Desayunó temprano en su habitación, y es probable que se haya sentido bien y al menos satisfecho sentado en la cama, comiendo galletitas express con dulce de leche. El café era indefectiblemente malo pero el sol contra la ventana prometía tibiezas no habituales a mediados de marzo.
A las diez salió en short, remera y ojotas. Cámara en ristre y anteojos ahumados, desprolijo tostado ciudadano, enseguida Algañaraz confirmó que Playa Bonita era un nombre excesivo.
Entre casitas cuadradas, despachos de pan y algún chalet con el depósito de agua manchado de moho, fue bajando por el camino sinuoso que gambeteaba los médanos fijados por obstinados tamariscos, buscando el mar, el centro del pueblo.
Después de un recodo los encontró de golpe, junto con todo lo que habría para ver de ahí en más. Hacia un lado, el inevitable hotel interrumpía el horizonte tras el amarillo sucio de los últimos médanos, pegado al mar, solo, como si fuera un castillo de los de las aventuras de El Príncipe Valiente. La comparación era de él y pensaba usarla en la nota. Algañaraz no había llegado a Kafka todavía. Lo dicho: un pendejo.
El edificio estaba sobre la primera paralela a la playa, que a esa altura se diluía en un sendero de arena y pedregullo. Ocupaba el centro de una manzana en que no había ninguna otra construcción. Era una mole rectangular de dos plantas más antigua y desmejorada de lo previsible. Un rosa descascarado le borroneaba las paredes, las columnatas de la entrada; dos palmeras polvorientas compadreaban entre los yuyos de un hipotético jardín y las negras tejas de pizarra parecían sostenidas por alfileres. Sin embargo, pese a algunos vidrios rotos, los postigos maltratados por décadas de soles y vientos y las ruidosas canaletas de lata, la construcción se empinaba con una innegable dignidad, sólida e inútil como un jubilado prematuro. Esa metáfora le gustaba y también la usaría contra el cielo celeste apurado por nubes bajas y veloces.
Algañaraz pasó dos veces frente a los amplios ventanales de postigos cerrados y luego dio la vuelta, como si se tratara de una calesita clausurada. En los alambres del fondo había ropa colgada pero el candado que cerraba el portón de acceso principal lo desalentó. Las tablas que tapaban varias de las ventanas de la planta baja tenían los clavos oxidados, retorcidos o doblados por martillazos desprolijos, inútilmente apurados.
Cruzó la calle y se sentó en la punta de un médano, junto a un pinito verde y joven. Desde allí sacó una panorámica; luego, el detalle del frente, del jardín abandonado. Apenas se leía el nombre, Hotel Atlantic, con gastadas letras en relieve sobre la galería de columnas que cobijaba la doble puerta de entrada. En un momento le pareció que se movían las cortinas, pero aunque se acercó y dio algunos gritos que resonaron débiles bajo el sol y empujados por el viento que crecía del mar, nada se movió en el edificio.
Sacó un par de fotos más y luego bajó a la playa. El mar se veía bajo, lejos, verde, gris y celeste. Caminó hasta la orilla y comprobó que estaba solo. Hacia el sur, varias cuadras más lejos, se veía gente en la arena, alguna sombrilla, el balneario principal; hacia el norte, enfrente, apenas el escorado fantasma de un carguero encallado entre las rocas, el óxido y la sal; algún chalet sobre la arena y nada más: un faro lejano parecía flotar, después de un bosquecito, dentro del mar.
Sintió las pocas cosas del paisaje, la desolada belleza, y estuvo un rato indefinido quieto y en silencio, mirando el dibujo de la orilla.
En un momento dado giró para volver hacia el hotel y casi chocó con el otro. Dio un grito ahogado.
El hombre estaba parado ahí a un metro de él, y sonreía burlón quién sabe desde cuándo.
– Fuego -dijo el hombre.
– ¿Qué? -se turbó Algañaraz.
– Quiere fuego.
Y no era una pregunta.
