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Sistemático, inútilmente riguroso, casi avergonzado, recorrió cada media hora el perímetro del Complejo como si fuera un antiguo guardián de plaza pública con gorra gris y silbato. Hizo los deberes, los mandados. Hasta tocó los picaportes de entrada, alguna traba de garaje. En la tercera recorrida, cuando pasó por el departamento señalado se empinó sobre el paredón y comprobó que estaba todo en orden. Precisamente, el Complejo Romar era el único lugar de Playa Bonita donde reinaba el orden, y Etchenike reparó en que el orden solía reinar, mientras que el desorden era mucho más anárquico o democrático porque habitualmente cundía, como el pánico o el desánimo.

En eso estaba cuando vio el auto. Lo difícil hubiera sido no verlo: una cupé Volkswagen roja, descapotada, de las antiguas, que mostraba en los cromados casi de museo que lo era. La vio venir lenta desde el fondo de la avenida, por el centro de la calle, parsimoniosa como una achatada barcaza que dispersara la espuma de la gente sin violencia, mostrando la línea noble, el perfil cuidadoso del galán de anteojos oscuros y rubia melena suelta que la manejaba como si fuera tan fácil estar sentado ahí. Poco antes de llegar al Complejo aceleró, la sacó un poco abierta en la curva y las gomas chillaron al pasar del pavimento roto a la arena. Pero enderezó sin esfuerzo, la puso en su lugar y la Volkswagen pasó frente a Etchenike antigua, sólida, segura.

El auto rojo dio la vuelta por detrás de los edificios, se ocultó por unos momentos, reapareció por el fondo del Complejo y estacionó frente a la última entrada.

Etchenike buscó el sobre y miró la fotografía. Ése era el hombre, el intruso. Coria. Estaba seguro de que era Coria.

Guardó la cámara y el teleobjetivo en el bolsillo, se empinó la petaca de ginebra, cerró la oficina y se fue caminando, bordeando el médano cercano, sin apartar la mirada del auto y los movimientos del hombre. La puerta de la planta baja estaba abierta y Coria entraba y salía con parsimonia, acarreando primero un bolso, luego otro.

Etchenike se instaló entre los tamariscos del médano de enfrente, de panza en la arena, y sacó una panorámica que abarcaba toda la casa y el auto estacionado. Luego, con el teleobjetivo, un detalle de la chapa del Volkswagen, la figura entera de Coria -ahora lo veía bien, con toda exactitud, hasta las rayas de la camisa fina- saliendo de la casa, entrando ahora, y en la ventana.

Cuando se cerró la puerta de calle, Etchenike bajó por el médano hacia la playa, dio toda la vuelta, desembocó en la calle trasera, saltó el paredón y se metió en el patio sin cuidarse demasiado del ruido. Fue directamente a la ventana y sacó la maderita. Una débil claridad iluminaba el dormitorio, los bolsos ya abiertos sobre la cama. Vio la sombra de Coria proyectada sobre el piso cuando entró al baño. Luego, inmediatamente apareció él y se llevó uno de los bolsos pero Etchenike no tuvo tiempo de disparar, ni siquiera de preparar la cámara, que se le resbaló de las manos y cayó haciendo un ruido que supuso infernal. Coria giró la cabeza y se dirigió a la ventana.

Cuando la abrió el veterano ya estaba hecho un ovillo contra la puerta del garaje, fuera de la línea de visión del rubio.

Esperó que la cerrara, pero no. Tuvo que quedarse allí, inmóvil, escuchándolo ir y venir del baño, cantar bajo la lluvia y ante la toalla. Cuando finalmente oyó el ruido de los postigos y volvió a encaramarse pegado a la ventana, se dio cuenta de que había perdido su oportunidad: Coria ya no volvería a la habitación.

Al rato, oyó el golpe de la puerta del auto y el arranque sabio y redondo de la cupé. Entonces puso la maderita en su lugar, se secó las manos que descubrió húmedas en el vaquero y miró la hora: las seis de la tarde. Por ser domingo, había trabajado demasiado.

