Etchenike apretó el disparador mientras Coria metía la mano resuelta bajo la blusa, escandalizaba las hermosas tetas con el contacto helado de la botella, reía al sacarle el resto de la ropa a vigorosos tirones y se apartaba finalmente, salía del cuarto con una sonrisa prometedora.
Ella se corrió dificultosamente hacia el costado de la cama y se tendió, relajada, a esperar. Recogió una revista vieja del suelo mientras conversaba, contestaba en voz alta al hombre que hacía ruidos de agua en el baño cercano. La mujer comenzó a mordisquear un chocolate que había dejado sobre la mesa de luz mientras pasaba indolente las hojas de la revista.
Etchenike ya estaba semientumecido en su incómoda posición cuando reapareció él, sonriente y convencional, con una toalla fijada a la cintura y el pelo rubio y brillante pegado a las sienes. Se sentó en el borde de la cama junto a ella, que seguía leyendo indiferente -Etchenike apretó el disparador-, le apartó la revista con suavidad, y la mujer lo sorprendió metiéndole resueltamente las manos bajo la toalla, abriendo la boca para comérselo, tendiendo después los brazos alrededor de su cuello para colgarse y arrastrarlo a la cama contra ella. Etchenike disparó otra vez. La mujer tomó la cabeza de Coria y la apoyó contra sus pechos, le mordió las orejas, lo zamarreó riéndose a carcajadas hasta que él se le encaramó y Etchenike gatilló ahora dos veces seguidas. Apurado, fuerte, dominante pero con las firmes manos de ella apoyadas en sus caderas, empujando entre sus nalgas, Coria se sacudió un rato, forcejeó buscando los costados, la fricción entre esas piernas que apenas se abrían lo justo, pasivas, mientras la cabellera rubia se agitaba en espasmos y ofrecía el cuello para que el hombre se empinara. Etchenike volvió a gatillar y en ese momento el hombre usó sus manos, levantó ese cuerpo por las nalgas y se jugó en los golpes extremos, su cadera fue y vino entre los blandos muslos sostenidos en vilo hasta que Etchenike se cansó de gatillar.
Cuando ella fue finalmente arriba, luego de rodar de costado sin separarse de él, el veterano estaba demasiado excitado para quedarse allí, sintiendo cómo el vaivén y el temblor de la mujer le humedecían las manos, lo hacían apartarse de la ventana sin cuidado alguno, sin poner la maderita, lo hacían tropezar una vez más con las botellas, rasparse los zapatos al saltar apurado, puteando y por qué ahora, que estaba todo hecho por fin y terminado.
16. Miguitas
Perturbado todavía, sin poder apartar las imágenes de esos cuerpos mojados y brillantes, regalados el uno al otro entre gemidos y exclamaciones sordas, desatados, rítmicos, imantados casi, Etchenike entró en el comedor del Hotel Veraneo y pidió mecánicamente la llave de su cuarto.
– Lo llamaron por teléfono -dijo el patrón suspendiendo la número 24 en el aire, apartada de la mano del veterano como una sortija.
– ¿Cuándo?
– Tal vez una hora.
– ¿Quién era?
– El Mojarrita Gómez -y el patrón lo observó, le hizo sentir que no era normal ese tipo de llamados o llamados de un tipo como ése-. ¿Lo conoce?
– Sí, un poco… ¿Qué quería?
– Hablar con usted.
– Gracias -Etchenike tomó la llave y subió a su cuarto.
El patrón lo observó hasta que desapareció en la curva de la escalera en el primer piso.
Diez minutos después bajaba y dejaba la llave. El señor Fumetto repitió el seguimiento. No podía saber que algo había cambiado sutilmente: en el bolsillo derecho, en lugar de la moderna Konica alcahueta pesaba rutinariamente un revólver treinta y ocho.
Encontró la puerta de El Trinquete cerrada, las luces apagadas, la pileta sola. Ni siquiera había luz en la habitación del fondo. Sólo la cantina del club, un bar contiguo al portón, estaba abierto a las doce y media de la noche. Entró.
