Manoteó la copita de caña que Etchenike había dejado sobre el mostrador pero el gesto rápido del veterano lo apartó:
– Basta ahora. Vamos a dormir.
Se empinó él mismo la Legui en dos tragos y dejó el dinero sobre el mostrador.
Mientras arrastraba a Mojarrita hacia la salida, Etchenike sintió que de algún modo no hacía sino dejar constantes huellas, marcas en la memoria de todos los que los miraban en silencio. Desde hacía algunos días preguntaba, hacía girar las cabezas hacia él como quien prepara una coartada, tira miguitas antes de entrar al laberinto o, peor que eso, habla en voz alta, gesticula ya en medio del bosque para confundir, ahuyentar al lobo.
Dejó a Mojarrita como quien devuelve a un pajarito desplumado al nido y antes de apagar la luz le pegó una revisada borgiana al cuarto, revolvió sin culpa ni pudor la ropa y los trastos. En eso estaba cuando oyó los ruidos del portón. Salió y vio las siluetas. Eran ellos. Beba y el otro, que no era Sergio ni era el Tarzán de la playa.
– Otra vez este hinchapelotas -sintetizó ella-. ¿Qué hace acá?
– Traje a Gómez. Está durmiendo.
La mirada de Etchenike se cruzó con la del tipo que la acompañaba, un inesperado potrillo flaco y negro de ojos francos, camisa abierta hasta la cintura, un golpe de pelo rígido en la frente y quince años menos que ella. Le parecía haberlo visto en la puerta del hotel o en algún negocio.
– Creo que yo me voy -dijo el potrillo.
Ella no le hizo caso y lo retuvo de las muñecas. Todo era igual.
– Quedate, Cacho.
Etchenike supo lo que le contestarían pero no pudo evitarlo:
– ¿Dónde está Sergio?
– ¿Qué Sergio? -Beba forcejeó con el morocho mientras miraba fijamente a Etchenike-. Yo estuve con éste…
El otro dio un tirón y se apartó.
– Fíjese… tiene miedo de que le pegue.
La risa de Beba resonó mientras ni siquiera se daba vuelta para ver salir al muchacho. Bruscamente dejó de reír.
Quedaron frente a frente. Los hombres cambiaban y ella estaba ahí, siempre ante él, como un viejo problema, una pregunta, un signo de qué.
– Mojarrita tiene que inaugurar; si no, lo echan -se oyó decir Etchenike.
– Mañana.
Ella pasó junto a él sin mirarlo y se dirigió a la puerta del cuartito.
– Pero no se meta. No lo quiero ver más.
– No entiendo.
– Es muy sencillo: váyase a la mierda.
– Eso sí -dijo el veterano imperturbable, como si no hubiera oído-. Lo que no entiendo es el manejo, el juego suyo. Gómez no se merece…
– Déjelo que se cuide solo -ella lo miró casi divertida-. Usted es un buen tipo pero tiene algo de viejo pajero.
Dio media vuelta y cerró la puerta.
17. Wagneriana
No es fácil. La madrugada ventosa con amenaza de lluvia y alguna calificación dura sobre el lomo no es fácil de sobrellevar. Pero no sólo por eso estaba conmovido, sombrío, con algo parecido al miedo detrás del esternón. Nada le impedía, sin embargo, la decisión de continuar la interminable ronda nocturna. Tenía testimonios, evidencias, palabras, rostros, sensaciones como para una vida bien tupida acumuladas en unas pocas horas densas, incomprensibles.
Pero no sólo por eso estaba como estaba.
Cuando subió la última curva que por encima del médano permitía ver la silueta del motel Los Pinos se sintió estúpido, inexplicablemente inquieto. Pero al ver luz en la habitación quince suspiró con un alivio que no hubiera podido describir sin contradecirse.
Subió la explanada y golpeó. Algañaraz no contestó. Volvió a golpear y luego de un momento probó la puerta. Cerrada. Se asomó a la ventana.
Las cortinas estaban exactamente igual que a la tarde y permitían ver en el interior: las dos camas deshechas, el bolso abierto y las cosas dispersas, como si el pibe hubiera estado eligiendo infructuosamente entre sus ropas. El velador estaba encendido y la luz del baño también.