Volvió a la playa como el día anterior, pero esta vez caminó en sentido contrario. Y anduvo mucho, como buscando cansarse, sin mirar para atrás ni a los costados. Sólo se detuvo cuando se sintió hambriento y con la cabeza vacía, demasiado agotado para darse cuenta de si se sentía, solo, aburrido o reconfortado.

Cuando empezó a regresar, atardecía. Estuvo tentado de intentar alguna foto con el fondo del barco encallado, pero le pareció excesivo. No sabía quién había dicho alguna vez que el atardecer era la única cursilería que se permitía la naturaleza. Y este cielo de colores frente al mar en una playa solitaria era demasiado, casi un poster para fijar con chinches en una agencia de viajes de barrio. Además estaba solo. Y en general la soledad no le servía para pensar -eso creía- y menos aún si se trataba de una soledad aparatosa, casi literaria como la de caminar frente al mar. Sin embargo sentía que en esos días había tocado algo indefinido que no era un recuerdo, ni siquiera una evidencia personal pero que tenía que ver, tal vez, con los muchos años pasados sin ver tanto horizonte o la sensación casi olvidada de usar ropa de otro…

13. Tarzán y Cía.

Tal vez por todo eso, cuando ya estaba entrando en la zona más poblada y encontró un bote semienterrado con el vientre abierto, se sentó a descansar como quien hace una pausa antes de regresar a una fiesta ruidosa, a un velorio.

Oscurecía pausadamente. Ya sentía un leve escalofrío en los antebrazos cuando el otro apareció de atrás, se sentó junto a él y empezó a hablar directamente, como si hubieran estado toda la tarde o la vida juntos:

– La voy a matar -dijo señalando la orilla, lejos, el mar.

– ¿Qué pasa? ¿Qué hace acá?

Mojarrita indicó un lugar móvil, las risotadas que llegaban como otras olas.

Pese al frío, la pareja correteaba en la orilla como si el sol de Tahití los dorara en un afiche de Panam.

– Esta vez se pasó. Ahí la tiene, mire.

Eliseo Gómez abrió su mano y dejó caer frente a la nariz de Etchenike un corpiño rojo.

– Es de ella, estaba en la orilla.

Etchenike agarró un puñado de arena y lo fue tirando sobre el bikini como si tratara de borrar una mancha de sangre.

– Déjela, Gómez. Es lo mejor -dijo sin convicción-. Déjela y listo.

– La voy a matar.

– No. Déjela.

Pasó un largo momento. Mojarrita tenía una gorra de visera metida hasta las cejas, las alpargatas en la mano.

– Eso es más difícil, mucho más difícil -dijo.

Etchenike argumentó algo previsible y tonto que no recordaría nunca después. Se interrumpió. Sacó la cámara del bolsillo.

– ¿Quiere que le saque una foto? -dijo tratando de distraerlo, sintiéndose inmediatamente estúpido.

Pero el nadador estaba en lo suyo:

– Creo que ahí vienen.

Mojarrita manoteó las alpargatas y empezó a caminar hacia los médanos, huyendo de qué:

– No me vio…Usted no me vio, Etchenike.

Primero llegó ella, corriendo con las rodillas juntas y los talones separados, abiertos, como corren las mujeres imbéciles o coquetas o las dos cosas. Lo hacía con la gracia de una bolsa de agua caliente semillena. Se detuvo junto al veterano, risueña y agitada, el pelo rubio pegoteado contra la cara y el cuello. La toalla rayada que sostenía con una mano le cubría mal las tetas.

– ¿No estaba Gómez con usted? -y sonreía y miraba para atrás-. Tuve un percance -y se quedaba en la palabra-. Me pareció verlo con algo mío…

Etchenike no contestó. Estiró el pie, enganchó con un dedo el corpiño semienterrado y lo levantó al alcance de su mano.

– ¿Es esto?

Ella se puso repentinamente seria y volvió la cabeza hacia el mar.

Etchenike lo vio venir. No era Sergio sino otra cosa mucho más contundente. Venía al trotecito, sobrando la situación y el frío con su slip imitación leopardo. Un grandote atarzanado al que tardó apenas unos segundos en reconocer.