– Y ahí fue cuando aparecieron por el club… -completó Etchenike-. Al final, el Mojarrita casi la mata. Está muy loca esa gente, pibe.
– Sí… Todo el pueblo, en realidad -Sergio había terminado de afeitarse y se secaba frente al espejo del baño-. El mismo tipo del auto, el que me vino a buscar hoy temprano para mostrarme Playa Bonita… No sé si me quiere ayudar en el laburo o qué…
– Sé quién es, estuvo anoche en el Veraneo -y Etchenike calló el resto; no supo bien por qué calló-. ¿No lo conocías de antes?
– No. Hoy me despertaron golpeándome la puerta y a los gritos: “¡Conozca Playa Bonita bajo la lluvia!”, “¡El mar pasado por agua!”… Era él, Willy, y otros tres. Estuvieron muy amables en realidad: me llevaron a conocer el pueblo, desde el vivero y el barco hundido, hasta el faro y las Rocas Negras. Pero me tiraron la lengua para saber qué estaba buscando, como si fuera un conspirador. Noté que me gambeteaban el tema del hotel. Cuando les cuento lo que me había pasado con el rubio del revólver, el Baba, sonrieron. Pero no pude avanzar nada. ¿Y a qué no sabe con qué me sale al final?
– ¿Qué te dijo?
Sergio se arrimó por detrás de Etchenike y, poniéndole un brazo sobre el hombro, imitó a Willy:
– Mirá, pibe. Vos no busqués demasiado por ahí. Si querés saber sobre el hotel, sobre la historia y todo eso, me tenés a mí, que soy el dueño…
– Lo es. No exactamente el dueño, pero sí el administrador -dijo Etchenike palmeándole la mano sobre su hombro-. Y guarda con ese tipo.
– Venite esta tarde a la estancia -prosiguió parodiando Algañaraz-. Te pasamos a buscar… ¿Viste alguna vez un partido de pato? A las cuatro acá. ¿De acuerdo?
El pibe se levantó y fue hasta la ventana, miró la lluvia que se iba, que sólo se quedaba en el piso sucio pero que continuamente advertía que debían reparar en ella, tenerla en cuenta.
– Siempre llueve acá -concluyó.
– En el caso de los partidos de pato -dijo Etchenike extendiendo un brazo con la palma hacia arriba- el arbitro sale al campo de juego y si llueve mucho y ha estado lloviendo más todavía, hace entrar al pony más petiso del palenque y lo mide: si el agua le llega más arriba del garrón, el partido se juega con pato vivo, a la antigua, para que el animal nade… De lo contrario, se utiliza la tradicional y moderna pelota de manijas.
Pero Sergio no sonrió.
– Voy a ir. Creo que es la única manera de que pueda entrar al Atlantic. Ayer saqué buenas fotos de afuera, estuve en la Oficina de Turismo, tengo un folleto donde está toda la historia, pero no me alcanza.
– De paso te hacés unas fotos del partido… Es tan raro, el pato. Un deporte nacional que lo practica sólo un sector muy chico de la oligarquía vacuna. En cambio el fútbol, que es teóricamente importado, que lo trajeron los ingleses, es el verdadero deporte nacional y popular. Pasa como con el tango y el pericón o la media caña… Lo popular no es lo estrictamente tradicional.
Mientras divagaba, Etchenike se había sacado los zapatos y colgado las medias en el baño, junto a los pantalones. Parecía un náufrago en mangas de camisa y con los vaqueros prestados que le ajustaban en la cintura. Sergio lo miró con curiosa simpatía:
– ¿De qué habla? ¿Se miró lo que parece?
– No juzgues las apariencias, pibe. Trato de sacarte de tus perplejidades cotidianas con alguna reflexión un poco más honda… No todo es voltearse gordas histéricas y fotografiar ruinas -y ahí Etchenike pareció recordar algo-. Ah… a propósito…
Metió la mano en el bolsillo del saco que colgaba de una silla y extrajo la Konica y sus accesorios.
– Enseñame a usarla -dijo.
Sergio la examinó un instante, hizo un gesto de admiración.
– Es una máquina bárbara, modelo nuevo. Hay pocas de éstas. Permite sacar en interiores sin flash, con muy poca luz. Se usa con película muy sensible… ¿Tiene rollo?
