Y en ese tono entre didáctico y erudito siguió el viejo -el Polaco, sin duda, del que le había hablado Rizzo-, dio la ficha técnica de memoria, los estudios, la trayectoria de Aldrich, su manejo de los temas de acción, la presencia de la violencia, citó a Dios y a María Santísima ante un auditorio entre harto y asombrado.
– Cortala, Polaco… -lo interrumpió el que no había dejado de leer el diario.
Siguió sin embargo el presentador hasta terminar con una referencia al estado de la copia y a las características de la función:
– Como es habitual en nuestros programas, realizaremos un pequeño intervalo para el cambio de rollo a los cuarenta minutos de proyección. El estado de la copia es inmejorable -y ahí sonrió- en todos los sentidos de la palabra… Y espero que disfruten de este clásico del western aventurero.
Dicho esto hizo un gesto al Baba que tenía la mano en el interruptor y se dirigió al fondo de la sala. Hubo algunos zumbidos, se apagaron las luces, se iluminó la pantalla y a los cinco minutos Etchenike ya estaba metido hasta las orejas en una de las mejores historias de tiros y amistad que recordaba.
Para el intervalo se dio vuelta y lo encaró al Polaco que estaba a sus espaldas con el proyector:
– Lo felicito. ¿Cómo hace para conservar las copias en tan buen estado?
– No hay misterio. Una película no se gasta por los años que tiene sino por las veces que se proyecta. En un cine de Buenos Aires, a tres funciones diarias, en una semana se la pasa más veces que durante un año acá…
– Claro -admitió Etchenike, encantado por la simplicidad del razonamiento, volviéndose hacia la pantalla-. Y desde cuándo…
Pero se dio cuenta de que el Polaco no lo oía. No estaba ya. Se había apartado un poco, llamado por el rubio de la bandeja y ahora hablaban ostensiblemente de él con un tercero que daba espaldas a Etchenike. El Baba hizo un gesto señalándolo con el mentón y en el leve giro y la mirada de soslayo del otro, el veterano creyó reconocer el perfil emparchado de un Tarzán ahora de civil, la bruta bestia presumida del atardecer.
– ¡Polaco! ¿Para cuándo, Polaco? -gritaron adelante.
Hubo ruidos de botellas que rodaban, risotadas. El operador golpeó las manos y llamó al orden, al silencio. Algunos aislados alaridos acompañaron el apagado de las luces. Con la cerveza, el clima general y el ánimo de los espectadores habían cambiado. Por suerte, la calidad de Veracruz, no.
Cuando terminó la proyección Etchenike se desperezó de tensión, de fatiga y de gusto. Se volvió y Tarzán no estaba.
Preguntó por el baño y le indicaron la puerta del fondo. Salió a una galería rectangular que rodeaba el patio central del hotel. Tres palmeras se erguían en la oscuridad más allá de la altura del edificio. Al fondo, una puerta entreabierta dejaba ver azulejos con una guarda celeste.
Entró al baño, meó en el inodoro Pescadas, se miró en el espejo bajo la lamparita y la tulipa sucia, se lavó, se secó las manos con su pañuelo.
Al salir vio a una mujer que cruzaba la galería y entraba a una habitación junto a lo que supuso era la cocina.
– Beba -dijo en voz alta y ya estaba arrepentido.
Ella se volvió.
No. No era pero parecía. Un poco más alta, tal vez.
– Disculpe, la confundí.
La mujer se acercó y entró en la luz. También era más joven.
– Ella es mi hermana -explicó.
– Lo sabía.
Era una conversación estúpida. Ella la alimentó un poco más:
– ¿Cómo sabía?
– Por Gómez, por el Mojarrita.
– Ah.
El Baba salió de la cocina con un sándwich en una mano y una lata de cerveza en la otra. Se puso junto a la mujer.
– ¿Buscaba algo?
– Nada. Lo que buscaba lo encontré -y señaló el baño a sus espaldas.
El rubio se rascó el cuello con la mano que sostenía la lata.
– ¿Es porteño?
– No. ¿Y usted? -Etchenike lo miraba fijamente.
– No.
Siguió mirándolo a los ojos.
– Linda noche -dijo sin pestañear.