Con un vistazo a la media docena de mesas comprobó que el Mojarrita no estaba, que la Beba no estaba, que Sergio tampoco. Se dio cuenta que en realidad estaba buscando al pibe. Pensó en la deformación profesional.
En el mostrador pidió una Legui y un café. El cantinero era una versión actual, más gruesa y avejentada, del sonriente jugador de paleta que posaba en tres fotos enmarcadas, colgadas junto a otros tantos banderines, a un costado de la fila de botellas.
Era un presumible vasco de cincuenta años, ancho, sólido y sanguíneo, con todo el pelo canoso cortado al rape. La copita era una flor a punto de quebrarse entre sus dedos gruesos. La puso frente al veterano y vertió la caña que se derramó generosa, mojando el platito de metal.
– El Mojarrita no sirve más -dijo ante la consulta.
Hizo un gesto para que Etchenike se aproximara y luego lo hizo inclinar por encima del mostrador, le mostró a su derecha:
– Ahí lo tiene: un pedo de órdago.
El nadador dormía, desparramado y frágil, tendido sobre el largo banco de madera, junto a la puerta que daba a la cocina.
– ¿Cuánto hace que está ahí?
– No sé… Horas -el vasco se encogió de hombros-. Espero que lo vengan a buscar porque no voy a ser yo el que lo lleve a la pieza. ¿Usted es amigo?
– Tanto como amigo… -otra vez debía explicar eso-. Lo conocí ayer, estuvimos charlando. Pensé que esta noche podía debutar.
El vasco lo miró con ojos chiquitos bajo las cejas que fruncían. Se acodó. Acercó la cara.
– Es todo mentira, sabe usted. Un fraude. ¿Usted puede creer que con ese fisiquito de mierda pueda estar ni siquiera medio día en el agua? Se disuelve, hombre -golpeó fuerte con la palma en el mostrador y echó una carcajada-. ¡Se disuelve!
Etchenike contuvo el temblor del café, consiguió beber apenas.
– ¿Y ella, la Beba?
– Ve… Ahí está el asunto: esa mujer es una grandísima… y dibujó el insulto silenciosamente con los labios-. Hoy, como anoche, como otras veces, desapareció con el dinero y él ha salido a buscarla como loco. Ahí hay algo raro, señor… ¿Me puede decir por qué no la echa?
Las pobladísimas cejas eran el instrumento expresivo privilegiado del cantinero: las elevó al máximo, desguarneciendo unos ojillos negros y redondos.
– No, no se lo podría decir-dijo Etchenike, literal-. Pero creo que la ama.
Y los dos miraron al mismo tiempo hacia el hombrecito que se agitaba ahora ante quién sabe qué fantasmas.
– Permítame, voy a tratar de despertarlo y hablar con él.
– Si lo despierta, lléveselo -dijo el vasco expeditivo.
Etchenike dio la vuelta al mostrador y se inclinó sobre Mojarrita. Lo zamarreó un poco del brazo.
– Gómez… Gómez…
El nadador abrió los ojos enrojecidos.
– Hay que encender las luces y preparar las planillas -dijo con claridad.
– Gómez, soy Julio. Usted me llamó por teléfono.
– Sí, Julio… -parpadeó, se sacó posibles telarañas ante la cara-. Vaya prendiendo las luces, prepare las planillas que ya voy.
– Está muy en pedo, Gómez. Ahora tiene que ir a dormir a su pieza. Mañana hablamos.
– Me van a echar. Si no empiezo la prueba me van a echar. Me dijeron…
Etchenike se volvió hacia el veterano pelotari buscando confirmación:
– Sí, que se lo han dicho… Esto no es beneficencia -dijo el otro.
– Son unos hijos de puta -murmuró el nadador.
– Cállese -Etchenike le puso el brazo por detrás de los hombros y lo calzó bajo la axila-. Mañana le prometo que lo ayudo a empezar la prueba. Ahora vamos a su pieza.
– Un momento.
Solemne, obstinadamente formal, Mojarrita se plantó ante el vasco y poniendo la palma sobre el pecho de Etchenike dijo:
– Yo te dije cuando hablé por teléfono: tengo un amigo en este lugar de mierda… Este es Julio.