reía y reía, la tiró al agua. La miró hundirse, volver a salir, flotar hasta el borde de la pileta.

Se dio vuelta y salió rápido, pisando los charcos, sin contar las baldosas, sin mirar para atrás mientras los gritos, los reproches volvían a crecer a sus espaldas.

10. Arreglos de Don Costa

Lo despertó el ruido del viento que hacía chicotear la cortina y cubría y descubría intermitentemente el cielo.

– Buen día -dijo el cafetero desde el otro lado de la cama. Etchenike se incorporó sobre los codos, perplejo.

– Buen día. Debe ser tarde.

– Las once.

El otro acababa de bañarse y se secaba vigorosamente de pie, junto a la ropa colgada de la silla. Era un muchachito, tendría veinte años, flaco y blanco, la espalda algo combada. Se puso la toalla a la cintura y le tendió la mano, sonriente.

– Rizzo, a sus órdenes.

– Etchenike.

Quedaron un momento cortados. El veterano se puso de pie y fue hasta la ventana acomodándose los huevos en el calzoncillo. La lluvia era una monótona conversación de sala de espera; había empezado una vez y nunca terminaría.

– Día jodido para tu laburo -dijo sin darse vuelta.

– Una sola pasada por la playa, temprano, y una recorrida por la principal. No vacié dos termos y me mojé hasta los huesos, arruiné las alpargatas. Por hoy, no laburo más; va a ser una tarde para meterse en el cine.

– ¿Hay cine en Playa Bonita? No lo vi.

– En el hotel. Solamente cuando llueve o el tiempo está muy feo y no se puede ir a la playa. O cuando se les canta. Hoy dan tres funciones.

– En el hotel… Pensé que el Atlantic estaba abandonado o clausurado.

Rizzo sonrió, casi se disculpó ante el forastero:

– Hay gente que vive. Además del Baba y la familia, está el Polaco, el que pasa las películas; debe tener como cincuenta o más. Todas viejas. Hoy dan Lawrence de Arabia en matinée; en vermouth, Piso de soltero, que es mala, y Veracruz otra vez, a la noche.

El veterano lo miró sorprendido. Hacía años que no oía hablar de matinée, vermouth y noche para nombrar los horarios del cine. Pero no era lo único que no entendía.

– ¿Pero de dónde sacan películas tan viejas? ¿Quién las distribuye?

– ¿Qué distribución? -el cafetero se echó a reír-. Son del Polaco. De él. Y pasa lo que quiere. Yo ya me las debo haber visto a todas en los años que vengo a Playa Bonita. Lawrence la vi tres veces.

– ¿Y vas a ir de nuevo?

– No, ya no -Rizzo sonrió francamente otra vez. Etchenike notó que le faltaba un diente-. ¿Vio esa parte cuando lo hacen prisionero los turcos? No se ve nada, pero… ¿Será cierto que se lo cogieron?

Etchenike, dueño de una supuesta autoridad, se encogió de hombros. Recordaba vagamente la película, a Peter O’Toole echado de panza en la punta de un médano rodeado de árabes siempre demasiado abrigados para ese sol.

El cafetero se había inmovilizado con gesto cómplice mientras se sacaba agua, jabón, cera y acaso restos de masa encefálica del interior de sus maltratadas orejas.

– Parece que a los turcos les gusta… -insinuó.

El veterano hizo un comentario que reafirmó la terrible fama de los otomanos en general y de los que viven en el desierto en particular:

– Son peligrosos como los marineros -concluyó-. Pero viven en un mar de arena.

La idea pareció gustarle a Rizzo porque arrancó con entusiasmo con un chiste de náufragos de larga abstinencia y lo remató sin demasiada eficacia. Etchenike lo conocía pero se rió lo mismo, acompañó.

– ¿Puedo usar el baño?

– Vaya nomás. Sequé el piso. ¿Necesita algo?

– No, gracias. Permiso.

Tomó su toalla, el jabón y la brocha, y se metió en el húmedo cuartito.

Cuando abrió la puerta, media hora después, afeitado y con el pelo húmedo y revuelto, Rizzo había dejado talco disperso por todas partes, como quien tira veneno para las cucarachas.

El mediodía en el comedor desierto del Hotel Veraneo estaba inundado por la música radial de un sabio Sinatra justo para la lluvia tras los cristales.

– ¿Y el patrón? ¿Fue a misa?

El pibe sonrió mientras desplegaba los ingredientes primarios: siete dados de mortadela, una docena de quesitos, un puñado de maníes, galletitas saladas inevitablemente húmedas, cuatro brillantes aceitunas fugitivas.

– Fue a Lobería, tiene el padre enfermo.

– Y vos quedaste a cargo.

– Más o menos. Está la señora.

El fernet recibió el chorro de soda con una espuma creciente. Etchenike tomó un sorbo, pinchó una mortadela.