Etchenike fue hasta la administración y a través de los vidrios vio a otro hombre en el mostrador. Ya no estaba el indiferente gordo matutino sino un morocho de campera con rulos cortos, apretados, que escuchaba la radio mientras leía una revista con una mina de poca ropa en la tapa. Los golpecitos de Etchenike se hicieron oír por encima de la música. El hombre se acercó bostezando. Era grandote, chueco. Entreabrió la puerta hasta el límite de la cadena de seguridad.
– Buenas noches. Busco al señor Algañaraz de la habitación quince.
– Es la una de la mañana -informó el morocho.
– ¿Y? -insistió Etchenike.
– Voy a ver. Fue, vio y volvió.
– No está la llave y tampoco contesta en la habitación. Habrá salido, no habrá vuelto -fue lo que escuchó el veterano, lo que sabía que le dirían.
– ¿No lo vio esta noche?
– No.
– ¿Y a la tarde?
– Tampoco -dijo el morocho después de un momento-. Hago turno de noche. Entro a las diez. Lo vi el viernes cuando llegó. Nunca más. ¿Es urgente?
Etchenike no contestó. No sabía qué contestar.
– Estuvo en algún momento durante el día, porque hay luz -dijo.
La mirada del otro cambió. Tal vez no le gustó que hubiera espiado, que preguntara tanto y tan tarde:
– Usted sabe más que yo.
El veterano vaciló. Sabía que sabía menos.
– Voy a dejarle un mensaje en la habitación -dijo.
– Déjemelo a mí.
– Él tiene la llave y no pasará por acá.
– Como quiera -dijo el morocho.
– Buenas noches.
Etchenike salió y recorrió sin darse vuelta toda la galería hasta la última habitación. Sacó una libreta del bolsillo, arrancó una hoja en blanco, la plegó en dos, y luego la deslizó por debajo de la puerta. Después volvió sobre sus pasos, fue bajando la explanada, cruzó ante la administración y retomó el camino alejándose. A las dos cuadras se desvió, trepó por la arena y volvió hacia el motel agazapado entre los tamariscos que cubrían los médanos a ambos lados del camino.
Apresurado, sudoroso, con las ramas raspándole las piernas y los brazos, se acercó hasta quedar tendido en la punta del médano, oculto apenas por las hojas, sintiendo la arena fría contra el pecho. Desde allí, protegido, solo en la oscuridad, veía al motel como en el cine. Una larguísima secuencia de cámara fija que duró minutos hasta que llegó un auto y estacionó en el otro extremo. Bajó una pareja que pasó por la administración y se metió en un cuarto. Un minuto después, la figura del morocho de los rulos se recortó contra los vidrios de la entrada. Miró a ambos lados y se dirigió a la derecha. Etchenike se acomodó para ver mejor. El hombre llegó hasta la habitación quince, miró por la ventana y luego abrió la puerta con su llave. El veterano lo vio agacharse para recoger el papel. Imaginó el gesto, el asombro. Era el momento de ponerse en movimiento. Se paró, tanteó el revólver y dio dos pasos cuesta abajo. Pero no llegaría a bajar.
Una luz poderosa se encendió frente a él y lo encegueció.
“La luz de un auto. Me estaban esperando”, alcanzó a pensar.
Algo o alguien se movió a su derecha. Cuando fue a girar oyó un grito y la patada simultánea, justa, le dio en un costado de la cabeza y se la sacó del cuello. Cayó hacia atrás y alguien dijo:
– Apagá eso.
La oscuridad fue otra vez total. No supo si tenía los ojos abiertos o cerrados. La cabeza se le iba hacia abajo, chupada por la arena fría.
Una sombra nueva se le vino encima entre jadeos. Intentó levantar los pies pero la trompada llegó antes, se le clavó en la boca del estómago y lo hizo retorcerse. Rodó. Dio una vuelta carnero hacia atrás, quedó trabado entre las ramas. De allí lo arrancó uno tomándolo del cuello, lo levantó, lo expuso para que alguien insistiera con su estómago, una, dos, tres veces. Se quebró en una arcada y cuando se iba boca abajo, caía hacia adelante, la última patada lo alcanzó detrás del oído, lo nubló, lo dejó tirado al borde del camino y nada más.