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– ¿Qué pasa? -dijo Tarzán.

– Me cancherea -sintetizó ella.

Etchenike todavía estaba con el pie levantado, el corpiño como bandera de remate y la mejor cara de boludo en el atardecer.

– Dale eso.

– ¿Vos no tenías que arbitrar un partido de pato hoy?

– Dale eso y no te pasés de vivo si no querés que te rompa la cara.

El veterano revoleó el pie y el bikini fue a parar a la cabeza del tipo como un barrilete enredado en un árbol.

Tarzán se sacó el corpiño de un manotón y se le vino encima.

Todo fue muy rápido. Mientras el tipo lo agarraba de los hombros para levantarlo, Etchenike se le afirmó de los pelos, dio un fuerte tirón hacia abajo y le aplastó la rodilla contra la nariz. El otro dio un alarido y cayó para atrás, retorciéndose. La mina lo puteó y con la calentura se le cayó la toalla. Se agachó, humillada, tratando de sostener al otro, cubriéndose como podía y sin dejar de putearlo.

Etchenike no dijo nada. Agarró las Adidas y empezó a caminar hacia los médanos.

Creyó que encontraría a Mojarrita por ahí, agazapado. Pero no.

Lo encontró tres horas después, cuando recién bañado y con dos cervezas heladas como antecedente inmediato, Etchenike cruzaba la calle mal iluminada rumbo al Hotel Atlantic dispuesto a disfrutar lo que suponía fragmentos escogidos de Veracruz, aquella aventura vertiginosa de Burt Lancaster y Gary Cooper entre los mejicanos de siempre.

Casi se chocaron en la puerta junto al cartel que anunciaba el programa como un menú con letras blancas sobre el pizarrón negro.

Mojarrita salía cabizbajo, rápido, malhumorado.

– ¿Adónde va? -lo detuvo el veterano para que no lo atropellara.

– Ah, usted…

– ¿Viene del cine? ¿Qué tal Jack Lemmon?

– ¿Qué Jack Lemmon?

Etchenike sonrió. No estaba dispuesto a explicar eso.

– Ah… -dijo Mojarrita como si recién entendiera-. No, nunca vengo a este cine de mierda. No es un cine tampoco.

Llevaba la camisa colorida, los mocasines blancos, el pantalón celeste. Amagó con seguir viaje.

– ¿Qué le pasa? ¿Está apurado por meterse en el agua?

– No me hable de eso.

– No le hablo. ¿Pero inaugura o no?

– No sé todavía. Ando buscando a la Beba.

El veterano estuvo a punto de decir algo irreparable. Dijo algo tonto:

– Y la vino a buscar al Hotel…

– Acá vive la hermana… Pero ésta no sabe nada; ni dónde está. Nada. Disculpe pero me voy -y comenzó a cruzar la calle. De pronto se volvió, le habló a Etchenike muy cerca de la cara-. Estuvo muy bien esta tarde en la playa. Gracias. Pero guarda con ese hijo de puta: es policía.

Y ahora sí se fue apurado, como el que enciende un petardo y corre. El veterano pareció no darse cuenta de semejante riesgo porque sólo atinó a tirar el pucho, apagarlo con un pisotón, girar y entrar en lo menos parecido a un cine.

14. Veracruz y el Polaco

Subió los escalones, atravesó el pórtico de columnas descascaradas y luego de la recepción vacía desembocó en un gran salón iluminado por una araña de muchos caireles y pocas lámparas. Sólo había algunos cuadros perdidos en las altas paredes empapeladas y oscuras, y fotos, muchas fotos con escenas de playa, algunas multitudinarias formaciones del personal, hombres uniformados de blanco a lo largo de un corredor, la dotación de la cocina posando como soldados junto a un tanque o pieza de artillería. Pero eran fotos tan viejas como el par de sillones de cuero ubicados en un extremo. Cortinados rojos, recogidos, custodiaban las arcadas: una enfrente y las otras dos, más estrechas, en las lejanas paredes laterales.

Etchenike vaciló. Un chistido lo hizo volverse:

– Por acá.