2. De escribano
El hombre era petiso, con pocos cabellos largos y rubios dispersos en la cabeza enrojecida. Unos ojitos grises y entrecerrados disparaban contra Algañaraz bajo las cejas crespas. Sonreía temible con pocos dientes.
– No tengo fuego -se palpó el periodista, no quiso entender.
El petiso puso las manos sobre la faja negra que le calzaba la barriga, los pulgares gruesos apoyados en las caderas; inspiró hondo y se mandó para adentro la mitad del aire de ese sector atlántico. La camiseta agujereada fue impotente para retener la expansión del pecho.
– No. Quiere fuego -enfatizó, liberando el aire.
– ¿Qué quiere dec?… -se extrañó Algañaraz.
Pero el petiso no lo dejó terminar. Separó bruscamente las manos de la cintura y cuando vio el leve retroceso del periodista se rió una vez, corto y fuerte. Después giró y se fue caminando lentamente hacia los médanos, casi haciendo coincidir las pisadas con las huellas que había dejado al bajar. Iba descalzo, con el pantalón gris a la rodilla y se balanceaba al avanzar arena arriba. La culata del desmesurado revólver que llevaba sujeto a la cintura, como un facón, se recortaba contra la mitad de su espalda.
Algañaraz quedó inmóvil. Repentinamente levantó la cámara que tenía al cuello y buscó el ángulo para que la figura quedara con el fondo del médano y el hotel atrás. En ese momento, como despidiéndose, el petiso giró apenas la cabeza. Algañaraz soltó la cámara como si le quemara y comenzó a caminar rápido por la orilla.
Recién se dio vuelta al llegar a las primeras sombrillas y cuando estaba lo suficientemente lejos como para no ver nada. Sólo el hotel, que ya no se veía rosa desde allí. No precisamente.
Subió hacia la escuálida avenida costanera entre dos filas de carpas arremangadas y se sentó en la escalera de entrada al balneario a limpiarse innecesariamente los pies. El tiempo había desmejorado rápido. El cielo y el mar habían optado por el gris y un viento ya hinchapelotas levantaba arena y dispersaba pescadores sin fe, familias llenas de chicos mojados y gritones.
Recorrió la calle principal -tres cuadras de asfalto resquebrajado- buscando datos, entrando a inmobiliarias, comprando tarjetas cursis con improbables delfines recortados junto al perfil del hotel. La oficina de la Secretaría de Turismo estaba cerrada pero vio a través del vidrio algún folleto que, debidamente estirado, constituiría el cuerpo principal de la nota.
Se apartó del asfalto y anduvo un poco al azar por las trasversales, alejándose de la playa, volviendo, agotando las posibilidades de un juego simple, el ludo, las esquinitas.
De pronto comenzó a sonar una música estridente y vieja que no conocía. Era algo de Los Santos o Los Tres Sudamericanos, muy golpeado y prematura o justamente envejecido, que salía del parlante de una camioneta estacionada frente a la arcada del Club Atlético El Trinquete. Los pibes comenzaron a rodear el vehículo y cuando había cinco o seis que se distribuían entre los guardabarros y la caja, cesó la música. Un morocho sin camisa, engominado y picado de viruela, agarró el micrófono mientras apoyaba el papel en el volante, y después de algunos zumbidos comenzó:
– Esta noche, a las 21.30 horas, en el natatorio del Club Atlético El Trinquete, dará comienzo un evento deportivo de significación mundial. El famoso raidista y nadador de aguas abiertas argentino Eliseo “Mojarrita” Gómez, poseedor del récord sudamericano de permanencia en el agua, intentará superar la marca mundial en poder del alemán Karl Burger…
Y ahí el tipo dio una cifra desmesurada que Algañaraz jamás recordaría pero que lo hizo imaginar al tal Mojarrita saliendo del agua convertido en una triste y pálida pasa de uva.
Nuevos zumbidos y el morocho volvió a conectar a Los Santos o quienes fuesen, llenó el aire de volantes anaranjados y arrancó despacio, levantando nubecitas blancas mientras los pibes se disputaban los papeles a trompadas.