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Lo despertaron las gotas. El agua contra la cara. En un principio no vio nada. Después escuchó el ruido de la lluvia que volvía, los truenos.

Un relámpago iluminó la escena y se vio caído con la cabeza en la orilla del sendero, los pies más altos, en el borde del médano. El frío en la espalda le indicó que no tenía ya el saco. Se sentó y comprobó que tampoco tenía el revólver. Lo buscó a tientas en la oscuridad, sin fe, sin resultado. Se dejó caer otra vez y ahí quedó un largo rato, la boca contra el pedregullo mojado. Cuando empezó a llover más fuerte se puso de rodillas y gateó unos metros, una cucaracha con las patas quebradas. Después se incorporó, cayó una vez, volvió a intentarlo y finalmente se puso en camino.

Tendría que hablar con el vasco de El Trinquete; no era cierto que en Playa Bonita no pasara nada. Ahí estaba él ahora, protagonizando un fin de semana inolvidable, chapoteando por el medio de la calle, lleno de arena, con la cabeza y los labios sangrantes y los relámpagos como un telón de fondo de ópera wagneriana, volviendo a casa.

18. Los dientes y el alma

– ¿Qué le pasó?

Semidormido, en pijama, Fumetto lo hizo pasar entre parpadeos.

– Me asaltaron. Me robaron todo, hasta los documentos.

– ¿Dónde?

– Por allá -y señaló vagamente un pedazo lejano de la noche y la lluvia.

– Está lastimado.

– Golpes, nada más.

El patrón encendió la luz fluorescente del comedor, que cayó como una ducha blanca y zumbante sobre la escena. El reloj de la pared marcaba las cuatro.

– ¿A qué hora es el primer micro a Necochea?

El otro no contestó. Lo miraba.

– ¿Fue a la policía?

Ahora fue Etchenike el que no contestó. Se arrimó al mostrador, se sirvió un vaso de caña que bajó de un trago. Dio un largo suspiro, casi un ronquido de su garganta.

– ¿A qué hora es el primer micro?

– Hay un local cada hora y media a partir de las ocho. El patrón se colocó detrás del mostrador como para rearmar la escena, volver a la normalidad. Sirvió otra caña sin consultarlo.

– ¿Se va?

Etchenike agradeció la Legui con un gesto y se la empinó otra vez. Se aferró a la botella, la retuvo mientras hablaba:

– No. Voy y vuelvo. Y quédese tranquilo: tengo dinero arriba.

– Qué mal tiene ese ojo. Espere.

El patrón se rascó el trasero mientras abría la heladera. Sacó un pedazo de hielo, lo rompió y se lo entregó dentro de una servilleta anudada.

– Póngase esto. Y tome unas curitas, agua oxigenada… Tendría que ir a la Asistencia Pública pero a esta hora ni siquiera hay guardia.

Fue dejando las cosas sobre el mostrador como si preparara la canasta para un picnic de la Cruz Roja. Etchenike agradeció con un gruñido y cuando ya estaba al pie de la escalera se volvió:

– Me llevo la botella. Le pagaré todo… Y despiérteme a las siete.

El otro apagó las luces y lo acompañó, solidario, con el brazo en la cintura, escaleras arriba. Al llegar frente a la puerta bebió él mismo un trago y dejó la botella en manos del veterano.

– ¿No necesita nada más?

Etchenike contestó palmeando la silueta de la caña, amagando una dolorosa sonrisa.

Rizzo dormía muy entregado. Acaso soñaba con Lawrence, con una playa o una arena nutrida de árabes o de clientes para su Sorocabana.

Etchenike tiró la ropa en un rincón y a tientas, desnudo, se metió en el baño. La ducha fría fue casi dolorosa. Tenía un corte en el párpado izquierdo, una mancha roja en el mentón, moretones bajo las costillas y un tajo detrás de la oreja, la marca de la última patada.

Lavó las heridas con agua oxigenada, se emparchó con tres curitas y cayó sobre la cama con el hielo en la cara y la botella. Estuvo fumando, empinándose la caña en la oscuridad hasta que de a poco una sucia claridad comenzó a dibujar el perfil de la cortina.

