– ¿Señor? -dijo el agente de guardia.
– Vengo a hacer una denuncia.
– ¿Qué tipo de denuncia?
– Robo de un arma.
El agente hizo un breve silencio. Lo miró. Todos lo miraban hoy.
– Al fondo, segunda puerta -dijo-. Pero… espere. ¿Qué lleva ahí?
Etchenike no se animó a echar mano al bolsillo. Podía quedar seco ahí mismo.
– Un treinta y ocho suplente y balas -explicó tratando de parecer, si no inocente, al menos natural-. Tengo permiso de portación.
Pero tampoco llegó a meter la mano en el bolsillo interior.
– ¡Quieto! ¡Contra la pared! -le gritaron con ruido de fierros simultáneos.
Obedeció. El poli le hizo abrir las piernas y él colocó las palmas altas y separadas contra el muro sin que se lo dijeran. Vino otro y lo palpó de nuca a tobillo, lo liberó de lastre, fierro y papeles mientras el guardia no dejaba de apuntarle con la metra.
El que lo había palpado metió todo en una bolsa y fue hacia el fondo. El de la guardia lo mantenía inmóvil, ridículamente expuesto de espaldas. Pensó que en cualquier momento le daban una patada en el culo. Pensó en el pantalón celeste y nuevo.
– Puede pasar -gritaron de adentro.
Le echó una mirada cansada al guardia y pasó. El otro le contestó con nuevos ruidos de cerrojos corridos o descorridos esta vez, y se metió en la garita.
Un oficial rubio y picado de viruela examinaba el contenido de la bolsa. No levantó la mirada cuando Etchenike dijo:
– Buen día. Vengo a hacer una denuncia.
– Un momento -dijo el rubio sin mirarlo.
Observaba los papeles con curiosidad. No exactamente: con fastidiosa atención, mejor.
– Et… Etchenique, Julio -dijo leyendo mal, pero a propósito.
– Soy yo.
– Parece todo en orden.
– Está en orden.
Recién ahí el otro le clavó los ojos fríos, azules. Sonrió, eligió un camino duro, tal vez equivocado:
– ¿Qué le pasó? ¿Se le cayó el revólver entre la mierda del gallinero y no se quiso ensuciar? ¿Lo sacaron a picotazos?
Pero Etchenike quería volver rápido a Playa Bonita, tenía mucho que hacer.
– ¿El comisario Laguna? -dijo como si no hubiera oído las palabras, el tono.
– Está de licencia.
Fue como si dijera “está muerto” o equivalente. Volvió al clima anterior.
– ¿Qué hacen los investigadores privados en Necochea? Nunca había visto uno.
– Uh, es raro, porque está lleno. Venimos a veranear. En este momento debe haber más de doscientos. Los psicoanalistas se toman febrero; nosotros, la primera quincena de marzo. Somos fáciles de reconocer, sobre todo en la playa: impermeable, shorts y el fierro en la sobaquera. Yo, en realidad, me olvidé de sacarme el treinta y ocho y a la tercera zambullida sentí que se me escapaba. Acá estoy.
– ¿Me está cargando?
– Estoy jodiendo un poco: me cagaron a palos, me afanaron el arma y encima cuando vengo a hacer la denuncia me cargan… ¿Es cierto que está de licencia Laguna? Fue compañero mío.
El color de los ojos azules se enturbió, apenas una nube interrogante.
– Sí, estuve en la Policía -confirmó el veterano-. Y anduve por acá hace más de veinte años.
Silenciosamente, el oficial aceleró el trámite de la denuncia. Etchenike dio detalles creíbles, circunstancias más o menos falsas, números auténticos del arma. Firmó al pie y reclamó sus cosas.
– Espere -dijo el otro reteniéndolo.
Abrió la puerta que estaba a sus espaldas y consultó algo en voz alta. Se volvió hacia el ex policía de ropa nueva y rostro viejo, machucado.
– Pase. El subcomisario Friedrich le quiere hablar.
Etchenike miró su reloj. Se le iba la mañana.
21. De náufragos
El veterano se fue acercando por la estrecha vereda que flanqueaba la calle de tierra. Enfrente, cien metros más abajo, al fondo de la pendiente arbolada, el río Quequén corría liso y brillante bajo el sol exacto de la mañana que subía. Atrás, el puente colgante, un Golden Gate de entrecasa que había atravesado al llegar. Más allá, el mar.