Etchenike indicó que ni eso sabía. Sergio revisó con mayor atención y vio que sí. Le preguntó qué quería saber.
– Enseñame a sacar.
– Se enfoca, se gradúa el diafragma así -lo hizo- de acuerdo con la cantidad de luz, y se dispara de acá -señaló la palanquita-. Después se corre con esta otra para que no se superponga y listo… ¿Qué tiene que fotografiar? ¿Exterior o interior?
– De todo.
Algañaraz le indicó una posibilidad y la otra y cómo en cada caso.
– Sacame una -dijo el veterano poniéndose con las manos en la cintura en medio de la habitación-. Después te saco yo.
Sergio puso la cámara vertical y disparó. A Etchenike le costo más ubicar con precisión al muchacho tirado displicentemente en la cama, pero lo hizo. Tuvo la sensación de que se había movido todo.
– Quédese tranquilo que salen siempre. Mal, pero salen.
– Gracias.
Sonó el teléfono. Atendió Sergio.
– Sí, Algañaraz habla… -luego de escuchar un momento tapó el auricular: “Es de parte de ella” dijo con sonrisa cansada a Etchenike-. Puede ser… Pero un rato nomás, porque después tengo un compromiso… -le preguntó la hora a Etchenike con un gesto-. Son las tres. En media hora. Hecho.
Al colgar le había cambiado la cara:
– Hay que apurarse… ¿Me disculpa?
Cuando se separaron en el comienzo de la avenida, Etchenike se sintió ridículo pero seco con los vaqueros y las zapatillas Adidas. Sergio estaba simplemente apurado.
– Que se te haga, pibe. Mañana te alcanzo las pilchas.
– Lo llamo a la vuelta del partido… Si es que voy.
Le dio un manotazo en el hombro y después lo miró alejarse rápido, casi correr al llegar al médano cercano, subirlo, cortar camino.
12. Alcahueterías
A la nena le faltaban algunos dientes y le sobraba el paraguas que tenía abierto sobre la cabeza y bajo el alero de la casilla. Sonreía.
– Esto lo dejó mi papá para usted. Se tuvo que ir.
Etchenike tomó las llaves:
– Gracias. ¿Cómo te llamás?
– Analía Toledo.
– Ah.
Abrió. La cerrada humedad se hizo a un costado, gentil, lo dejó entrar. Era como si hubiera llovido adentro.
– ¿Cuándo vuelve tu papá? -dijo sin mirarla.
Analía meneó la cabeza, alargó el labio inferior y entró en la casilla con el paraguas milagrosamente abierto.
– Cerrá eso -dijo el veterano.
La nena cerró la puerta. Se sentó en la silla frente a él. El paraguas ahí.
– ¿No va a poner las banderitas?
– Ah, sí… Las banderitas.
– Yo lo ayudo a mi papá a ponerlas.
Etchenike las descolgó de atrás de la puerta y salieron juntos. Ella apoyó el paraguas en el suelo, sin cerrarlo, y le indicó cómo debía atarlas, cómo clavar las estacas.
– Hay viento… -observó Etchenike mirando flamear los jirones verdes, rojos y amarillos-. ¿Están bien así?
– Sí, muy bien. ¡Hasta mañana!
Y Analía salió corriendo detrás del paraguas que rodaba sendero abajo las cuarenta y tres lajas, exactamente.
Durante las dos horas siguientes, la pila de folletos que promovía las bondades del Complejo Romar -su extraordinaria vista al mar, los tantos lujosos ambientes, la cochera propia- permaneció intacta sobre el escritorio. Ningún turista o simple interesado se interesó en hacer turismo por allí esa tarde destemplada de domingo.
Etchenike compró facturas, tomó mate, bebió ginebra y boludeó mirando tras los cristales. Escuchó al principio el rumor lejano del mar hasta que dejó de oírlo y lo incorporó como una especie de capa transparente, un barniz de silencio. Mientras revisaba los cajones vacíos -“vaciados”, pensó- del escritorio y del armario metálico sin demasiadas esperanzas de encontrar algo que no sabía si buscaba, el veterano no dejó de pensar, de interrogar el cielo cambiante, el ambiguo panorama de esas pocas manzanas de casas dispersas entre las que se movía algo oscuro y poco confiable, como si fuera un jardín florido convertido secretamente en campo minado.