Tres o cuatro. No estaba seguro, pero sí sabía que habían sido más de dos los que le pegaron. Era la primera vez que le pateaban la cabeza. No dejaba de ser una novedad. Y el revólver. Eso también era nuevo: que le quitaran el arma. Quince, dieciséis años que calzaba ese treinta y ocho dócil, un poco aparatoso. Era extraño estar ahí, tirado, esperando el amanecer en el húmedo hotel de una playa de mala muerte, dolorido y roto, junto a los sueños de un muchacho extraño.

Se fue adormeciendo. Antes de borrarse del todo comprobó, con la lengua obstinada, endulzada por la bebida, que tenía dos dientes flojos. Supuso que el alma tampoco estaba demasiado firme en su lugar: algo se movía en su interior, de la cabeza al pecho, iba hasta allá abajo y se convertía, de regreso hacia arriba, en resoplidos, estertores casi.

SEGUNDA

“No tenemos miedo a meternos bien adentro,

allí donde no se hace pie. Pero sabemos que ya

tras el horizonte ha nacido una ola

que se va acercando a la playa.

Pronto nos alcanzará y de un solo saque

nos apagará las últimas brasas del alma.

Después ya no habrá olas para nosotros.”

DOLINA, El descanso de los Hombres Sensibles

19. La pampa húmeda

En la cara de Gustavo ya estaba el sueño. Ahora se sumó, se superpuso como una máscara transparente, el asombro miedoso al verlo así, tan vapuleado.

– Patrón, présteme el teléfono que tengo que hacer algunas llamadas -dijo Etchenike guiñando dolorosamente un ojo al pibe.

– Hable tranquilo.

En la mañana fresca y nublada, el otoño ensayaba su número, la rutina habitual al preestreno: la luz indecisa tras las ventanas, una leve brisa del mar que arqueaba los pastos en los canteros raleados de la avenida Hutton.

Acodado en un extremo del mostrador, Etchenike comió y bebió café con leche y medialunas mientras hablaba por teléfono con Gustavo frente a él, la mirada fija en las curitas que le censuraban la cara.

– Insista, es urgente -dijo ante el encargado del motel Los Pinos-. Sergio Algañaraz, en la habitación quince: tiene que estar.

Hubo ruidos renovados. Un zumbido lejano e infructuoso:

– No hay nadie, señor. No contesta nadie. ¿Quiere dejar algún mensaje?

– No, gracias. Colgó.

– Después me vas a hacer un par de favores, Gustavo.

El pibe asintió.

Etchenike llamó al número de Mar del Plata que tenía en la tarjeta, manuscrito por un hombre sereno y apurado hacía tres o cuatro días. Parecían años.

– Sí, Silguero habla -dijo una voz vacilante-. ¿Quién es?

– Le habla Etchenike desde Playa Bonita -hizo una pausa como para que el otro asimilara el dato, recordase de qué se trataba-. Disculpe la hora, pero quería avisarle que ya hice contacto con el hombre…

– Ah… Bien, bien…

– Tengo las… -no quiso usar la palabra tan botona-. Los testimonios… Son buenos.

– ¿Las fotos?

– Sí. Solo y acompañado.

– Muy bien. Es muy eficaz, lo felicito.

– Hay otra cosa.

– ¿Qué pasó?

Etchenike vaciló un instante, no sabía cómo decirlo ni si correspondía.

– Me la dieron anoche -dijo bajando la voz-. Me robaron el arma y los documentos.

Hubo una pausa.

– ¿Quiénes?

– No sé. ¿Usted sabe?

Silguero ni siquiera contestó a eso.

– ¿Y las fotos? Tenga cuidado con eso. Póngalas en lugar seguro.

– Seguro.

Hubo una pausa más grande aún.

– Mejor… Véngase ya: deje todo y traiga lo que consiguió. Listo.

– Mañana. Antes tengo que arreglar algunas cuestiones.

Después pidió comunicación con Buenos Aires. Tuvo que esperar. Aprovechó para explicarle a Gustavo qué quería de él. El pibe entendió todo rápido y de una sola vez.