La casa era un chalecito antiguo con largo jardín delantero convertido en quinta, copado por hileras de tomates, almácigos de acelga, lechuga, un limonero en el rincón junto a la galería lateral. El hombre, un morocho todavía corpulento pese a los sesenta largos que le calculaba, estaba, de pantalones cortos azules y descoloridos y gorrito blanco, recogiendo limones subido a una escalera.
Etchenike golpeó las manos y el hombre giró la cabeza.
Se quitó los anteojos de aro metálico, bajó los peldaños y vino hacia él. Cuando lo tuvo enfrente, a dos metros, Etchenike dijo:
– Buen día, comisario Laguna. Soy Etchenique.
El otro lo semblanteó, trató de recordar. De pronto sonrió plenamente, se sacó el gorrito de un manotazo que reveló todo el pelo duro y tupido enteramente blanco.
– ¿Pero qué hace, Etchenique?… Tanto tiempo… -y extendió la mano.
La respuesta a esa pregunta y el recuerdo de lo vivido juntos se llevó la hora siguiente.
Sentados en la galería, el mate de por medio, con la mujer de Laguna yendo y viniendo y con los tantos gatos de cualquier color, pelo y marca que ocupaban todos los espacios, sobre las macetas, bajo la mesa, en los sillones, los dos hombres hablaron.
Etchenike se relajó en la silla de paja:
– Quién iba a decir que después de veinte años volvería a andar por acá, entreverado otra vez…
– Pero dígame -lo cortó Laguna-. ¿Cómo le quedan ganas de seguir en esto? Yo, que largo a fin de año, no veo la hora de venir a regar las plantas de una vez. Ahora estoy de licencia: me tomo vacaciones atrasadas para que la jubilación no me agarre con días pendientes. No quiero más lola, viejo. Y si sigo teniendo la reglamentaria a mano es porque uno ha metido mucha gente adentro y nunca se sabe si algún loquito, al salir de la sombra, no se le ocurre venir a ajustar cuentas… Pero usted compañero, al pedo nomás, volver a arremangarse… No entiendo.
El veterano no podía responder muy bien a eso. Había tomado distancia ya de su propia versión inicial y quijotesca, de las motivaciones justicieras, inclusive. Optó por la arqueología:
– Mi experiencia en la institución no fue como la suya, Laguna: yo me fui de asco, no soportaba lo que veía a mi alrededor… Es como si me hubiera quedado algo atravesado.
– Cuestión de estómago -lo cortó el otro.
Un gato blanco y negro saltó de la medianera al piso, se acercó cautelosamente, la mirada en las baldosas.
– O cuestión de hígado, mejor -reflexionó Laguna como para sí-. Fíjese: yo me bajo tres pavas diarias de mate, no le hago ascos a los huevos fritos, al guiso, chupo como en mis buenos tiempos…
La mirada de Laguna trepó hasta los ojos de Etchenike.
– Nunca he sido delicado y acá me ve -concluyó-. Pero no es eso a lo que usted se refería… Quiero decir: hay que ser fuerte.
La idea de fortaleza, la jactancia física tirada ahí, en medio de la charla evocativa, se deslizó como una mancha derramada a los pies de Etchenike, le mojaba los pies y la seguridad, le mentaba blandamente su flojera, la queja: los huevos fritos se mezclaban con los huevos a secas, amenazaban el hueso.
Pero Laguna tal vez se dio cuenta de que había ido muy lejos:
– Hay que estar. Hay que haber estado… -dijo y se golpeó las rodillas.
Borraba con el codo. Con énfasis amistoso le tiraba un cabo a ese hombre que había vuelto ahora porque alguna vez se había ido, que era duro porque había sido blando. Que era blando porque había sido duro y no se bancaba la dureza, la blandura.
– La gente nos putea y tiene razón. Pero no son mejores que nosotros -se atrevió Laguna-. Había un cabo en La Dulce, un pueblito de por acá donde yo empecé a prestar servicio, que decía que estar en la policía -él no decía “ser policía”- es como tener un hijo feo y darse cuenta. Pero que nadie lo diga; que uno lo sepa pero que nadie te lo diga. Que sea insoportable pero que esté ahí: la fealdad es una injusticia y contra eso no hay policía que valga, no hay orden… No sé si me entiende.