En un extremo del salón, junto a la arcada, había una boletería que no era tal. Un hombre viejo y descolorido, flaco, los ojos claros tras los cristales gruesos, estaba sentado en una mesa de bar con un talonario numerado. Preguntaba cuántas y cobraba. Había mayores y menores. Los precios estaban escritos a mano en un cartel adherido con chinches a la mesa. El dinero se acumulaba en una caja de zapatos, junto al viejo. Etchenike pagó y recibió el número diecinueve, celeste.

– ¿Ya empieza? -preguntó consciente de que se había retrasado charlando, de que sería el último.

– ¿Está apurado? -el hombre lo miraba por encima de los anteojos. Curiosamente, lo retaba-. Cómo se nota que es porteño. Pase.

El veterano pasó. Luego de un breve pasillo entró en lo que alguna vez había sido el lujoso comedor y salón de fiestas del Hotel Atlantic. Una veintena de personas se habían diseminado en el bloque de sillas dispuestas prolijamente en el centro de la inmensa habitación que sobraba por todos lados.

Las tres grandes puertas que se abrirían a supuestos balcones estaban cubiertas por espesos cortinados que habían sido púrpura. Del cielorraso pendían dos arañas similares a las del hall de entrada pero con menos bombitas encendidas. La pantalla era un lienzo blanco al que no le faltaban algunas arrugas, desplegado contra el fondo del escenario, un espacio amplio y semicircular cavado en la pared derecha y donde habrían sonado, en mejores y pobladas noches, bronces y violines con smokings de colores. En el otro extremo, sobre una tarima tras las sillas, estaba el proyector. Etchenike se instaló en la última fila y se entretuvo mirando alrededor.

El silencio era casi total; apenas cuchicheos en la semi-penumbra humedecida y vieja. Dos matrimonios de turistas con sus chicos, tres muchachos despatarrados en la primera fila, una pareja de novios a su derecha y el resto eran hombres solos. Uno de ellos leía con dificultad un diario de la mañana y el ruido que hacía al volver las páginas resonaba como el crepitar del fuego.

Se abrió la puerta del fondo y entró un hombre con chaqueta de mozo y una bandeja.

– Sánguches, bebidas… -dijo aproximándose.

La chaqueta no estaba del todo limpia y el mozo, rubio, bajo, de largos cabellos dispersos y barba sin afeitar, fue caminando lentamente al borde de las filas con la bandeja cargada.

– Salame, queso, mortadela… Sánguches. Coca y cerveza.

Lo llamaron por el nombre de Baba, vendió dos o tres cosas, completó la ronda y se detuvo detrás de Etchenike. El veterano se dio vuelta y pidió un sándwich.

– ¿Salame, queso o mortadela?

Ahí le vio los ojos y se dio cuenta: ése era el hombre que había asustado a Algañaraz en la playa.

– ¿Y? -insistió el Baba gozando con el efecto paralizante de su mirada.

– Salame -dijo bajito Etchenike, como si en esa elección se jugara la vida.

Mientras hacia crujir el pan entre sus dientes y adivinaba el escueto sabor del fiambre entre la miga, Etchenike siguió con la mirada al rubio amenazador, trató de adivinar el bulto de un revólver grande que le cruzara la espalda como un facón, bajo la chaqueta, lo acompañó hasta que salió por la puerta del fondo sin descubrir nada que no fuera la monotonía del pregón:

– Coca, sánguches, cerveza…

En ese momento entraban los últimos espectadores y tras ellos el viejo de la boletería. Cerró la puerta lentamente y cuando parecía que iba a seguir viaje se plantó ante el público:

– Señoras y señores -dijo entonado-. Esta noche el Cine Atlantic tiene una vez más el orgullo de presentar este verdadero capolavoro de uno de los directores más interesantes del Hollywood de la época de Oro: Robert Aldrich. Se trata, como ustedes saben, de un western: Veracruz, que data de 1954, y está protagonizado por Burt Lancaster y Gary Cooper. Éste, por aquellos años, luego del suceso de A la hora señalada, de Fred Zinnemann, supo convertirse en carta de triunfo de cuanta producción del Oeste se emprendiera. En cuanto a Lancaster, está en el apogeo de su carrera; es el momento de Su majestad de los Mares del Sud, de El pirata hidalgo y de tantos héroes aventureros, vitales y con cierta dosis de desfachatado desparpajo.