– Vamos a cerrar.
– Pero no me va a negar que la noche es linda.
– Es tarde.
– También es cierto -dijo Etchenike-. Buenas noches.
– Buenas -dijo ella.
El veterano recorrió la galería, abrió la puerta, atravesó toda la sala en penumbras, salió al pasillo, llegó al hall de entrada y recién junto a la puerta encontró al Polaco que lo esperaba para cerrar.
– ¿Le gustó?
– Sí. Y usted sabe mucho de cine. Demasiado para este lugar.
El otro no hizo caso:
– Tengo dos de Carol Reed, las que hizo con argumentos de Graham Greene: El ídolo caído y El tercer hombre… Hay un conflicto que…
– Pare ahí -Etchenike sentía que tenía demasiadas historias encima, adentro, alrededor-. No me cuente El tercer hombre, vendré a verla.
– Lo espero.
Y el Polaco fue entornando la puerta del hotel con la lentitud ceremonial del cura que cierra la iglesia, con el cuidado del que cierra una pajarera.
15. Acabar al fin
Pese a la obstinada indiferencia de algunos, era evidente que la noche estaba hermosa. Hermosa y amenazante. La brisa fresca del mar empujaba las grandes nubes grises y rápidas que velaban y desvelaban una luna perfecta.
La precaria iluminación de Playa Bonita convertía al paisaje en una masa de sombras interrumpidas por temblorosos conos, triángulos, manchones de luz. Caminando por el centro de la calle, con el cuello levantado y pateando piedritas, Etchenike decidió no doblar en la esquina que llevaba al Hotel Veraneo y a su cama. Siguió por la calle más iluminada y enfiló hacia las construcciones del Complejo Romar.
El descampado era un oscuro espacio rumoroso peinado por un viento húmedo que movía apenas los cables de los postes telefónicos, inclinaba los pastos altos. Las claras moles de los dos edificios se recortaban sucesivas. El esqueleto de cemento se agitó en rumores de murciélagos y pájaros nocturnos al paso silencioso de Etchenike por el sendero de lajas; pero al llegar al extremo más lejano, lo primero que vio, como la vez anterior, fue el auto rojo.
Estaba estacionado en el mismo lugar, frente a la entrada del segundo edificio, y la luz encendida del departamento de planta baja lo iluminaba de perfil, alargaba la sombra sobre el camino apenas insinuado entre la arena y las piedras.
Después del auto, escuchó las voces, las risas excesivas que le llegaban a través de las ventanas abiertas. Después lo vio al mismo Coria en la ventana que daba al frente; y después, finalmente, el andar irregular de la mujer rubia que iba a través del living hacia el interior del departamento.
Cuando se apagó la luz de la calle y cerraron con estrépito las persianas del living, Etchenike verificó mecánicamente el peso de la Konica en el bolsillo, y se deslizó en medio de la oscuridad hacia el patio trasero.
Los postigos de la ventana del dormitorio estaban cerrados. Sacó el pedazo de madera que le permitía ver el interior y se encontró con el mismo panorama de la tarde. Sólo que ahora estaba encendida la luz del techo y ellos no estaban allí.
Los oía hablar pero a través del vidrio no llegaba a entender lo que decían. Ella tenía una voz grave y entonada de bacana; él se reía demasiado, tiraba frases cortas y esperaba el efecto, dominante o gracioso pero en los límites de la representación. También resultaban casi prefabricadas las enfáticas negativas de ella, tan aparatosas y sonoras hasta el rumor final, el risueño gruñido que juntó las voces, preanunció la entrada en escena de la pareja.
Él la traía semidesnuda en brazos mientras ella hacia equilibrio ruidoso con dos copas, hielo y una botella larga, clara y fina. Cuando la depositó atravesada sobre la cama Etchenike gatilló por primera vez la cámara. La melena rubia, casi rojiza, se derramó sobre la almohada y desde su estrecho mirador pudo apreciar el rostro encendido, la boca abierta de labios anchos y dientes grandes, los ojos claros, la blusa entreabierta y el vientre plano, las piernas rígidas y extendidas, blanquísimas, contrastantes con la bombachita mínima que no llegaba a cubrir el vello rojizo.